Nuestra sociedad es democrática y pluralista, al menos en el deseo y la intención. Para que esta democracia y esta pluralidad se llenen de contenido y se manifiesten en el respeto a cada ciudadano se requiere de la responsabilidad moral de cada uno de nosotros para con el otro. Hasta aquí todos estamos (casi) de acuerdo; sin embargo, la experiencia nos muestra que existen entes de poder que pretenden dibujar el sistema moral que fundamente la acción social: la Iglesia y el Estado. El conflicto entre estos dos órdenes “nunca ha sido resuelto teóricamente y continúa hasta el presente” (Bertrand Russell, “El poder”). Por tanto, debemos plantearnos la construcción de un proyecto sociopolítico democrático que armonice, sin privilegiar ni enmudecer, todas las cosmovisiones presentes en la sociedad, que son manifestadas en lo cotidiano por hombres y mujeres concretos, con el fin de trazar aquel horizonte público donde estas se expresen de ordinario sin entrar en colisión en vistas al bien común.
El punto de partida no puede ser ni el dominio de una determinada cosmovisión ni la supuesta neutralidad que se confiere al espíritu de la secularización, pues, en su fundamento, no es más que la expresión de una muy determinada cosmovisión acompañada de cierta colaboración ideológica. Y no puede ser así por la existencia de una amplia diversidad de sistemas religiosos, morales y filosóficos con su respectiva visión del mundo, del hombre y del bien. Así, sin la posibilidad de apelar a una única instancia que fundamente la acción sociopolítica que rija nuestra democracia, debemos hallar aquellos elementos unitarios de carácter normativo que permitan el mejor funcionamiento de la sociedad en vistas a ese objeto ya citado que es el bien común.
Para alcanzar la cohesión social y, sobre todo, el respeto de uno para con el otro para edificar el ‘nosotros’, hay que buscar principios morales intersubjetivos sobre los que se acomode la democracia – la acción política – sin causar la exclusión de ninguna cosmovisión. Pero, por qué debemos buscar tales principios. Porque, si podemos exigirnos un determinado comportamiento, si podemos comprometernos – responsabilizarnos –, y si podemos juzgarnos – reprocharnos y corregirnos –, sólo es posible en el reconocimiento de normas morales comunes a las que se apele en todo momento y circunstancia; normas estas que no sólo indican cómo comportarnos, sino que, sobre todo, ofrecen razones para alcanzar el consenso en la resolución de acciones en las que cada cosmovisión presentaría una respuesta diferente. Estas normas morales, de necesario, deben reconocer, para ser aceptadas de común acuerdo y resultar plausibles, la incondicional dignidad de la persona, que es el fundamento último de toda sociedad democrática y el sujeto sobre el que se vierte el bien común.
Antes mencioné que el punto de partida no puede ser esa supuesta neutralidad que se imputa, desde una muy determinada cosmovisión, a la secularización del Estado. Sin embargo, los católicos – y del mismo modo cualquier otra religión – tampoco pueden esperar que los principios morales que rijan la sociedad democrática y plural emanen de una perspectiva trascendente de Dios (Habermas, “La inclusión del otro. Estudios de teoría política”). Sin que ello suponga un relativismo moral, los principios que buscamos y que deben fundamentar la democracia deben salir de la misma democracia y no pueden rebasar los límites de la misma. Este será el gran reto de la humanidad. Sin embargo, quizá no partimos de cero, sino que podemos recoger todos aquellos presupuestos morales que, a la luz de una experiencia compartida, reflejan la dignidad incondicional de la persona y que, al mismo tiempo, le permiten concluir quién es y que debe ser adoptando una muy determinada forma de vida (Ortega y Gasset, “El tema de nuestro tiempo”), que no es otra que aquella que llamamos buena.
De qué modo es posible una vida buena en el marco de una sociedad democrática y plural. Es indudable que hablamos de una vida buena en la que, al mismo tiempo, se logra el bien propio y el de los otros. Parece razonable y lógico que los principios morales de este tipo de vida deben llevar implícito el reconocimiento de esa incondicional dignidad de la persona que, a nivel práctico, se traduce en el respeto equitativo de los intereses de todos los ciudadanos y, por supuesto, la potenciación de todos los proyectos personales que permiten la consecución del bien personal y común. En este sentido, la persona no sólo es reconocida como un fin en sí misma (Kant), eliminándose con ello toda posible instrumentalización al servicio del Estado o de cualquier ideología, institución o persona, sino que es el fundamento y objeto único de la democracia. Un sujeto, que si bien es un miembro más de una sociedad democrática y plural, es un sujeto con una determinada cosmovisión, la que sea. Si respetamos esta pluralidad y esta singularidad al mismo tiempo como miembros de una comunidad moral cuyo fin son dichos bienes, el personal y el común, nos orientaremos mejor para alcanzar una auténtica democracia.
Es de capital importancia que se entienda que los principios que emanan de nuestra concreta cosmovisión personal no son, en democracia, principios dados, sino que por hallarse en una comunidad en la que hay otras cosmovisiones y principios distintos, mis principios deben ponerse en discusión en vistas del bien general – en cuyo bien también se encuentra el mío –. Otro asunto es como conducimos nuestra vida personal; sin embargo, en aquellas acciones en las que entra en juego la vida de otro los juicios acerca de la mejor opción para alcanzar el bien mayor en la praxis, los principios morales de mi cosmovisión encuentran los límites de las cosmovisiones y principios morales ajenos y, sobre todo, la incondicional dignidad de la persona del otro. Por tanto, en una sociedad democrática puede y debe seguirse aquel principio moral si la acción y la consecuencia que resulta de ella puede ser aceptada por todos y cada uno de nuestros conciudadanos.
La religión por irracional no puede estar incluida en el quehacer político. Fuera religión del espacio publico.
Saludos Carlos, muchas gracias por la aportación, se agradece. Un saludo.
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