Hace unas semanas decíamos que “la fe tiene que ver con la razón y la razón con la fe, pues la fe misma enseña que el fundamento de todas las cosas es la eterna razón”, es decir, “partiendo de esta base, es lícito afirmar que la sabiduría presupone, ante todo, comunión con Cristo. Sólo puede surgir cuando el hombre camina al lado de Jesús, y aprende así poco a poco a mirar con sus ojos” (Joseph Ratzinger, “Teoría de los principios teológicos”). Cierto, el Dios de la religión y el fundamento de la metafísica pueden ser “realmente idénticos” (Max Scheler, “De lo eterno en el hombre”); sin embargo, como objetos intencionales son esencialmente distintos, pues el Dios de la religión ‘es’ y ‘vive’ más allá del pensamiento en el acto religioso, pues el fin de la religión no es, principalmente, el conocimiento racional del mundo, del que la ciencia nos muestra que el cosmos está ordenado debidamente a un sistema universal que no sólo existe sino que impulsa (Heisenberg), sino la salvación del hombre en el seno de la Iglesia.
En este sentido la vida del hombre se afirma con toda su plenitud en su relación directa con Dios. Así, la verdadera sabiduría es aquella en la que la razón del hombre se asienta en la sabiduría de Dios, que conduce a la verdad en la que descansa la plenitud del ser del hombre. En cambio, en el caso de la filosofía, el asunto principal se limita a la reflexión “¿por qué hay en absoluto un ente y no más bien nada?” (Martin Heidegger, “¿Qué es metafísica?”), cuya solución nunca es última porque si bien sostiene o puede sostener la existencia de lo absolutamente real que funda todo lo real, no puede, porque no es objeto de su método, acercarse a la idea de la salvación del hombre, que es el fin último de la religión y por la cual la persona mantiene una muy determinada forma de vida para ser aquello que debe ser según su estatuto ontológico (leer la entrada: “La presencia de Dios está inscrita en la naturaleza del hombre”).
Por tanto, mientras la filosofía está fundada en la reflexión sobre la verdad y el ser, la religión tiene como principal fundamento el amor de Dios. Sin duda, la persona religiosa puede ahondar su fe mediante la teología, la filosofía y la ciencia, sin embargo, necesita cimentar ese conocimiento en la oración; es decir, a través de una vital unión con Dios. En este sentido, la figura de Blaise Pascal es un perfecto ejemplo de cuanto acabamos de decir (leer la entrada: “Blaise Pascal y la fe”). Cuando Joseph Ratzinger afirma en Introducción al cristianismo que “El Dios de la fe es, en cuanto pensar, amor. La idea de que el amor es divino domina toda su concepción. El Logos de todo el mundo, la idea original de la verdad y el amor; allí donde se realiza no hay dos realidades yuxtapuestas o contrarias, sino una, el único Absoluto”, quiere expresar que Dios no se reduce a puro pensamiento y que, consecuentemente, ni la verdad ni el amor pueden restar suspendidos en el aire en una perpetua reflexión, sino que son la auténtica norma – esto recuerda las palabras de Ortega y Gasset cuando señala que el hombre por su estatuto ontológico se ve abocado libremente a ser lo que debe ser según una forma de vida – a la que el hombre debe ceñirse y, al mismo tiempo, suponen su esperanza de alcanzar la plenitud en el marco de esa salvación que nos presenta el dato revelado.