El hombre, por un lado, es un ser excepcional que ocupa un lugar privilegiado en la naturaleza porque no pertenece propiamente a ella, sino que tiene otra segunda, la cultura (Paul Ricoeur), por la que se convierte en ese animal admirable (Pico della Mirandola) capaz de contemplar el mundo y de reflexionar sobre sí mismo; es ese ser que, por su libertad, se abre de modo irrestricto a la realidad trascendiéndola. Por otro lado, es un animal social o político, su vida y todas sus actividades se encuentran concidionadas por el hecho de que vive junto a sus semejantes, con los que se organiza y gobierna en vistas al bien común. Pero la vida activa del hombre no sólo es acción – praxis –, sino que también es discurso – lexis –, es decir, es “el agente de grandes acciones y el orador de grandes palabras” (Homero, “Ilíada”).
Quiero ocuparme aquí del hombre en cuanto zoon logon ekhon, en cuanto capaz de discurso, pues si bien entendemos que es un ser político, que se ocupa de las cuestiones de la sociedad, hemos olvidado o se olvida que vivimos junto con los demás mediante la palabra que exige, ineludible, el diálogo. Hoy, el discurso se ha convertido en un instrumento de persuasión que se ejercita, no en pocas ocasiones, con fuerza y violencia; con lo que la persuasión se transforma en mandato o en coacción cuando su único fin es que los seres humanos hablen entre ellos en vistas al bien común (Hannah Arendt, “La condición humana”).
Sí, “la persona es el supuesto (sustancia) individual de naturaleza racional” (Boecio, “Contra Eutychen et Nestorium”), es, por tanto, el sujeto más irreductible a lo común de la especie: “la persona que soy yo se distingue de la persona que es usted” (Leonardo Polo, “Presente y futuro del hombre”). Sin embargo, al mismo tiempo, si atendemos al vocablo griego prosopon, del que procede el término persona, apreciamos que significa cara, semblante, rostro. Así, el significado de persona describe también el sentido de relacionalidad, de sociabilidad: la persona no es un ser aislado, sino que es un ser en relación a, es decir, no tiene sentido una persona única, pues un hombre sólo que no coexiste con los otros hombres es imposible porque frustraría su carácter personal. En consecuencia, el hombre no es un zoon politikon porque vive en sociedad, sino que vive en sociedad porque su vida se realiza en compañía de los demás.
Si la persona humana tiene que elegir en todo instante la forma de su existencia mediante una muy determinada forma de vida (Ortega y Gasset, “El tema de nuestro tiempo”), la verdad de ésta tiene que ser común a todos los hombres. Por tanto, el hombre, zoon politikon, no puede reflexionar sólo e individualmente, sino que tiene que dialogar con los demás sobre el sentido de la vida – si bien, a la luz de la experiencia, su respuesta es tan variada como los distintos modos de vida que existen – que conduce al bien común. Pero como a priori parece ser que no tenemos un conocimiento infalible sobre el modo en que debe obrar el hombre para alcanzar su plenitud existencial en vistas al bien común, es necesario que en la supuesta comunicación de la verdad – o lo que entendemos por verdad – no se pretenda anular el pensamiento del interlocutor, creyéndose que uno posee toda la razón, pues “el arte de comprender consiste en el arte de escuchar. A ello hay que añadir la posibilidad de que el otro pueda tener razón» (Gadamer, “Antología”).
Para buscar la verdad es necesario convencerse de que uno la busca y que, por tanto, no la posee, aunque intuya o tenga experiencia de ella. De lo contrario, no hay comunicación ni diálogo, sino la absolutización del punto de vista, del prejuicio que se funda sobre una serie de respuestas que se esputan siempre que sentimos que se atenta contra nuestro pensamiento único. Pero quien ama la verdad debe tener el convencimiento de que el otro se la puede mostrar, de que uno puede estar en el error. Por otro lado, quien busca la verdad no pretende comunicar, en su búsqueda, destellos aparentes de esta, sino comunicarla a ella misma. En consecuencia, la verdad se antepone al consenso, pues no depende de la voluntad de la mayoría, sino que es por sí misma; así, ella, “tan firme y tan segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos eran incapaces de quebrantarla, juzgué que la podía tomar, sin escrúpulo, como el principio de la Filosofía que buscaba» (Decartes, «Discurso del método»). El conocimiento de la verdad, universal, es necesaria porque ella es el verdadero bien del hombre. De este modo, la pregunta por la verdad exige una postura moral, pues la existencia del hombre no es pura teoría sino praxis, es un tener que hacerse en cada momento, por lo que uno nunca puede prescindir de muy determinadas normas morales – virtud – vinculadas al problema de la verdad – el sentido – que nos llevan a obrar con la rectitud que requiere nuestra naturaleza ontológica (Albert Camus, “El hombre rebelde”).
El fin del diálogo – del discurso – es la manifestación de la verdad en vistas al bien común y es indispensable para el fortalecimiento de las virtudes humanas que conduce a la plenitud. Desde luego, esto no exige que todos pensemos del mismo modo, sino “que quien descubre más proponga y lidere la mejoría de los otros, y en que estos no se conformen con lo descubierto, sino que sigan buscando más” (Juan Fernando Sellés, “¿Qué es filosofía?”), porque el fin del diálogo no es otro que expresar verdadero conocimiento – sensible, racional, científico, técnico, ético, etc. – , y no opinión, sobre la verdad que conduce al bien que mejora la sociedad y, consecuentemente, a la entera humanidad. Es importante, por tanto, comprender que la verdad se transmite, que de todo hombre se puede aprender y que cualquier hombre puede liberarnos del error y esto, siempre, con el fin de la mejora de la sociedad. Además, y esto es importante, la verdad debe también ser aceptada.
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