¿Los admirables e incansables indignados no nos muestran que si bien el hombre contemporáneo se ha liberado y quiere liberarse de las trabas externas de la autoridad persiste todavía esclavo de la opinión pública? Los revolucionarios sin revolución no son más que muñecas de porcelana, títeres de la coyuntura alejados de llevar a la práctica aquellas palabras de Dantón: “Ha llegado la ocasión de decir al pueblo que debe arrojarse en masa en contra de sus enemigos. Cuando un navio va a naufragar, su pasaje hace arrojar al mar todo cuanto le expone a perecer; del mismo modo todo lo que pueda dañar a la nación debe ser arrojado de su seno” (Albert Mathiez, “La Revolution française”. Tome II. La Gironde et la Montagne). Y esto es así, porque a la hora de la verdad, más cuando sobreviene el peligro y las posibles consecuencias, nadie sueña con la revolución, al menos no en dirigirla (Bertrand Russell, “El poder”). Y esto, no obstante, parece natural en la mayoría, pues mientras queda algo propio, por poco que sea, el instinto de conservación prevalece sobre el intento de lograr mayores y más justos réditos: “olvidamos que, aun cuando debemos defender con el máximo vigor cada una de las libertades obtenidas, el problema de que se trata no es solamente cuantitativo, sino también cualitativo; que no sólo debemos preservar y aumentar las libertades tradicionales, sino que además, debemos lograr un nuevo tipo de libertad, capaz de permitirnos la realización plena de nuestro propio yo individual” (Erich Fromm, “El miedo a la libertad”).
Resulta evidente que para la mayor y mejor cooperación humana unos deben gobernar y otros obedecer. Que debe existir un gobierno elegido por deliberación cuyas leyes se funden en la incondicional dignidad del hombre, en el principio de igualdad de derecho y en la promoción de los proyectos personales de todos los ciudadanos y no en la subordinación de estos como medios para fines particulares como acontece en la actualidad, donde una oligarquía capitalista subordina al individuo transformándolo en un instrumento al servicio y en beneficio de un sistema económico cuyo mantenimiento parece ser el primer objetivo de los distintos gobiernos. También es evidente que para solventar esta situación se requiere que el hombre remplace el interés personal en beneficio del interés general; debe descubrirse que los hombres no sólo viven juntos, sino que cooperan juntos. La persona humana es política por naturaleza (“homo est naturaliter politicus”, Tomás de Aquino, “Summa Theologica”) para organizarse y gobernar en vistas a un fin concreto que no es otro que el bien general, pues el vivir bien, el mejor modo de vida posible es un vivir en sociedad junto con los demás y para los demás: Si queremos que el mundo, la sociedad en definitiva, sea mejor hay que apostar con decisión por el primado del hombre, pues la razón más alta de la sociedad es el reconocimiento de la incondicional dignidad del ser humano por el simple hecho de que sin él y sin la materialización de su bien mayor, que es común, no hay sociedad.
“Cuanto más quiero a la humanidad en general, tanto menos quiero a los hombres en particular, es decir, por separado, como simples personas” (Dostoievski, “Los hermanos Karamazov”). Si bien esto que nos cuenta un personaje de la insigne novela de Dostoievski constata una empírica evidencia, en realidad, el amor verdadero hacia una persona, cuando no es fruto del egoismo del narcisista que busca su propio interés (Freud, “Tres ensayos sobre teoría sexual”) o cuando no procede del utilitarismo que reduce a la persona del otro a mera mercancia o al rol de consumidor como acontece en el capitalismo, implica amor hacia el hombre como tal, hacia la entera humanidad. Esto es así, porque se aprecia a la persona humana como lo que es, un fin en sí misma – leer la entrada “¿Yo, robot?” –, para quien se quiere algo: “amar es querer el bien para alguien” (Aristóteles, “Retórica”). Como decíamos, en el amor verdadero no es amado quien es deseado, sino aquel para quien se desea algo. Por tanto, a la persona no se la ama por su valor medial, sino por sí misma.
Ver a la persona por lo que es, un fin en sí misma, es fundamental para entender e interpretar correctamente las relaciones interpersonales y aquello que denominamos justicia social y bien común, pues el reconocimiento de los derechos humanos nunca vendrá por imposición, sino por un imperativo moral intrínseco a la naturaleza del hombre que debe fortalecerse por medio de la virtud generándose un determinado comportamiento ético que conduce a amar a las personas por sí mismas y a las cosas en orden a éstas. Si el hombre es consciente de esto, no sólo amará debidamente a la persona de los demás, sino que también adquirirá el verdadero amor respecto a sí mismo. Y esto no es baladí o antinatural. Si se comprende que la persona es un fin en sí misma, que posee una dignidad incondicional, que es el fundamento de todos los derechos y el fin de la política, descubriremos que el respeto que ella merece es de tal grado que sólo puede ser el amor: sólo el amor, verdaderamente, puede mostrar al hombre la actitud que debe adoptar hacia el otro.
Las riquezas, como dice San Antonio, existen para el hombre y no el hombre para las riquezas. El amor, si es verdadero, es la antítesis del egoismo, porque exige por su esencia, la donación; es decir, querer el bien para el otro y, consecuentemente, no querer a las cosas por sí mismas, sino como medios necesarios para los demás, para su bien (Mt, 25, 32-40).
Entradas relacionadas:
Hola Joan, larga pero muy buena entrada. Para meditar con tranquilidad.
Saludos Jaume. Sí, eso parece (sonrisa). Muchas gracias por comentar, me alegro que sea de interés. Un saludo.
Buenas noches, Joan.
Coincido en lo que dices, y muchos son los que tratan a las personas como objetos y las cosas como fines. En estas personas ocurre aquello que dice Hobbes en leviathan, que la existencia de estas personas se vuelve una incesante y perpetuo deseo de poder que perdura hasta la muerte.
Saludos Pablo, muchas gracias por la aportación. Ciertamente cuando se invierte la dimensión del amor, ocurre que convertimos a las personas en medios y a las cosas en fines, utilizando a los primeros para obtener a las segundas. Gracias por comentar.
Lo peor que nos ha ocurrido, al menos hasta ahora, es considerar el capitalismo como el orden natural. Tengo la esperanza de que esto cambie pronto.
Saludos Sigfrid, toda la razón. Además los hombres preferimos ser ricos, y así nos han educado como consumidores, porque pensamos que con dinero podremos realizar el mayor número de nuestros deseos. Sin embargo, ¿qué relación tiene esto con la realización de uno mismo? Gracias por comentar.
Hola Joan, me encantó esta entrada… muy bella, es la puritita verdad. Felicidades opus prima!
Saludos Karla, muchas gracias por su comentario, me alegro que le haya resultado de interés. Gracias de nuevo y saludos.
[…] Joan Figuerola on Amar es querer el bien para al… […]
Hola, muy interesante este texto. Felicidades a su autor.
Saludos Nausica, muchas gracias por el comentario. Un saludo.