La virtud se encuentra en extinción en el vocabulario que se usa en la vida pública; quizá porque son muy pocos y no se hacen ver quienes la testimonian en la praxis. Mayor fortuna corre otro término, el de los valores, de uso mayoritario, tal vez porque su significado es confuso, y más allá de una condición que se vislumbra positiva para el progreso cualitativo de la sociedad, pocos saben exactamente qué son, qué significan y cuál es su extensión. A lo mejor exagero, pero acérquense a una universidad y quizá descubran que no son tantos los estudiantes que saben cuáles son las virtudes cardinales; respecto a las teologales ni lo intenten.
Porque no soy una persona virtuosa quizá añoro este hábito que conduce a la perfección de la persona en conformidad con la ley moral. Es posible que esta ausencia de la vida practica se deba al politeismo de valores o, mejor dicho, al relativismo que afecta al hombre contemporáneo, abrace una u otra cosmovisión. Tampoco corren mejor fortuna las cuestiones fundamentales del hombre. ¿Quién soy y cómo he de vivir son demandas existenciales por las que ofrecemos esfuerzo en responderlas? La respuesta es evidente, si la virtud es extraña es porque muchos ya no nos preguntamos por aquellas condiciones necesarias que permiten que uno alcance una vida lograda, que no es aquella que se mide por los bienes económicos que se atesoran, por el grado de poder que se posee ni por el éxito que se nos reconoce, sino más bien por el crecimiento interior.
La virtud no se encuentra con frecuencia en las actividades que las personas desarrollan en el ágora, quizá porque con nuestros distintos modos éticos absolutizamos las ‘normas’ que interpretamos que conducen al bien que buscamos despreocupándonos de atender las necesidades reales del hombre. Somos seres dogmáticos que vivimos clausurados en nuestros respectivos guetos con el afán de encerrar en su mazmorra a aquellos que viven de otro modo distinto al que nos agradaría para ellos. Pero la virtud no es el seguimiento de una serie de normas, sino más bien esa segunda naturaleza que nos dispone a obrar el bien en el reconocimiento de la incondicional dignidad de la persona humana, que es un fin en sí misma y finalidad del bien buscado; y toda la obra que gira alrededor de este propósito es virtuosa si y sólo si jamás se olvida y obvia este principio. Así, es virtuoso el que con sus obras busca el bien personal y ajeno en la praxis entendiendo que no hay nada más absoluto y digno que la persona humana.
Ninguna persona puede ser virtuosa si en su continuo quehacer no es consciente de que sus obras sólo son buenas en la medida en que están pensadas y realizadas para alcanzar el bien común, el único bien en el que el ser humano alcanza la perfección personal propia de su naturaleza ontológica mediante la autorrealización de sus proyectos personales. El único sentido de la moralidad reside en el bien que merece la persona, pues en sí no puede considerarse que una acción es buena o que supone un imperativo cuando en su propósito y en su fin no está la dignidad y el bien de la persona.
Pero reconocer que la persona, por su dignidad, es el fin último de todas las acciones no es un deber moral, sino una consecuencia que se desprende de la búsqueda de la misma vida buena, que es inviable sin los otros. Del mismo modo que nadie es amigo por deber, sino porque encuentra en la otra persona el bien más digno y preciable, la persona es virtuosa no cuando opera por correción moral, sino cuando crece en la realización de obras que se dirigen siempre al bien común en el que la persona alcanza la plenitud. De este modo, la virtud no es la realización practica de principios morales o de pautas contempladas previamente, sino el hábito que conlleva una serie de bienes que otorgan unidad y sentido al yo existencial de la persona; una unidad y un sentido que se caracterizan por la eudaimonía o felicidad, que es el bien propio del hombre, un bien que siempre se pretende comunicar a los otros, pues como bien nos dice el Estagirita, las virtudes sólo encuentran su espacio en la polis, pues el hombre, en definitiva, sólo puede entenderse como zoon politikon.
¡Excelente! Gracias.
Saludos Malourdese, muchas gracias por comentar, un saludo.