¿Vivimos en un mundo real o simulado? La inseguridad del conocimiento es una cuestión típica de la filosofía o, al menos, de determinados intelectuales. Del estudio del profesor Beane de la Universidad de Bon no pienso hacer valoración alguna, menos cuando de él sólo sé cuanto dice el rotativo británico ‘The Telegraph’. No obstante, la idea que lo suscita si es hondamente atrayente para armar una leve reflexión. Así, de partida, ante la pregunta inicial es importante señalar, como hizo en su momento San Agustín frente a los epicúreos, que los sentidos, como tales, nunca mienten ni nos engañan, aunque podamos engañarnos a nosotros mismos al juzgar si las cosas existen objetivamente del mismo modo en que nos aparecen.
Ante la inseguridad sobre la que se asienta el pensamiento filosófico Descartes admira la certeza y la claridad de las matemáticas, que conducen hacia un ámbito superior de verdad, el de la evidencia, en el que no hay un ápice de duda ni error. De este modo, pretende armar una filosofía que no se fundamente sobre imprecisos datos sensibles ni en argumentos de autoridad, sino en el simple entendimiento. Así, a partir del método matemático quiere avanzar de cero en el conocimiento sin admitir como verdad nada que uno tenga sobre ella un indicio de duda. No obstante, como nos preguntábamos ayer, ¿podemos tener, realmente, certeza de la sola razón, en el sentido, al menos, que manifiesta y desea Descartes?
Antes, de responder, recordemos que Descartes pretende asentar el entendimiento humano sobre roca firme a partir de la duda metódica. Así avanza, paso a paso, de la manera más ordenada y sistemática, hasta establecer algo firme y constante, del mismo modo que las ciencias matemáticas. De este modo, en un principio, no sólo rechaza todo aquello que ofrecen los sentidos, pues estos, añade, nos engañan vilmente, sino que también rechaza, la certeza sobre la propia existencia. En consecuencia, Descartes rechaza como dato de evidencia los primeros principios y las causas últimas y más universales de la realidad. Así pues, ante esta situación de duda, ¿es posible alcanzar una sola certeza? Sí, así asegura mediante el célebre cogito, ergo sum que formula en el ‘Discurso’ y en las ‘Meditaciones’. La duda ofrece así un conocimiento, el que duda es alguien que no sólo piensa sino que existe. De la propia existencia, de la conciencia de la existencia, parte hacia el conocimiento de uno mismo, de Dios y de la realidad física. No obstante cabe preguntarse no sólo si la verdad matemática es o si de ella puede deducirse la verdad absoluta, sino si es posible que se establezca algún tipo de reduccionismo por el cual la certeza del mundo, que nos ocupa, reste atrapada en la claridad de un racionalismo que nada tiene que ver con la claridad de la racionalidad.
En este sentido, para salir de este punto muerto, es interesante la reflexión de San Agustín en el “Contra Academicos”. Al margen de la certeza de que en la duda uno se descubre como sujeto que duda, también tenemos la certeza del principio de no contradicción. Además, y esto es importante para el tema, aunque no se dé una adecuación entre la apariencia y la realidad tenemos certeza de nuestra impresión subjetiva: “No he de quejarme de los sentidos, porque es injusto pedir de éstos más de lo que pueden dar: sea lo que sea lo que ven mis ojos, lo ven realmente. Entonces, ¿es verdad lo que ven en el caso del remo metido en el agua? Enteramente verdad. Porque, dada la causa por la que aparece de esa manera (digamos, torcido), más bien debería acusar a mis sentidos de engañarme si me lo presentaran recto cuando se introduce en el agua. Porque no lo verían como, dadas las circunstancias, deberían verlo… Pero, se podría decir, me engaño si doy mi consentimiento. Entonces, no demos nuestro asentimiento más que al hecho de la apariencia, y no nos engañaremos. Porque no veo como el escéptico podrá refutar al hombre que dice: sé que ese objeto me parece blanco…” (Contra Academicos, 3, 11, 23).
No cabe preguntarse si este mundo es real o es más bien una simulación si damos por supuesta la existencia de aquella mente que duda. Es evidente que puedo poner en duda la realidad del mundo, pero no que aquel que duda existe, vive y entiende. Por tanto, es inútil mantener una postura escéptica ante el conocimiento de la realidad de la que tenemos certeza gracias a la experiencia interior, la autoconciencia; y más cuando el conocimiento del hombre depende en muchas ocasiones, quizá en su inmensa mayoría, de los sentidos. Ciertamente, los sentidos pueden llevarnos muchas veces a error, pero esto no supone ni debe implicar que les neguemos todo crédito. Por ejemplo, cuántas cosas aprendemos por medio del testimonio de otras personas, y aunque en ocasiones algunas nos engañan no supone que repudiemos autoridad a todo testimonio. Así pues, quien piensa que nunca debe dar crédito a los sentidos cae en un error peor del que podría caer por darles crédito, aunque sea el más primario de los conocimientos.
No es la primera vez que lo digo, la cultura contemporánea se encuentra afectada y bloqueada por la crisis de la verdad. Hablamos del progreso social mediante la democracia liberal y del progreso del conocimiento de la ciencia señalándolos como factores indispensables y metas para el desarrollo de la existencia del ser humano. Sin embargo, a pesar de las mejoras evidentes que aportan son más trascendentes los efectos inicuos que conllevan. El pensamiento contemporáneo tiende a caracterizarse por la falta de credibilidad de la verdad al mismo tiempo que, paradójicamente, se afirma la capacidad del conocimiento humano por desentrañar los misterios y secretos de la realidad. La verdad carece de valor absoluto y se concibe más bien como un concepto arbitrario subordinado a la razón del hombre. Así, la Verdad no existe, pero la verdad del hombre, en cambio, puede alcanzar el significado último del mundo, que antes de ser alcanzado ya presenta una subjetiva inclinación cosmogónica: el cosmos carece de fundamento, propósito y sentido, es decir, el mundo a través del método propuesto por los descreídos resta a disposición del hombre para transformarlo a su libre albedrío. En consecuencia, el hombre se despoja de su condición ontológica de criatura – ser participado – para revestirse de ser creador. Sin embargo, no es cierto que todo sea incierto. Como bien dice Heisenberg, en la naturaleza descubrimos un orden natural que no sólo existe, sino que impulsa…
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[…] es lo único que realmente necesita, pues es el fin de la razón. Lo contrario es vivir en ‘Matrix’, en un mundo simulado en el que uno no es más que un sujeto alienado por el Estado o por otra […]
Excelente entrada, para reflexionar.
Saludos Pau, me alegro que sea de tu interés. Muchas gracias por comentar.
[…] menos nos conozcamos a nosotros mismos y el mundo más fácilmente viviremos de la ilusión y del pensamiento ajeno en un mundo ficticio que una mente maliciosa se ocupará de presentárnoslo […]