“Ya que han tenido a bien pedir a un hombre que no comparte las convicciones de ustedes que venga a responder la pregunta muy general que plantean en el curso de estas charlas – antes de decirles lo que me parece que los no creyentes esperan de los cristianos – querría ya conocer esta generosidad de espíritu con la afirmación de algunos principios.
Hay, ante todo, un fariseísmo laico al cual trataré de no ceder. Llamo fariseo laico a quien finge creer que el cristianismo es cosa fácil y aparenta exigir del cristiano, en nombre de un cristiano visto de afuera, más de lo que se exige a sí mismo. Creo, efectivamente, que el cristiano tiene muchas obligaciones, pero no le corresponde a quien las rechaza recordárselas al que ya las ha admitido. Si alguien puede exigir algo del cristiano, es otro cristiano. La conclusión es que si yo me permito, al final de esta exposición, reclamar de ustedes algunos deberes, no podrá tratarse más que de deberes que se deben exigir a todos los hombres en la actualidad, sea cristiano o no.
En segundo lugar, quiero declarar también que no sintiéndome en posesión de ninguna verdad absoluta ni de ningún mensaje, jamás partiré del principio que la verdad cristiana es ilusoria, sino solamente de hecho que yo no he podido ingresar en ella. Para ilustrar esta posición reconoceré de buen grado lo que sigue: hace tres años una controversia me enfrentó con uno de los de ustedes y no de los menores. La fiebre de esos años, el difícil recuerdo de dos o tres amigos asesinados, me habían dado esa pretensión. Sin embargo, puedo declarar que a pesar de algunos excesos de lenguaje de parte de François Mauriac, jamás dejé de meditar sobre lo que dijo. Al finalizar esa reflexión -y les doy así mi opinión sobre la utilidad del diálogo creyente no creyente- llegué a reconocer dentro de mí mismo, y sobre el punto preciso de nuestra controversia, François Mauriac tenía razón.
Dicho esto, me será más fácil enunciar mi tercer y último principio. Es simple y claro. No trataré de modificar nada de lo que pienso, ni nada de lo que ustedes piensan (al menos lo que creo que piensan) a fin de obtener una conciliación que nos resulte agradable a todos. Al contrario, lo que deseo decirle hoy es que el mundo necesita del diálogo, que lo opuesto del diálogo, es tanto la mentira como el silencio y que no hay diálogo posible más que entre personas que se mantienen en lo que son y dicen la verdad. Esto equivale a afirmar que el mundo de hoy necesita cristianos que se mantengan cristianos. El otro día, en la Sorbona, dirigiéndose a un conferenciante marxista, un sacerdote católico decía en público que él también era anticlerical. ¡Y bien!, no me gustan los sacerdotes anticlericales, tampoco las filosofías que tienen vergüenza de sí mismas. No trataré, pues, por mi parte, de hacerme el cristiano ante ustedes. Comparto con ustedes el mismo horror por el mal. Pero no comparto la esperanza de ustedes y sigo luchando contra este universo en que hay niños que sufren y mueren.
¿Y por qué no voy a decir aquí lo que escribí en otro lugar? Esperé mucho tiempo, durante esos años espantosos, qué en Roma se elevara una gran voz. ¿Yo, no creyente? Precisamente. Pues sabía que el espíritu se perdería si no lanzaba ante la fuerza el grito de condena. Parece que esa voz se elevó. Pero les juro que millones de hombres conmigo no la entendíamos y que había entonces en todos los corazones, creyentes o no, una soledad que no dejó de extenderse a medida que pasaba los días y se multiplicaban los verdugos.
Después me explicaron que la condenación se había llevado a cabo perfectamente, pero en el lenguaje de las encíclicas, que no es claro. ¡La condenación se había llevado a cabo y no había sido entendida! ¿Quién no se dará cuenta ahora dónde está la verdadera condena y quién no vera que este ejemplo aporta en sí mismo uno de los elementos de la respuesta, quizás la respuesta total, que ustedes me piden? Lo que el mundo espera de los cristianos es que hablen, con voz clara y alta y que lleven su condena de tal manera que jamás la duda, una sola duda, pueda albergarse en el corazón del más simple de los hombres. Espera que los cristianos salgan de la abstracción y se enfrenten con el rostro ensangrentado que ha tomado la historia de hoy. La unión que necesitamos es la unión de los hombres. Espera que los cristianos salgan de la abstracción y se enfrenten con el rostro ensangrentado que ha tomado la historia de hoy. La unión que necesitamos es la unión de los hombres decididos a hablar claro. Cuando un obispo español bendice las ejecuciones políticas no es más que un obispo, ni un cristiano, ni siquiera un hombre, es un perro, tal como el que desde lo alto de una ideología ordena esa ejecución sin hacer él mismo trabajo. Esperamos y espero que se unan los que no quieren ser perros y están decididos a pagar el precio que hay que pagar para que el hombre sea algo más que un perro.
¿Y ahora qué pueden hacer los cristianos por nosotros?
En primer lugar terminar con las vanas querellas de las cuales la primera es la del pesimismo. Creo, por ejemplo, que Gabriel Marcel se beneficiaría dejando en paz formas de pensamiento que lo apasionan y lo extravían. Marcel no puede llamarse demócrata y pedir al mismo tiempo la prohibición de la pieza de Sartre. Es una posición fastidiosa para todo el mundo. Es que Marcel quiere defender valores absolutos, como el pudor y la verdad divina del hombre, cuando se trata de defender los pocos valores provisionales que le permitirán a Marcel seguir luchando un día, y a su gusto, por esos valores absolutos…
¿Con qué derecho, por lo demás, un cristiano o un marxista me acusaría, por ejemplo, de pesimismo? No soy yo quien inventó la miseria humana, ni las terribles fórmulas de la maldición divina. No soy yo quien ha gritado aquel Nemo bonus, ni la condenación de los niños sin bautismo. No soy yo quien ha dicho que el hombre es incapaz de salvarse solo y que desde el fondo de su degradación no tiene más esperanza que la gracia de Dios. ¡En cuanto al famoso optimismo marxista…! Nadie llevó más lejos la desconfianza en el hombre y finalmente las fatalidades económicas de este mundo aparecen más terribles que los caprichos divinos.
Los cristianos y los comunistas me dirán que su optimismo es de más largo alcance, que es superior a todo lo demás y que Dios o la historia, según el caso, son las metas satisfactorias de su dialéctica. Tengo el mismo razonamiento para hacer. Si el cristiano es pesimista en cuanto al nombre, es optimista en cuanto al hombre. Y no en nombre de un humanismo que siempre me ha parecido de cortos alcances, sino en nombre de una ignorancia que trata de no negar nada.
Esto significa entonces que las palabras pesimismo y optimismo necesitan ser preciadas y que a la espera de poder hacerlo, debemos examinar lo que nos une más bien que lo que nos separa.
Esto es, creo, todo lo que tenía que decirles. Estamos ante el mal. Y para mí es verdad que me siento un poco como ese Agustín de antes de su conversión que decía: “buscaba de dónde es verdad que sé, con algunos otros, lo que hay que hacer, si no para disminuir el mal, al menos para no aumentarlo. No podemos impedir, quizás, que en este mundo los niños sufran. Y si ustedes no nos ayuda, ¿quién podrá ayudarnos?”.
Una gran lucha desigual ha comenzado entre las fuerzas del terror y las del diálogo. Sólo tengo ilusiones razonables sobre el resultado de esa lucha. Pero creo que hay que entablarla y sé que hay hombres que están decididos a ello. Solamente temo que se sientan a veces un poco solos, que lo estén en efecto, y que con dos mil años de intervalo nos expongamos a asistir al sacrificio muchas veces repetido de Sócrates. El programa para el mañana es la comunidad del diálogo o la condena a muerte, solemne y significativa, de los testigos del diálogo. Después de haber aportado mi respuesta, la pregunta que planteo, a mi vez, a los cristianos es ésta: “¿Sócrates estará aún solo y no hay nada en él y en la doctrina de ustedes que los impulse a unirse con nosotros?”.
Puede ser, lo sé bien, que el cristianismo responda negativamente. ¡Oh, no por boca de ustedes! Ya lo creo. Pero puede ser, y es lo más probable, que se obstine en dejarse arrancar definitivamente el espíritu de rebelión y de indignación que le perteneció hace ya mucho tiempo. Entonces los cristianos vivirán y el cristianismo morirá. Entonces serán los otros, en efecto, quienes pagarán los sacrificios. Es un futuro, en todo caso, que no me corresponda decidir, a pesar de todo lo que remueva en mí de esperanza y de angustia. Sólo puedo hablar de lo que sé. Y lo que sé, y que constituye a veces mis nostalgia, es que si los cristianos decidieran, millones de voces -millones de voces, oigan bien- se unirían en el mundo al grito de un puñado de solitarios, que sin fe ni ley abogan hoy un poco por todas partes y sin descanso a favor de los niños y de los hombres”.
(Albert Camus, fragmentos de una conferencia pronunciada en el convento de los dominicos de Latour-Maubourg en 1948, publicado en el capítulo ‘El no creyente y los cristianos’ de “Moral y política”).