Son necesarios unos principios morales comunes que marquen el carácter normativo de las sociedades democráticas y plurales. Sin embargo, no resulta fácil la configuración de una política que pueda satisfacer esta demanda cuando existen dos bloques ideológicamente opuestos. Por un lado, el cientificismo y su comprensión naturalista del mundo; por otro, las distintas ortodoxias religiosas, de modo especial el cristianismo en Occidente. Dos posturas que colisionan de modo abrupto en cuestiones de gran trascendencia que ponen en riesgo la cohesión social: pensemos en el aborto, la investigación con embriones, la eutanasia o la adopción entre personas del mismo sexo.
¿Es posible un Estado laico cuyo Estado de derecho armonice racionalmente posturas tan diversas y, en apariencia, encontradas? Si abogamos por una neutralidad que no excluya las distintas comprensiones del mundo en vistas a refrendar la cohesión social y la igualdad de derechos, quienes dirigen su existencia al abrigo de estas distintas cosmovisiones deben esforzarse por encontrar, en cuanto que son ciudadanos, un modo de vida ético común que permita la convivencia en el marco de un orden democrático. Además, este modo de vida ético no sólo puede ser tolerado, sino que debe acogerse con convencimiento. Además, este orden o modo de vida ético no puede ser otro que aquel que parte de una comprensión moral concreta que dice que la persona es un fin en sí misma, que, por tanto, es una dignidad incondicional que es, al mismo tiempo, el fin último de la sociedad democrática.
Para el fin que nos marcamos, hallar principios morales que fundamenten nuestra democracia, cobra una desmesurada importancia la capacidad de diálogo entre las distintas cosmovisiones para evitar los continuos conflictos perpetrados por el fundamentalismo, que no sólo conduce a cruentos desenlaces, sino también a agresivas e intolerantes discusiones, como si la verdad sólo estuviese en una parte. Para que la dignidad incondicional de la persona se traduzca en la praxis uno debe franquear los límites de su cosmovisión y situarse en el umbral de la ajena. El reconocimiento recíproco es indispensable para escucharse con la honestidad que conduce a que unos aprendamos de los otros en vista a enriquecer el debate ético-político y armar una comunidad democrática cohesionada.
Los cristianos exigimos la libertad religiosa que legitima toda democracia; sin embargo, ¿somos siempre conscientes de la discriminación que profesamos hacia otras cosmovisiones? Hay casos, más de los que pensamos, en que el cristiano confunde el Estado democrático con una teocracia. La demanda de nuestros principios, que entendemos a la luz de la fe, no puede pisotear principios contrarios. La incompatibilidad exige diálogo. Esta es, quizá, la mayor dificultad de la democracia a la hora de armar esos principios morales comunes que permitan a ciudadanos que profesan distintas cosmovisiones alcanzar un trato cívico en vistas al bien común. La pluralidad de nuestras sociedades democráticas exige que las distintas cosmovisiones se deshagan de su dogmatismo. Al mismo tiempo, al pluralismo se le debe exigir unos principios morales fundamentados en la dignidad incondicional de la persona para evitar toca caída en el relativismo ético.
Para huir del dogmatismo y del relativismo es necesario, y no es fácil, además de un respeto mutuo, el examen reflexivo de las convicciones de la propia cosmovisión con el fin de alcanzar un entendimiento entre las distintas posiciones para establecer un espacio público democrático que sea de todos y para todos. Si no logramos esta empresa, la sociedad democrática padecerá la polarización de las dos principales cosmovisiones ya mencionadas, en un frente laico y otro religioso. Si lo logramos, será porque hemos dialogado, reflexionado y aceptado la racionalidad y la moralidad de los enunciados que fundamentan las distintas cosmovisiones, que se traduce en la inclusión en el espacio democrático de la cosmovisión de cada ciudadano – todos somos responsables de asegurar el bien común –, en la distribución igualitaria de la libertad de expresar en público, en vistas al bien común, de los principios de tales cosmovisiones y, además, de la facultad de juzgar la idoneidad, en un determinado asunto, de la posición de cada cosmovisión: y todo esto en el reconocimiento de la incondicional dignidad de la persona humana, objeto y fin último de la democracia.
En la primera entrada señalamos que “es de capital importancia que se entienda que los principios que emanan de nuestra concreta cosmovisión no son, en democracia, principios dados”. En efecto, no podemos exigir que la verdad de cada cosmovisión se asiente de modo universal en el espacio público democrático y que sea aceptada por unanimidad sin previo consentimiento por parte de todos los ciudadanos responsables de procurar el bien común. El sentido moral y jurídico de los principios que terminen por convertirse en enunciados normativos para toda la ciudadanía demandan una naturaleza ontológica que sólo puede procurar la praxis democrática, que no es otra que el diálogo y el consenso; un diálogo y un consenso que parten y tienen como eje central la ya mencionada dignidad incondicional de la persona.
Teniendo claro que todo principio moral de la sociedad democrática y plural debe fundamentarse en la dignidad incondicional de la persona y que los principios de una determinada cosmovisión no pueden ser universales en dicha sociedad, aquellas acciones que denominemos buenas para todos los ciudadanos nacerán del diálogo y consenso interpersonal regulados de manera legítima por todos los ciudadanos o por aquellas instancias que los ciudadanos consideren. Sólo los principios morales que nazcan del consenso podrán, en rigor, denominarse universales para la sociedad y todos los ciudadanos se verán obligados a llevarlos a la práctica, examinándolos previamente no sólo desde el bien particular que puedan conferir, sino considerando los intereses de los demás, pues el interés del otro jamás puede sernos ajeno. Así, en casos de conflicto entre los principios personales y los de la sociedad examinaremos cuales de los dos garantizan de mejor manera la dignidad incondicional de la persona y el bien común, pues los principios morales de la sociedad democrática y plural no se inscriben en ninguna cosmovisión concreta.
Es evidente que en la búsqueda y cumplimiento de los principios morales que fundamentan la sociedad democrática y plural se demanda, también, como necesaria la honestidad y la responsabilidad de todos los ciudadanos, “pues sólo puede exigirse el cumplimiento de una norma cuando cada destinatario puede dar por sentado que todos los otros destinatarios cumplirán igualmente dicha norma” (Jürgen Habermas, “Entre naturalismo y religión”). Estos principios morales de la sociedad democrática deben ser aceptables racionalmente por los ciudadanos en pro del bien común, pues, en el afán de encontrar unos principios universales para todos, no podemos caer en la posibilidad de convertir la sociedad democrática en una sociedad simplemente reglamentada. El aceptar unos principios, quizá ajenos a la cosmovisión personal, debe entenderse racionalmente en pro del interés general, del ‘nosotros’, pues el ejercicio de la libertad individual sólo se garantiza en sociedad si existe un vínculo moral entre todos los ciudadanos a pesar de la multiplicidad de cosmovisiones existentes.
no entiendo estos son los principios morales cmo ciudadanos