La lectura del artículo del que forma parte la fotografía que encabeza esta entrada en el que se menciona, a saber por qué lógica, que la mejora de la formación intelectual de la persona se ajusta al porcentaje de quienes abandonan la creencia religiosa me invita a reflexionar sobre otro asunto relevante, la reclusión de la fe. En la forma de proceder de no pocos cristianos existe un cierto abandono del entendimiento de la fe, la cual se vive y se confina en la interioridad del corazón y de la subjetividad del sentimiento humano. En esto, olvidan muchos que la fe no puede darse nunca por supuesta como una cuestión ya decidida, sino que, en cuanto acto que abarca todas las dimensiones de la existencia del hombre, tiene que ser pensada de nuevo y, de nuevo, manifestada (Joseph Ratzinger, “Evangelio, catequesis, catecismo”): intellego ut credam. Otro funesto error, de las mismas dimensiones si cabe, es la cesión a la cosmovisión ateísta de la exclusividad del interés por el conocimiento de la realidad objetiva, del mundo y del hombre, como si el conocimiento de Dios, requisito indispensable para amarlo – pues nadie ama lo que no conoce –, no se alcanzará también mediante la razón y el conocimiento del macrocosmos (universo) y del microcosmos (el ser humano).
La escisión en el creyente en su relación con Dios entre el mundo finito y el mundo infinito, entre lo sensible y lo invisible, conduce, con error, a una religiosidad que reposa en el sentimiento. Y una religión de sentimiento es una falsa religión – o una religión, si quieren llamarla así, hecha a la medida del hombre, por muy beato que aparente ser quien así la vive y exhibe –. Si aceptamos que la presencia de Dios está inscrita en la naturaleza ontológica del ser humano – pues el hombre descubre en su espíritu no sólo la idea de lo eterno y lo absoluto, sino como verdadera realidad que anhela y persigue por intrínseca necesidad de su ser – y si entendemos que el conocimiento, la gnosis, supone, ante todo, una elevación del alma humana en su perpetua búsqueda de la verdad en la que descansa el sentido del devenir existencial, en la ordenación – religare – a Dios entran en juego el ser y, en consecuencia, el entendimiento: el hombre participa en el ser de Dios según un determinado modo de ser y, al mismo tiempo, el hombre puede conocer a Dios “porque su propio logos, su propia razón, es logos del Logos, pensamiento del Pensador, del espíritu creador que impregna el ser” (Joseph Ratzinger, “Introducción al cristianismo”). Descartes concluye que existe una causa primera, Dios, que nos confiere el ser continuamente, lo mismo parece apuntar Berkeley: “viendo que no dependen de mí pensamiento (las ideas) y que tienen una existencia distinta de ser percibidas por mí, tiene que haber alguna otra mente en la que existen. Por tanto, es tan seguro que el mundo realmente existe como que hay un espíritu infinito, omnipresente, que lo contiene y lo soporta” (George Berkeley, “Tres diálogos entre Hilas y Filonus”). (más…)