La ética demanda la recuperación de las conciencias ante la decrepitud de los comportamientos alimentada por el reconocimiento de la incondicional dignidad del ser humano. Para ello es necesaria la responsabilidad de personas vueltas hacia el prójimo y el bien común. Una responsabilidad que huya del fariseísmo y la represión propia del fundamentalismo que, de corte ideológico o religioso, ahoga al hombre a una moralidad imposible por la desmesurada elevación que solicita. Esta responsabilidad debe conducirnos hacia una rectitud y una solidaridad ética realizable.
No hay que inventar nuevos valores morales, sino evitar que su fundamento sea un concreto modelo, ya sea religioso o no, sino que en una sociedad laica, que no atea, teísta o agnóstica, el único modelo es el hombre mismo. Desde esta consideración, ningún creyente eludirá o verá menoscabada su ‘obligación’ superior hacia Dios si tiene en el hombre y su dignidad el fundamento y fin de su acción moral. Por tanto, no se trata de eliminar la trascendencia del hombre, que de ser real quedará intacta, sino que más bien supone vaciar a la moral de toda forma religiosa o, dicho de otro modo, de todo forma concreta de ver el mundo.
La secularización no desvaloriza la moral, pues la virtud del hombre es la misma y nunca cambia a lo largo de la historia de la humanidad, sino que trabaja para eliminar ese moralismo desatento hacia la dignidad real de la persona, que sólo se basa en panegíricos de supuestos principios morales irrealizables. Las sociedades democráticas deben, más bien, enfatizar la autonomía de la moral respecto de cualquier confesión y conducirla hacia el terreno del sentido común, que no solicita ningún imposible moral, teniéndose siempre presente como fundamento universal y principio lógico la dignidad de la persona.
Desde la confesión de los distintos modos de ver el mundo parece que de las grandes declaraciones de propósitos no se siguen más efectos que la contradicción. En cambio, si realmente se enfatiza la responsabilidad hacia el fundamento moral que es la dignidad de la persona desde una razón instruida – evitándose también el sentimentalismo – es más probable que se refuerce el valor humanista que se demanda en las sociedades democráticas para superar y erradicar el individualismo y el tecnicismo, que genera un medioambiente de máquinas, deshumanizadores. Por tanto, del primer principio ético que es el reconocimiento y respeto por la incondicional dignidad de la persona se deriva la necesaria difusión del saber y la consecuente formación de las personas en la responsabilidad hacia los demás y el bien común: no buscamos tanto hombres perfectos, sino más bien limitar la extensión del mal en la praxis.
Entendiéndose, desde la razón, que el fundamento de la moral no puede ser otra que la incondicional dignidad de la persona estaremos más próximos a afirmar la primacía del hombre frente a todo moralismo e inmoralismo, suscitándose éticas más solícitas con el hombre, la sociedad y el mundo mismo. En consecuencia los derechos fundamentales del ser humano deben ser los mandamientos de las sociedades democráticas, pues sólo ellos conducen a la felicidad real de la persona, al bien común y a la edificación de una moral universal.
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