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¿La materia ostenta estatuto ontológico? En cuanto que posee ser, sí. No obstante, debe aclararse que posee ser en su máxima potencialidad y en su más mínima actualidad. En cuanto a su máxima potencialidad le conviene el calificativo de primer sujeto subyacente, es decir, el de principio. Sin embargo, por sí misma no existe en la naturaleza de las cosas, pues no es ser en acto, sino en potencia, por lo que es algo más bien concreado que creado (Tomás de Aquino, “Suma Teológica”, q. 7, a. 2, res. Obj. 3). Además, debe decirse que aun considerada en cuanto potencia, la materia prima no es infinita, sino en cierto modo, pues su potencia no comprende más que las formas naturales.

La materia no es una realidad existente al margen de la naturaleza divina, sino que es efecto de la omnipotencia creadora de Dios y participa por el ser de alguna perfección divina. De este modo, la relación entre Dios y la materia es la de Creador y criatura, pues si lo activo es causa de lo pasivo, Dios, en tanto potencia activa, es causa de la materia, que es potencia pasiva: “es razonable que el primer principio pasivo sea efecto del primer principio activo, pues todo lo imperfecto es causado por lo perfecto” (Tomás de Aquino, “Suma Teológica”, q. 44, a. 2, res. Obj. 2). Por tanto, la creación de cuanto existe no dependió ni depende de la materia, pues Dios, creando las cosas, no ha presupuesto ninguna materia. Dios es el único principio de la creación (Tomás de Aquino, “Suma Teológica”, q. 44, a. 4, res. Obj. 4) y creó la materia, pero no sin forma alguna, ya que la materia no puede darse sin la determinación de alguna forma que la determina en una especie concreta – la materia y la forma son elementos constitutivos de todo ente corpóreo –. (más…)

La vida practica del hombre, por experiencia, se traza en el ejercicio del bien. Lo bueno y valioso por sí mismo es la demanda de la naturaleza ontológica de la persona. Por tanto, el bien deviene un ‘deber’ en la medida en la que una voluntad racional percibe dicha demanda que, transformándola en acción, – cumplimiento de tal bien – le permite alcanzar la plenitud. El bien, en consecuencia, no es fruto de un deseo desordenado hacia los bienes materiales ni de una arbitraria y opinable elección, sino que pertenece a la realidad misma del ser.

Ya que el bien pertenece a la realidad misma del ser, el bien perfecto del hombre es la bienaventuranza, que responde al deseo natural de felicidad y expresa la vocación real de la persona a la posesión del bien: “¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti” (San Agustín, “Confesiones”). Sabemos que Dios es el bien sumo no por superstición, sino porque el ser en sí y el bien en sí son en realidad lo mismo y “sólo se diferencian con distinción de razón” (Tomás de Aquino, c.1 a.1). Si lo perfecto lo es en cuanto está en acto, algo es bueno en cuanto es ser. Así, pues, el bien mayor será el ser en sí, que es Dios. Y como el bien es lo que todos apetecen en cuanto es perfecto, Dios, que es el ser más perfecto, es lo máximo apetecible: “Nadie en esta vida puede ver colmados sus deseos, ni ninguna cosa creada sacia el deseo del hombre; pues sólo Dios sacia y lo excede infinitamente y, por ello, el hombre no descansa sino en Dios” (San Agustín, “Confesiones”). (más…)

¡Escucha a Dios!

Publicado: 17 octubre, 2013 en Metafísica, Pensamiento

Los problemas fundamentales de la cultura humana requieren para su examen una aproximación y una comprensión del hombre. No cabe ningún pensamiento del ser humano que no parta y no tenga como objeto fundamental la autognosis si pretende alcanzar la más próxima certeza objetiva y abarcadora del hombre. Sin un conocimiento propio de nosotros mismos no podemos alcanzar un subsiguiente conocimiento de la realidad extrínseca en la que actuamos y nos realizamos en vistas a un fin que se alcanza mediante una determinada forma ética. La evidencia de nuestro propio ser y la complejidad de nuestra naturaleza ontológica, que supera radicalmente a la de cualquier otro ser vivo, es la motivación intrínseca del ferviente deseo por conocernos a nosotros mismos y a la realidad total (Aristóteles, “Metafísica”).

A diferencia del resto de seres, el hombre es el único cuyo interés fundamental no depende ni se alcanza en la realidad física, sino que la trasciende. De aquí que se presente a modo de requerimiento intelectual y moral, en las más diversas cosmologías, el conocimiento de uno mismo. Si nos limitamos a estudiar y a comprender la naturaleza biológica del ser humano sin atender a su capacidad de autorreflexión no alcanzamos a penetrar en el interior del misterio del hombre (Ludwig Wittgenstein, “Tractatus Logico-Philosophicus”). Si el imperativo categórico conócete a ti mismo es el eje de toda reflexión sobre el hombre descubriremos que el correcto sentido y magnitud del conocimiento de la realidad es la búsqueda de uno mismo, la solución de quién soy y hacia dónde voy. (más…)

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Todos los hombres desean por naturaleza saber”. No existe ninguna inteligencia mortal, en su sano juicio, que ante la duda de por qué está en este mundo, aquí y ahora, no arda “en deseos de encontrar una sede firme y una última base consistente para edificar sobre ella una torre que se alce hasta el infinito” (Blaise Pascal, “Pensées”, 72) y no simplemente por el interés intelectual, sino por esa necesidad existencial que exhorta a saber vivir. La fe exige ser pensada en todo momento, en cada segundo de nuestra existencia, porque si la damos por supuesta pueden estar seguros de que no alcanzaremos a saber con auténtica certidumbre si estamos conociendo y amando la auténtica verdad absoluta, el verdadero Dios de Aristóteles y el verdadero Dios de la fe. Si la razón y la fe no cabalgan juntas, sino que proceden solitarias ambas se verán siempre decepcionadas “por la inconsistencia de las apariencias” (Blaise Pascal, “Pensées”, 72).

El hombre es y es un ente que participa del ser, sin embargo no es el ser en grado absoluto. Por tanto, hay una realidad ontológica que es superior a él y a la que se remite. En una primera instancia percibimos empíricamente que nuestra existencia y la del mundo no son un algo cerrado en sí mismo, sino que apuntan a algo más: el ser, que es la verdad misma del ente frente a las apariencias. De este modo, para salir de la duda y alcanzar conocimiento alguno es preciso reconocer, porque así es, que el ser es el fundamento de la realidad y la causa de la verdad del entendimiento, que aprehende algo, todo aquello que llega a ser y es por naturaleza. El ente es el primer objeto de entendimiento. El elemento principal del ente es el ser – tener ser –, a ello se añade el ser verdadero, pues la verdad añade al ente la relación con el entendimiento: el ente es y es conocido: “todo ser es llamado verdadero en tanto en cuanto es conformado o conformable por el intelecto” (Tomás de Aquino, “De veritate”, q, 21, a. 1). El deseo de saber es lo específico del hombre y en ello radica que la existencia racional cobre su pleno sentido. No es una quimera ni un error la búsqueda de una certidumbre que guie en el ámbito del vivir. Quizá lo sea, y sólo quizá, reducir la verdad a una certeza cuasi matemática que satisfaga la voluntad y la lógica humana o a una fe que satisface el corazón. Sin embargo, la persona no puede rehuir el conocimiento, pues en él radica la felicidad. Cuando se vislumbra una verdad hallamos un cierto pensamiento que satisface una necesidad intelectual que, al mismo tiempo, conmueve y llena de dicha el espíritu humano. Pero lo propio de la verdad no es sólo apartarnos de la duda, sino, más especialmente, acercarnos a la comprensión del sentido. (más…)

canadaLa lectura del artículo del que forma parte la fotografía que encabeza esta entrada en el que se menciona, a saber por qué lógica, que la mejora de la formación intelectual de la persona se ajusta al porcentaje de quienes abandonan la creencia religiosa me invita a reflexionar sobre otro asunto relevante, la reclusión de la fe. En la forma de proceder de no pocos cristianos existe un cierto abandono del entendimiento de la fe, la cual se vive y se confina en la interioridad del corazón y de la subjetividad del sentimiento humano. En esto, olvidan muchos que la fe no puede darse nunca por supuesta como una cuestión ya decidida, sino que, en cuanto acto que abarca todas las dimensiones de la existencia del hombre, tiene que ser pensada de nuevo y, de nuevo, manifestada (Joseph Ratzinger, “Evangelio, catequesis, catecismo”): intellego ut credam. Otro funesto error, de las mismas dimensiones si cabe, es la cesión a la cosmovisión ateísta de la exclusividad del interés por el conocimiento de la realidad objetiva, del mundo y del hombre, como si el conocimiento de Dios, requisito indispensable para amarlo – pues nadie ama lo que no conoce –, no se alcanzará también mediante la razón y el conocimiento del macrocosmos (universo) y del microcosmos (el ser humano).

La escisión en el creyente en su relación con Dios entre el mundo finito y el mundo infinito, entre lo sensible y lo invisible, conduce, con error, a una religiosidad que reposa en el sentimiento. Y una religión de sentimiento es una falsa religión – o una religión, si quieren llamarla así, hecha a la medida del hombre, por muy beato que aparente ser quien así la vive y exhibe –. Si aceptamos que la presencia de Dios está inscrita en la naturaleza ontológica del ser humano – pues el hombre descubre en su espíritu no sólo la idea de lo eterno y lo absoluto, sino como verdadera realidad que anhela y persigue por intrínseca necesidad de su ser – y si entendemos que el conocimiento, la gnosis, supone, ante todo, una elevación del alma humana en su perpetua búsqueda de la verdad en la que descansa el sentido del devenir existencial, en la ordenación – religare – a Dios entran en juego el ser y, en consecuencia, el entendimiento: el  hombre participa en el ser de Dios según un determinado modo de ser y, al mismo tiempo, el hombre puede conocer a Dios “porque su propio logos, su propia razón, es logos del Logos, pensamiento del Pensador, del espíritu creador que impregna el ser” (Joseph Ratzinger, “Introducción al cristianismo”). Descartes concluye que existe una causa primera, Dios, que nos confiere el ser continuamente, lo mismo parece apuntar Berkeley: “viendo que no dependen de mí pensamiento (las ideas) y que tienen una existencia distinta de ser percibidas por mí, tiene que haber alguna otra mente en la que existen. Por tanto, es tan seguro que el mundo realmente existe como que hay un espíritu infinito, omnipresente, que lo contiene y lo soporta” (George Berkeley, “Tres diálogos entre Hilas y Filonus”). (más…)

En la realidad hay en absoluto un ente y no más bien nada (Heidegger, “¿Qué es la metafísica?”). Si todo lo que es y es algo es ente, es indudable que el ente no sólo es el primer concepto que capta el entendimiento, sino que es verdadero, pues algo es cognoscible sólo en cuanto está en acto – en cuanto tiene ser –, y lo que está en acto es el ente. No obstante, como hemos dicho en las entradas anteriores, el ente tiene ser, pero no es el ser en grado absoluto. Así, el fundamento último de la verdad es el Ser en sí. El Ser es quien causa la verdad del intelecto, por lo que las cosas no dependen en absoluto de la ida que poseamos de ellas. Como la idea de las cosas no depende de nuestra voluntad, estas presentan un orden y una coherencia ontológica propia cuyo fundamento es el Ser.

La verdad, decimos, se predica de las cosas en orden al entendimiento. Como el acto de ser se da en grados de menor a mayor intensidad en las cosas, es decir, de las más imperfectas hasta Dios, el entendimiento humano – que es la de un ente que tiene ser, pero no el ser en grado absoluto – que podría no existir, no es su fundamento, pues las cosas pueden existir y existen al margen de la existencia del hombre, debemos decir que la idea de todas las cosas se encuentra en el entendimiento del Ser en sí, de Dios: “las cosas sensibles existen realmente; y si existen realmente, son percibidas necesariamente por una mente infinita; por tanto existe una mente infinita o Dios” (George Berkeley, “Tres diálogos entre Hilas y Filonus”). Si el Ser en sí no existiese, no tendríamos explicación de por qué hay ente y no más bien nada; tampoco habría explicación para hablar del orden y la coherencia interna de las cosas, que proceden de Dios y tienen en Él su principio y causa. Todo ente que no posee el ser en grado absoluto presenta dependencia en el ser, pues lo que puede no-ser, pero es o llega a ser no es por sí mismo, sino que tiene una causa, pues un ente que no posee el ser en sí – que no es necesario – es imposible sin una causa incausada que le otorga la participación en el ser.   (más…)

El ser, decíamos, es el elemento principal de todo ente, es la actualidad de todas las cosas (Tomás de Aquino, “Summa Theologica”, I, p. 4, a.3, ad 3), aquello por lo que las cosas son. No hay ninguna realidad que no sea, pues sin ser no habría nada: el perro, es; las nubes, son, las personas, somos. El ser abarca todo lo que las cosas son; no obstante, ningún ente es ser puro; ninguna realidad creada es ser solamente, sino que tiene ser. El ente es un modo determinado de ser. Por tanto, el ser es el principio de entidad de las cosas, pero como el ente no es el ser puro, el acto de ser se da en grados de menor a mayor intensidad, desde las realidades más imperfectas hasta Dios, que es propiamente el ser puro en cuanto que en Él no hay nada accidental; todo lo que es Dios lo es en grado absoluto: Dios es ipsum ese subsistens (el ser subsistente por sí mismo).

El ser, acto fundamental de la realidad, es la perfección más íntima de un ente y la raíz de sus restantes perfecciones. En este sentido, Dios, que posee el ser en toda su profundidad, no es un ente como los otros que tienen ser, sino que Él, causa primera del ente, es su ser, es decir, no hay distinción real entre Dios y el ser: el Ser es Dios y Dios es el ser – Dios lo es todo absolutamente, posee en sí todas las perfecciones –. No obstante, cualquier realidad que conocemos, antes que nada, es y es algo como ya dijimos: “lo primero que concibe el entendimiento, como lo más conocido y en lo que se resuelven todos sus demás conceptos es el ente” (Tomás de Aquino, “De veritate”, 1,1, c). Si el ente es el primer concepto del entendimiento humano, pues todo lo que conocemos supone conocerlo en cuanto ente, podemos decir, sin error, que todo ente es verdadero; que la verdad es. (más…)

Descartes llega a la idea de la existencia de Dios por distintas vías. Una de ellas es a través de la presencia de la idea misma de Dios en nosotros, que se justifica si realmente existe Dios, quien pone su idea en nosotros, ¿o no descubrimos la autoría de un escrito por la firma? (Gn 1, 27). Para Descartes la idea de una sustancia infinita es la más clara y distinta de todas. No obstante señala que si bien es concebible no es comprensible; es decir, jamás alcanzamos un conocimiento completo de Dios – pues quedaría limitado por nuestro entendimiento – en cuanto que la incomprensibilidad se halla contenida en la razón formal de lo infinito.

Otra de las vías por las que accede a Dios es mediante la imperfección del ser del hombre. Hemos visto que el hombre es un ser pensante – cogito, ergo sum – que tiene la idea de Dios – “un hombre jamás puede verse obligado a pensar en la existencia de una cosa de la que no tiene ninguna idea. Cualquiera que afirme que puede, juega con las palabras” (George Berkeley, “Comentarios filosóficos”) –, un ser infinitamente perfecto. Al respecto, es necesario indicar que concebir la idea de un ser perfecto implica entender la existencia de un ser dotado de una perfección infinita de la que carecemos los hombres; aunque si estuviese en nuestra facultad poder ser infinitamente perfectos como Dios lo seríamos, pues el hombre, por su estatuto ontológico, tiende siempre al bien en cuanto lo concibe – las cosas son queridas porque son buenas –. Sin embargo, si no podemos darnos a nosotros mismos las perfecciones que percibimos en Dios, menos aún está en nuestro dominio el procurarnos la existencia: “a cualquiera que sea capaz de la más mínima reflexión le resulta claro que nada es más evidente que la existencia de Dios, es decir, de un espíritu que está inmediatamente presente a nuestras mentes produciendo en ellas toda esa variedad de ideas o sensaciones que continuamente nos afectan, del que dependemos total y absolutamente; en una palabra, en quien vivimos, nos movemos y existimos” (George Berkeley, “Principios del conocimiento humano”). Esta idea también se halla presente en Wittgenstein: “no puedo dirigir los acontecimientos del mundo según mi voluntad: soy enteramente impotente” consecuentemente “al significado de la vida, esto es, al significado del mundo, lo podemos llamar Dios” (Ludwig Wittgenstein, “Notebooks”). Descartes concluye que existe una causa primera, Dios, que nos confiere el ser continuamente, lo mismo parece apuntar Berkeley: “viendo que no dependen de mí pensamiento (las ideas) y que tienen una existencia distinta de ser percibidas por mí, tiene que haber alguna otra mente en la que existen. Por tanto, es tan seguro que el mundo realmente existe como que hay un espíritu infinito, omnipresente, que lo contiene y lo soporta” (George Berkeley, “Tres diálogos entre Hilas y Filonus”). (más…)