En la primera entrada hemos dicho que el fundamento de la moral es la incondicional dignidad de la persona sustentada en la sola razón. Ahora, cabe preguntarse si es posible una ética humanista sin el apoyo de los dogmas anunciados por la revelación cristiana. Si el fundamento y fin universal de la ética es la dignidad de la persona y el bien común es el reconocimiento de ésa en la praxis, ¿hay que anunciar el divorcio entre la moral y la teología o hay que inculcar los principios morales que sostiene el cristianismo? La respuesta, si no fácil, parece obvia: respecto a la moral todos tienen su propia opinión y se esgrimen distintos principios por lo que no existe consenso alguno; de este modo la moral práctica para ser universal no debe tener a la fe como modelo primero – esto no implica que deba estar separada de la fe –. La moral exige una vida ética abierta a todos, por tanto, debe liberarse del dominio de un determinado credo, sea teísta o ateísta.
¿La razón por sí misma puede apelar al reconocimiento e inviolabilidad de una moral natural que emerge en la conciencia del hombre para comprender y reconocer como un ‘deber sagrado’ la dignidad incondicional de la persona? ¿Es posible, tal vez, dirigiéndome a las personas creyentes, que no haya mayor muestra de amor a Dios que el reconocimiento, por su dignidad, del primado del hombre, que es lo que exhorta – o debería exhortar – la ética laica y universal de las sociedades democráticas? Si buscamos reconocer valores éticos universales el sentido común nos empuja a desprendernos de los dogmas propios de las distintas cosmovisiones, que ya no serán fundamentos, sino elementos complementarios para alcanzar la vida feliz y el bien común en la realización de una vida ética abierta a todos – de la que todos seremos responsables directos –.
Una democracia laica será moral sí y sólo si afirma el primado del hombre basándose en la incondicional dignidad de la persona humana, antes lógico y ontológico de cualquier derecho. En este sentido, cada hombre tiene la obligación, también incondicional, de respetar su propia humanidad y la de todos los demás y nunca actuar contra ella. Por tanto, no se puede entender la sacralidad que se encierra en el hombre desde una óptica utilitarista, que comprende al ser humano como un medio o instrumento. La democracia debe consagrarse al reconocimiento y potenciación del ciudadano y el ciudadano debe consagrarse al reconocimiento y potenciación de la vida y de los proyectos personales del otro. En consecuencia, una moral que tiene como fundamento la dignidad incondicional del ser humano sólo es posible desde una moral edificada mediante de la virtud de la caridad, por la cual amamos a los otros como a nosotros mismos.
En la formación de la persona, que hablábamos en la primera entrada, resulta una exigencia que se presente la virtud de la caridad como principio moral superior. Esto no supone que se marque de inmoral el pensar en uno mismo, sino que se enfatice el hecho de que al pensar en uno mismo se piense consecuentemente en los demás, pues el bien particular de todos sólo se garantiza con la consecución del bien común. La virtud de la caridad no es artificial ni imposible desde el momento mismo en que se constata que el bien moral no está erradicado de una conciencia contemporánea que sigue, como las pasadas, mostrando su indignación moral hacia todo aquello que atenta contra la dignidad incondicional del ser humano. Así, ante el individualismo hemos de fomentar el espíritu caritativo que se encuentra de manera intrínseca y en potencia en el hombre.