La democracia, el sistema que concibe a la persona como el fin último

Publicado: 28 abril, 2014 en Política

 

Si entendemos que el hombre “no puede vivir al margen de la compañía de sus semejantes (Hannah Arendt, “La condición humana”), y si entendemos que la esfera pública es el único lugar donde los hombres pueden mostrar real e invariablemente quienes son (Hannah Arendt, “La condición humana”), se deduce el siguiente razonamiento: toda sociedad democrática lo será en la medida en que, de manera explícita, reconozca a la persona como dignidad incondicional – fundamento del derecho – y su libertad como el ejercicio político a reconocer y potenciar en vistas al bien común. No podemos ni debemos pensar la democracia de otro modo, sino como ese ejercicio político por el que el hombre – y en ello incluyo el Estado o cualquier manifestación de carácter político – deviene responsable de su propio bien y del prójimo, con quien participa para crear aquella sociedad en el que impera la búsqueda y realización de ese bien mayor en el que se promocionan y se alcanzan todos los bienes particulares.

De este modo, la democracia, sin adjetivos ni reduccionismos, sólo puede ser, dotada de pleno sentido, la acción organizada que emana del reconocimiento de la dignidad del hombre, al que se reconoce como fin en sí mismo, y que no tiene como objeto el poder ni cualquier otra realidad que no sea la voluntad política y ética de los ciudadanos, indispensable para vislumbrar en el horizonte el fin último: el bien común. La democracia, insisto, no puede ser otra realidad que la organización política de las personas, más allá de las lógicas de poder que encarnan el Estado, los partidos y, sobre todo, las organizaciones económicas. Por tanto, urge pensar la democracia como el sistema que concibe a la persona como el fin último y cuya praxis no tiene más horizonte que el bien común. La democracia – la política – no puede ser un poder que someta y obligue a esto o aquello, sino que mediante ella – la democracia – la voluntad social establece el poder que se otorga al Estado para su objetivo. Es decir, no es el Estado, como manifestación de poder, quien traza el trayecto sociopolítico, sino que es la misma ciudadanía quien impone, de modo democrático, el trayecto mismo del Estado.

Así, por ejemplo, cuando la voluntad ciudadana pide al Parlamento de Cataluña que lleve a cabo todas las iniciativas políticas para que se pueda celebrar una consulta democrática y políticamente vinculante, en la que se pregunte a los ciudadanos que viven en Cataluña si quieren o no que Cataluña se convierta en un estado independiente, una Constitución no puede transformarse en un muro infranqueable, y si impide el progreso político de la sociedad debe plantearse con seriedad su reforma. Bajo ninguna circunstancia una constitución puede convertirse en una parálisis de la democracia; así, antes de que esto pueda ocurrir es necesario el compromiso, el valor y la capacidad para modificar la constitución adaptándola a la voluntad política de la ciudadanía. Así, la política sólo puede ser la afirmación de la voluntad del ciudadano que se organiza de manera democrática para alcanzar su fin, el bien común.

La democracia sólo puede encontrarse al servicio del interés del hombre como instrumento que permite que cada uno de ellos, situados en la esfera sociopolítica, pueda conducir una vida mucho más buena que cualquier otra de las que podría alcanzar por su propia cuenta. El objetivo de la democracia es que cada ciudadano logre satisfacer sus necesidades en vistas a la realización sin obstáculos de su bien propio, que es el bien común en la medida en que los hombres, “en virtud de su naturaleza social o política, son proclives a vivir juntos y no aislados, incluso en el supuesto de que uno no tuviese necesidad del otro para obtener esas ventajas sociales” (Tomás de Aquino, “Política”, III, 5). La realización del bien común exige que la voluntad del hombre – y del grupo social – sea reconocida y promovida, de lo contrario acontece el aniquilamiento de la persona, que se halla incapacitada para gobernar su existencia libremente pues, atentada su dignidad, no tendrá posibilidad de vivir bien ni de ser feliz: eliminada la posibilidad de ejercitar la libertad políticamente se elimina, al mismo tiempo, la capacidad de la persona de autodeterminarse a vivir bien o del mejor modo posible.

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