La religión responde a las cuestiones fundamentales del ser humano que las ciencias positivas no pueden, como el origen del universo y el hambre de inmortalidad que decía Unamuno. Porque hay ser y no más bien nada, el hombre está vinculado a la búsqueda del sentido (Heidegger, Lógica. La pregunta por la verdad). En todo hombre la pregunta por el sentido es inevitable, especialmente en las situaciones límite de la vida, como la muerte. Jaspers remarca que la experiencia fundamental es la experiencia de la finitud. A diario experimentamos explícitamente con la finitud de las cosas con que tenemos que habérnoslas: una silla, una mascota, un familiar. Todo está limitado según su consistencia y duración.
La experiencia más real de la vida humana es la finitud. La muerte se nos presenta impuesta. Nadie la quiere en sí, pero hemos de aceptarla, pues en ello está nuestra finitud temporal. El hombre se realiza en el tiempo, es un ser que vive en la historia. Su contingencia le impulsa a acceder al ser absoluto para poder ser plenamente. Otra experiencia fundamental en el hombre es la posibilidad de obrar el mal. El hombre es dueño de su acción en cuanto actúa como quiere actuar y porque quiere hacerlo. El sentimiento de culpabilidad, que se encuentra en todos los seres humanos, surge como la conciencia de haber violado una ley superior, una ley que está por encima de las leyes humanas de la sociedad – recordemos el personaje de Raskolnikov en Crimen y castigo, de Dostoievski – y que acecha la conciencia hasta torturarla.
“Un importante apoyo para la experiencia religiosa es la experiencia de la no obviedad de la existencia. La significación de esta palabra se diversifica en muchos sentidos. Puede querer decir que la vida es extraña, problemática, intranquilizadora; no se puede comprender que las cosas deban ser como son, ni aun siquiera que deban ser en absoluto, en vez de no ser, etc. Y todo ello, a su vez, significa: la vida misma no se puede comprender por sí misma. Esta experiencia, inmediatamente, tiene significación religiosa: tanto, que se puede designar precisamente al hombre irreligioso como aquel para quien la vida es obvia” (Romano Guardini, Religión y revelación). La experiencia de la vida, la inevitable cuestión por el sentido y la conciencia de la finitud revelan al hombre que éste no puede pensarse en profundidad sin remitirse a una trascendencia, que una ulterior y profunda reflexión puede identificar con Dios, fundamento último de la existencia.
Todas estas vivencias, experimentadas a diario, conducen al ser humano a descubrir la dimensión religiosa; un descubrimiento que afecta a todo el ser de la persona. Ante lo trascendente y sagrado el hombre se siente desbordado, superado infinitamente por esa instancia real que interpela e invita al diálogo y por la que el hombre se siente atraído: “El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento, pues no existe sin porque, creado por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador” (Gaudium et spes, 19).