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En el ‘Tratado sobre la naturaleza humana’ Hume expone su concepción de la identidad personal, donde negará la posibilidad de un yo simple e idéntico. Para ello arranca, primero, con la opinión que tienen al respecto algunos filósofos, en concreto aquellos que sostienen que somos íntimamente conscientes de nuestro yo – es decir, la mente puede ser ella misma conocida en el momento en que son interiorizados sus propios actos – como sujeto que permanece perennemente el mismo a través de nuestra existencia. Además, añade Hume, estos filósofos también “se hallan persuadidos aún más que por la evidencia de una demostración, de su identidad y simplicidad perfecta[1] – recordemos que en Descartes el mismo acto de pensar evidencia, al mismo tiempo, nuestro propio pensamiento e identidad –. Hume sostiene, sin embargo, que “todas estas afirmaciones positivas son contrarias a la experiencia que se presupone en favor de ellas y no tenemos una idea del yo de la manera que se ha explicado aquí[2].

En Hume toda idea es evidente si es una copia de una impresión, en consecuencia debe encontrarse una impresión correspondiente a tal idea. Pero el yo no deriva de ninguna impresión que dé origen a tal idea, sino quemás bien parece aquello a lo que todas las impresiones están referidas. Si no hallamos impresión alguna de la que podamos derivar la idea de identidad personal, entonces tal idea carece de significación – no es una verdadera idea –, porque “si una impresión da lugar a la idea del yo, la impresión debe continuar siendo invariablemente la misma a través de todo el curso de nuestras vidas, ya que se supone que existe de esta manera. Pero no existe ninguna impresión constante e invariable. El dolor y el placer, la pena y la alegría, las pasiones y sensaciones se suceden las unas a las otras y no pueden existir jamás a un mismo tiempo. No podemos, pues, derivar la idea del yo de una de estás impresiones y, por consecuencia, no existe tal idea[3]. Además, esta idea que apuntan algunos filósofos no sólo carece de fundamento empírico, sino también de asiento racional. En efecto, “cuando penetro más íntimamente en lo que llamo mi propia persona, tropiezo siempre con alguna percepción particular de calor o frío, luz o sombra, amor u odio, pena o placer. No puedo jamás sorprenderme a mí mismo en algún momento sin percepción alguna, y jamás puedo observar más que percepciones[4].    (más…)