¿Cómo debe el hombre pensar en Dios? Hago pública esta pregunta interior tras la noticia más remarcable y trascendental de los últimos siglos de la historia de la Iglesia Católica: el Papa dejará el ministerio petrino tras casi ocho años como Pontífice. No voy a perder el tiempo en analizar el motivo conocido de la renuncia del Papa porque es bien claro y evidente; tampoco especularé, porque no me interesa para nada, sobre la posible existencia de otro motivo más trascendente y que, por ello, permanece oculto, porque no tengo la menor idea al respecto y, en consecuencia, no aportaría nada. Tampoco es mi intención examinar ni juzgar a la persona de Benedicto XVI, que honradamente, al examinar su conciencia, afirma que no goza de fuerzas “para gobernar la barca de San Pedro”. Pero menos aún cuando sigo el siguiente imperativo: nadie debe juzgar a nadie, a no ser que con absoluta sinceridad pudiera asegurar que, en la misma situación, actuaría de manera diferente. Sin embargo, sí quiero reflexionar, a partir de la pregunta anunciada, sobre quién es el Papa y cuál es su función en el seno de la catolicidad.
Huelga decir que el Romano Pontífice es la más alta autoridad de la Iglesia Católica. Cierto, también es jefe de Estado del Vaticano, pero este cargo es accidental a su autoridad, que no es política. No estamos ante una figura que representa el poder temporal, sino ante el vicario de Cristo en la tierra, sucesor de San Pedro, a quien el mismo Cristo ungió como el primero entre los apóstoles (Mt 16, 13-19). Remarco esto porque la opinión concreta del periodista Bill Keller, que experimenta debilidad por los “poderosos” que saben cuando deben retirarse, es ampliamente compartida. También son muchos, o todos, los católicos que, tras saber que Benedicto XVI renuncia al ministerio que el Señor le confió, muestran su “más profunda gratitud por el impagable servicio prestado a la Santa Iglesia en estos intensos años de pontificado”. Sin embargo, y sin que en ello, espero, se halle motivo alguno de crítica hacia la figura del Pontífice, recordaré ahora algo que escribí en la crónica del viaje de la Parròquia de Santa Teresa de l’Infant Jesús a Roma para asistir a la audiencia con el Papa (29 de octubre de 2003): “Sabéis, si el Papa (Juan Pablo II), hubiera renunciado a su pontificado, si hubiera ido a descansar para morir mejor, todo aquello que me habría dicho en Roma, Toronto, Polonia, Madrid… habría caído en un pozo y me sentiría traicionado, pero no es así. Lejos de esas voces que le critican, de esas voces que dicen como Andrés Trapiello, cronista del ‘Magazine’ de ‘La Vanguardia’: “un Papa, herido por la enfermedad y la vejez, se aferra con dramáticos estertores al trono de San Pedro, en un patético y público espectáculo en el que acaso hallen algunos, más que una inmolación o santidad, senilidad y desmesura”; el Papa, con su sacrificio, me mostraba más sublime que la mano de Leonardo da Vinci, el rostro perfecto de Cristo; sí, en el aula Paulo VI vi el rostro de Cristo. Vi en el Papa la expresión máxima que se puede sacar del amor. Los hombres no amamos hasta que damos de verdad y el Papa está dando amor con su vida misma”. (más…)