La realidad del hombre tiene un alcance ontológico. En su existencia se manifiesta de manera fundamental y principal el sentido del ser. “El sentido del ser se manifiesta manifestando el rostro del hombre” (Paul Ricoeur, “Fe y filosofía. Problemas del lenguaje religioso”); la realidad misma, desde una componente ontológica, teleológica y escatológica, muestra el vínculo entre el ser del hombre y el ser de todos los entes, el Ser en sí. El ser humano no sólo descubre que él no es el origen del sentido, sino que el sentido le es dado. La existencia alcanza su sentido cuando el hombre se descubre a sí mismo teniendo que ser con la exigencia, siempre, de tomar una decisión para dotar de coherencia y significado su existencia en vistas a un determinado fin último que, de necesario, se entiende como aquello que es lo mejor para la vida de uno. Sin embargo, si bien no existe una universal coincidencia en señalar qué o quién es ese sentido al que todos nos inclinamos por naturaleza, no existe persona que gobierne su existencia al margen de una u otra cosmovisión.
La existencia del sentido se vislumbra, también, en esa objetiva unidad del mundo cuyo conocimiento es necesario para gobernar la vida con criterio y no caer en la vivencia de la nada del ser. Hoy, padecemos cierto pragmatismo a la hora de enfrentar la propia existencia, lo que nos dispone en una cotidiana velocidad que nos hace susceptibles de aferrarnos más a una simple supervivencia que a una vida buena en la que se despliega, inconmensurable, el valor absoluto de toda persona. En efecto, parecemos sujetos más bien productores y consumidores subyugados a una ideología, que sujetos realmente libres dispuestos a gobernar nuestra propia existencia, con la dificultad que ello conlleva, del modo más naturalmente humano. Así, cuando se expresa, por ejemplo, que una sociedad no tiene una religión oficial puede correrse el peligro de perder de vista el sentido absoluto y trascendente del ser del hombre, cuestión que no es baladí, pues el hecho de que todo hombre abrace un sistema de pensamiento – ideas – es una necesidad intrínseca que se desprende de la empírica constatación de que la existencia consiste, sustancialmente, en conducirse según un plan muy determinado.
Si bien es cierto que es necesario separar del ejercicio de la política la intervención y el dominio de toda concreta religión e ideología, no podemos olvidar, no obstante, que tanto la religión – como toda cosmovisión – como la política buscan la verdad y el bien que permiten que todos los hombres alcancen la plenitud mediante el desarrollo de sus proyectos personales. Asimismo, la política, en mayúsculas, no puede reducirse a un simple ordenamiento del hombre en sociedad, sino que debe apuntar y promover lo más profundo y radical de la naturaleza del hombre, que es esa vida lograda en la que la existencia humana alcanza su sentido último. El vivir bien del hombre consiste en un vivir bien en comunión con los demás hombres en vistas a su bien que es el bien común, un bien común que no se reduce, sin embargo, en reconocer y promover los proyectos personales, sino también, en reconocer y promover el valor de persona de cada uno, el cual se desarrolla y alcanza a través de la aceptación de una determinada cosmovisión como guía para el gobierno de la existencia. En consecuencia, la política y la religión no son cuestiones completamente distintas en el hombre, de modo que “la política que no involucre, aunque sea muy indirectamente, a la teología, será, en última instancia, sólo un negocio, pese a toda su posible habilidad” (Max Horkheimer, “Sobre el concepto de hombre y otros ensayos”).
No se trata de introducir a la teología en la política, sino de reconocer el carácter y la dimensión teológica de la política – en este sentido, vuelvo a hacer presente la lectura del escrito “La vinculación con el Ser y la manifestación de lo sagrado (II)” –. El ser humano, no podemos obviarlo, es un ser finito que muestra una inusitada apetencia intrínseca de infinito, y esto lo corroboramos en la Ilustración y en los movimientos totalitarios del siglo XX, que si bien distinguieron y separaron lo sagrado y lo profano, lo religioso y lo político, su carácter laico y antirreligioso no pudo, sino que asumió, indirecta o inconscientemente, el carácter religioso y trascendente del ser humano. No deja de ser cierto, también, que lo religioso y lo político, cuando han estado o están reducidos y sometidos a intereses exclusivamente ideológicos han despertado o despiertan el aspecto más virulento e irracional del espíritu humano; sin embargo, insisto, lo religioso se encuentra anclado profundamente en la naturaleza ontológica y sociopolítica del ser humano como sujeto trascendente que apunta hacia lo infinito. La vida del zoon politikon resulta, por lo pronto, un género religioso. El hombre, al mismo tiempo, es un ser político y litúrgico.
La religión forma parte de la condición y del destino del ser humano. Del mismo modo que la razón y la fe, la política y la religión, obviando sus constantes pugnas a causa del funesto peso de determinadas y constantes ideologías en el transcurso de la historia, se hallan unidas de tal manera que no pueden vivir separadas; es más, en sentido estricto no pueden distinguirse: “cuando los seres humanos han reflexionado sobre cuestiones políticas, abierta o tangencialmente, han apelado a Dios o a un principio que, de una manera u otra, ejercía las funciones de un prejuicio inapelable y ajeno a toda forma de fundamentación racional” (Lluis Duch, “Religión y política”). Toda teoría política conlleva o presupone postulados religiosos de cualquier índole y extensión y asume principios de una determinada cosmovisión. Toda teoría política presenta, inexorablemente, una determinada concepción del bien y un específico comportamiento ético o virtuoso por el que se espera que el hombre alcance su fin. Así, todo programa político, que anhela disipar las cuestiones esenciales que atañen al ser humano, incluye en su pensamiento supuestos cosmológicos: un Estado, luego, puede ser laico o confesional tanto en relación con un credo religioso como con un credo no ‘religioso’, pero jamás, si hablamos de una democracia, ninguna cosmovisión puede o podrá tener carácter estatal. Dicho esto, “la razón pública no exige a los ciudadanos erradicar sus convicciones religiosas y pensar acerca de aquellas cuestiones políticas fundamentales como si partiesen de cero, poniendo entre paréntesis lo que en realidad consideran las premisas básicas del pensamiento moral” (Rawls, “El liberalismo político”), entendiendo que “un suelo común no es un suelo procedimental neutro” (Rawls, “El liberalismo político”) – también Habermas señala que “ningún principio presuntamente neutral puede en verdad ser nunca neutral” (Habermas, “Facticidad y validez”), es decir, una democracia que se precie no puede favorecer o promover una determinada cosmovisión en detrimento de otras o más que a otras.