El mal es un bien aparente

Publicado: 7 febrero, 2013 en Ética y Moral

 

En la experiencia cotidiana es frecuente la referencia a comportamientos supuestamente inmorales, que en ocasiones tienen una justificación racional y objetiva y, en otras, sentimental y subjetiva. Sin embargo, hay actos que parecen cruzar esa barrera y alcanzan el grado de mal radical – atentados terroristas, genocidios, masacres –. Ante esto último, ¿es posible que la existencia del ser humano pueda estar fundamentada, tanto en las acciones más complejas y trascendentes como en las más simples y cotidianas, por el mal y que la finalidad de las acciones sea la realización, sin titubeos, del mal?

Antes de avanzar en esta reflexión, una primera aproximación la encontremos cuando al hablarnos del mal radical o absoluto nos viene, de inmediato, la realidad y la coyuntura que marcó el devenir de la primera mitad del siglo XX, en especial la llamada Segunda Guerra Mundial. Al situarnos frente a las puertas de Auschwitz advertimos, incluso aquellos que desconocemos “por completo la dura batalla por la supervivencia que se entablaba entre los prisioneros” (Viktor Frankl, “El hombre en busca de sentido”), que allí ocurrió la más extrema y radical forma del mal: “Allí sucedió algo con lo que no nos podemos reconciliar. Ninguno de nosotros puede hacerlo. Esto no debería haber sucedido” (Hannah Arendt, “Essays in Understanding, 1930-1954”).

Esto no debería haber sucedido” nos conduce, de inmediato, a la idea de que el hombre es un ser que está abierto hacia el bien, al que tiende de manera natural, racional y libre y que fundamenta y especifica la moralidad de sus acciones. La voluntad de la persona se inclina, siempre, hacia el bien captado previamente por la inteligencia, pues nada es querido si no es previamente conocido. El objeto de la voluntad es el ser en cuanto que bueno por una razón fundamentalmente ontológica, pues “la prioridad ontológica del bien es la que hace posible que la inteligencia ‘descubra’ el bien que debe alcanzar” (José Ángel García Cuadrado, “Antropología filosófica”). Así, las cosas no son buenas porque son queridas, sino que son queridas porque son buenas. Tanto el Estagirita como el Aquinate reconocen esta inclinación del hombre al bien en general, que no es elegible, sino que es la tendencia intrínseca del estatuto ontológico humano hacia la felicidad o plenitud. Es decir, el hombre, mediante sus acciones libres y morales, mira siempre hacia un bien supremo o fin último, que es la felicidad. Este fin último, insisto, no es objeto de nuestra elección, sino que estamos abocados a alcanzarlo. Lo que sí puede elegir la persona son los medios – pues no podemos dirigirnos directamente al fin o bien supremo – o bienes concretos con los que podemos determinarnos en la consecución del fin último, en la consideración de la vida como una totalidad en la que nada puede quedar fuera de nuestra reflexión si realmente queremos realizarnos como personas humanas.

Pero, ¿si el hombre está movido por su estatuto ontológico al bien, por qué obra el mal? La explicación es sencilla, y la experiencia lo confirma: dada la imperfección del conocimiento del hombre, lo que capta la inteligencia como bueno no se corresponde, necesariamente, con el bien real. Es decir, el fin concreto siempre es un bien, pero puede ser real o aparente. Por tanto, el mal nunca es elegido por sí mismo, sino que se concibe como un bien. Aquí, por tanto, entra en juego la ética, determinar qué es razonable buscar como fin y, sobre todo, qué medios son los correctos para alcanzarlo en el concreto proyecto personal de cada persona. No obstante, contamos con una serie de modalidades que deben observarse como objeto de deber moral, pues son el criterio para la realización del bien: las virtudes.

La virtud es un hábito operativo cuyo fortalecimiento conduce a la inteligencia y a la voluntad a obrar siempre bien conforme a la ley moral resistiéndonos a inclinaciones sensibles. Este fortalecimiento se adquiere en la praxis, mediante la repetición de acciones buenas: el hombre justo es el que hace actos de justicia, por ejemplo. Mediante la virtud la persona está en disposición de querer los bienes más arduos – el bien común –, de realizar las acciones morales más perfectas perfeccionándose ella misma. Este perfeccionamiento de la virtud es una ‘creación’ humana: el hombre, mediante la libertad, tiene la capacidad de dirigir y de dominar sus propios actos, tiene la capacidad de proponerse fines concretos y de dirigirse a ellos con dominio de sí mismo. El hombre es siempre el ser que decide lo que es: “es ese ser capaz de inventar las cámaras de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en esas mismas cámaras con la cabeza erguida y el ‘Padrenuestro’ o el ‘Shemá Israel’ en los labios” (Viktor Frankl, “El hombre en busca de sentido”).

El ser humano está dotado de libre albedrío, y puede elegir entre el bien real, que es el bien propio o perfección de acuerdo a su estatuto ontológico – y en última instancia el bien común, pues el bien del hombre es un bien social –, y el bien aparente, que puede conducir al mal. Esto último acontece especialmente cuando las acciones vienen fundamentadas por una ética utilitarista (John Stuart Mill) o por el sentimiento subjetivo, caracterizado esta último por la convicción de que no existe una justificación racional y objetiva de la moral o en la que la incondicional dignidad de la persona resulta endeble y difusa. Sin embargo, estas éticas si hacen afirmaciones fundamentadas en una moral relativista – sin fundamento último que no sea objeto de justificación – arraigada en el simple sentimiento y en la mera preferencia personal. Así, oímos: “esto es lo normal, todos lo hacen”, “no perjudico a nadie” y “la libertad de uno acaba donde empieza la de otro”.

Ciertamente, hay que intuir que cuando la objetividad del orden moral no se funda en el bien ontológico por el cual la persona alcanza su perfección, es decir, cuando el deber ético no tiene como objeto el primado del hombre en cuanto que es una dignidad incondicional y un fin en sí mismo, entonces lo que racionalmente podemos entender como bien o como mal depende de una regla que elabora la voluntad individual basada en el libre albedrío (Kant, “La religión dentro de los límites de la mera razón”). Ciertamente, esta posición puede conducirnos al virtuosismo, pero también a la actividad terrorista, a idear campos de exterminio o a violar la primera persona con la que nos cruzamos en la calle, ya que todo depende de la inclinación de nuestra voluntad – que se identifica con la razón – al margen del bien real. Cuando se nos diceobra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal” (Kant, “Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres”) no tenemos más que una ética fundada sobre arena, pues si bien enaltece la universal dignidad humana también establece que el hombre es un ser radicalmente libre y, consecuentemente puede elegir máximas buenas y malas, por muy responsable que sea sobre sus acciones y su supuesta obligación moral.

El libre albedrío es el causante de la presencia del mal. El hombre está constituido por una predisposición al bien. Sin embargo el hombre obra bien si libremente elige actuar de manera virtuosa; es decir, se vuelve moralmente bueno o malo en virtud de las decisiones que toma. Pero como tenemos la predisposición natural al bien, la presencia del mal en nuestras acciones sólo puede ser una inversión de este bien ontológico causada por la voluntad. Quien considere que el hombre es intrínsecamente malo y sólo puede obrar el mal da por supuesto no sólo que no es posible ninguna ética, sino que no hay razón para la moral, ya que sólo se puede actuar mal. Pero, donde no hay moral no hay libertad: “el ser humano está dotado de libre albedrío, y puede elegir entre el bien y el mal. Si sólo puede actuar bien o sólo puede actuar mal, no será más que una naranja mecánica, lo que quiere decir que en apariencia será un hermoso organismo con color y zumo, pero de hecho no será más que un juguete mecánico al que Dios o el Diablo (o el Todopoderoso Estado, ya que está sustituyéndolos a los dos) le darán cuerda. Es tan inhumano ser totalmente bueno como totalmente malvado. Lo importante es la elección moral. La maldad tiene que existir junto a la bondad para que pueda darse esa elección moral. La vida se sostiene gracias a la enconada oposición de entidades morales. De eso hablan los noticiarios televisivos. Desgraciadamente hay en nosotros tanto pecado original que el mal nos parece atractivo. Destruir es más fácil y mucho más espectacular que crear. Nos gusta morirnos de miedo ante visiones de destrucción cósmica. Sentarse en una habitación oscura y componer la “Missa Solemnis” o la “Anatomía de la melancolía” no da pie a titulares ni a flashes informativos. Desgraciadamente mi pequeño libelo atrajo a muchos porque despedía los miasmas del pecado original como un cartón de huevos podridos […] Pero el libro – “La naranja mecánica” – también guarda una lección moral, la tradicional repetición de la importancia de la elección moral” (Anthony Burguess, “La naranja mecánica”). Ciertamente, una persona puede hacer el mal por el mal, pero siempre entiende esa mal como un bien aparente.

Como conclusión, si el hombre puede obrar el bien o el mal existe una moral objetiva y universal. Para superar el utilitarismo y el emotivismo que tantos estragos causan no puede limitarse la ética a preferencias personales, sino que debe reconocerse que las acciones humanas hacen referencia a una regla universal cuyo principio es un absoluto radical, del que emana la dignidad incondicional del hombre, que es el fundamento del derecho. Si no es así, la moral puede justificarse, consensuarse y reducirse a criterio de la voluntad particular de cada uno o de la ley de una mayoría. Es necesaria una ética de la virtud que, como ya hemos dicho, es el hábito cuyo fortalecimiento permite conocer el bien al que nos inclinamos por naturaleza como nuestra perfección y alcanzarlo: son buenas las acciones que orientan al hombre hacia su fin o bien supremo en el reconocimiento de su incondicional dignidad como medida de la virtud.

Nota: respecto a la cita de Burguess, recomiendo la lectura del último capítulo de la ‘Naranja mecánica’, elaborado por el autor para desmarcarse de la versión cinematográfica que ofreció S. Kubrick.

comentarios
  1. «La Naranja mecánica» ya sea la película o el libro, no se como explicarle, pero no me gustan mucho.

  2. Saludos Malourdese. Me parece razonable. Mucgas gracias por comentar.

  3. […] de la persona, auspiciada por un desmesurado yocentrismo de la turba, permite que acontezcan situaciones que no deberían pasar nunca si la responsabilidad moral fuese capaz de doblegar nuestra pereza ética. Ante esta inacción […]

  4. […] al interés propio por sobre el ajeno y que se entiende mejor a la luz del concepto ético del bien aparente. El egoísmo te lleva a cometer actos que creyendo que sirven al propósito de alcanzar la […]

Deja un comentario