Tomas Moro es condenado por alta traición al rey de Inglaterra, Enrique VIII, y decapitado el 6 de julio de 1535. Sorprendente epílogo a la existencia de un hombre de una admirable humanidad que se entregó de lleno a la vida política, al servicio del país y del rey. Sin embargo, resultan proféticas las palabras expuestas en su obra cumbre: “no podrías acaso disponer tu voluntad para que tu ingenio y esfuerzo resulten beneficiosos al Estado, aunque ello te cause pena e inconvenientes” (Tomás Moro, “Utopía”).
Enrique VIII pretende la nulidad de su matrimonio con Catalina de Aragón para casarse con Ana Bolena, circunstancia que le conducirá, de modo inevitable, a romper la unidad con la Iglesia Católica y a constituir, en consecuencia, la Iglesia anglicana, de la que será su cabeza. Aquí empiezan los problemas de Tomás Moro y su dilema moral, cuestión sobre la que gira el argumento del filme “Un hombre para la eternidad”: la elección entre el compromiso con el rey o el respectivo con Dios. No obstante, ante la postura inflexible del monarca, Moro rehúsa rendir obediencia a Enrique como cabeza de la Iglesia de Inglaterra, pues sitúa por delante la obediencia a su conciencia, que va unida, ineludiblemente, a su fidelidad a Dios y, por ello, a la Iglesia y al Romano Pontífice. Al mismo tiempo enfatiza el amor por la justicia, la libertad individual y el bien común frente al interés particular del soberano y de quienes se pliegan mansamente a este: los Comunes y parte de la Iglesia a excepción del obispo Fisher: “Exhorto a mis hijos… a colocar la virtud en el primer lugar de todos los bienes, y al saber, en el segundo; y a estimar más que otra cosa en sus estudios todo lo que les enseñe piedad hacia Dios, caridad con todos, y modestia y humildad cristianas en ellos mismos” (Álvaro de Silva, “Un hombre para todas las horas. La correspondencia de Tomás Moro, 1499-1534”).
Fred Zinnemann plasma a la perfección los sucesos que desata esta coyuntura. Moro, que intuye, con abrumadora lucidez, que el monarca empleará su ascendencia y opinión en beneficio de su propio interés, dimite de su cargo de Canciller, pues no quiere hallarse como sujeto activo en la ruptura con Roma. Esta decisión tiene un costo, la soledad. Tomás Moro se encuentra, obediente a su conciencia (Peter Berglar, “La hora de Tomás Moro: solo frente al poder”), solo frente a la presión de los grandes grupos de poder que le atosigan, durante el encarcelamiento en la Torre de Londres, para que preste juramento a la “Acta de Supremacía” (1534), aprobada por los Comunes en el Parlamento, que inviste a Enrique VIII como cabeza de la Iglesia de Inglaterra – una vez el soberano recibe la excomunión por el Papa Clemente VII – y, al mismo tiempo, anula el matrimonio con la hija de los Reyes Católicos.
El largometraje pone de manifiesto el carácter legalista y “democrático” de Moro que se compagina con la pétrea fidelidad a su confesión religiosa. Así, si bien rechaza, por conciencia, participar de la ruptura con la Iglesia Católica, silencia su pensamiento y no se manifiesta en contra del rey – “No puedo condenar a nadie”, afirma en una secuencia del metraje – para no arriesgar su vida, pero, también, por respeto al compromiso que le ata con Enrique VIII. Con todo, una vez es evidente la sentencia a muerte, no vacila en exponer en público nítidamente y con detalle sus convicciones cristianas y el fervoroso deseo de no sacrificar, por coherencia, su conciencia para situar al rey por encima de Dios, pues considera que es innegociable la libertad moral de la persona, pero que moriría, como expresa en la película: “siendo buen servidor de mi rey, pero primero de Dios”.
Quizá se juzgue la actitud de Moro propia de la del mártir, pero ésta dista de toda su intención, pues no escatima ocasiones, si bien siempre dentro del ámbito de la justa ley y de la recta moral, para salvar la vida mediante el arte de la política y la retórica, que bien domina por su vocación de jurista: “Me agarraré a la vida con mano firme”. Sin embargo, ante la imposibilidad, estima oportuno mantenerse firme en el obrar virtuoso y no sacrificar su conciencia para que no reste al servicio de los intereses particulares del rey (de la reforma anglicana), que no responden a los generales y a los propios del hombre y que originarían un reinado de terror (Álvaro de Silva, “Un hombre para todas las horas. La correspondencia de Tomás Moro, 1499-1534): “Escucha, hija mía. En un Estado donde la virtud fuera de provecho, todos seríamos buenos por sentido común, y santos por conveniencia. Y viviríamos como ángeles o como animalitos – en esa tierra feliz donde los héroes ya no fueran necesarios. Pero ya que en este mundo la avaricia, la ira, la envidia, la soberbia, la pereza, la lujuria y la estupidez son de más provecho que la humildad, la castidad, la fortaleza, la justicia y la razón, y tenemos que elegir, pues así es el ser humano…, quizá no sea vano del todo el hacernos fuertes alguna vez, aun a riesgo de heroísmo” (Tomás Moro a su hija Margarita en “Un hombre para la eternidad”).
Este obrar virtuoso se plasma en la escena del proceso, una de las más profundas en cuanto a contenido del metraje. En ella, Moro, mediante un discurso penetrante e igual de ingenioso, exhorta a una serena reflexión sobre el sentido de la existencia del ser humano y de la imperiosa necesidad de la recta moral, es decir, la necesidad del imperio de una conciencia que responda al imperativo de autenticidad ontológica de la persona, que no sucumbe ante el arbitrio – que encarna Richard Rich –, tornando relativista a la moral, subordinada a intereses que no son los fines propios de la naturaleza humana ni del bien que debe buscar como fin para su realización.
En la escena del proceso Tomás Moro manifiesta sin contrición que una ley que obliga a los cristianos a desobedecer a su Dios es injusta. Quizá eran otros tiempos, menos secularizados. A diferencia de lo que acontece en el filme de “Lincoln”, donde se aprecia, en el intento de la abolición de la esclavitud, que la ley puede declarar realidades distintas a la voluntad de Dios – recordemos que los defensores de la esclavitud emplean la Escritura para su beneficio y que los defensores de la abolición se amparan en la ley para alcanzarla –, la ley, en cuanto forma parte de la praxis humana y de las acciones libres – y sólo libres – del hombre, no puede restar independiente del ámbito moral – sólo las acciones libres, son morales; y sólo las acciones morales, son libres – : “el hombre no puede ser separado de Dios, ni la política de la moral” (Tomás Moro, “La agonía de Cristo”).
Tomás Moro no pudo ser dueño de su silencio, pero sí fue dueño, como nadie, de su conciencia. “Sólo frente al poder” […] Tomás Moro estuvo solo no en cuanto a sus convicciones religiosas, sino en cuanto a su obediencia a la conciencia. Y cualquiera de nosotros, en una situación similar, estaría tan solo como él. Solo, en primer lugar, porque la conciencia es algo exclusivamente personal, pero sobre todo porque son pocos los que obedecen a su conciencia. Obedecer a la conciencia también implica, si las circunstancias lo exigen, ser capaces de un acto heroico de lealtad frente a una mayoría avasalladora, que piensa o decide de manera distinta. A pesar de ello, en el fondo del corazón, todo el mundo quisiera ser uno de “esos pocos”. El ser realmente capaz de ello depende, en último término, de la Gracia. Una Gracia a la que Tomás Moro correspondió con fidelidad; por eso, con la fuerza de su conciencia, fue capaz de no negar su fe y, con la fuerza de su fe, fue capaz de obedecer a su conciencia hasta la muerte” (Peter Berglar, “La hora de Tomás Moro: solo frente al poder”).
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Gran película. Gracias por esta entrada, es admirable Tomás Moro y su fe, una fe que jamás vaciló.
Saludos Gerardo, gracias por comentar.
Una figura a recuperar, en especial para quienes se dedican a la política y obvian o ignoran su relación directa con la ética. Muy buena entrada.
Saludos Sergio, gracias por comentar y por el consejo. Un saludo.