La idea de la existencia de un fundamento consistente y objetivo que rija la realidad sociopolítica se encuentra en un profundo escollo. Ante la imposibilidad de afirmar dicho fundamento sobre el que se asienta y gobierna la sociedad en vistas al fin último que aparece de continuo en su horizonte, el bien común, la vida política se encuentra bajo el dominio del Estado, el cual, al mismo tiempo, puede estar subordinado a otra realidad contingente como la economía, y cuyo interés no es la verdad ni el bien del hombre, sino su propio interés, que siempre es ideológico. Sin embargo, no podemos desechar la posibilida de la existencia de verdades y bienes últimos que ciñen el devenir del hombre y de su naturaleza ontológica y que marcan el comportamiento ético en la vida en sociedad.
Hay una verdad del hombre y, por consiguiente, como sujeto social, hay una verdad política y ética. El ser en tanto ser es una certeza clara y distinta imposible de refutar. Por tanto, estamos ante una ontología del ser con una ley que no es subjetiva ni consensuada, sino que debe hallarse fijado a una instancia trascendente, el Ser en sí del que ya hemos hablado. De este modo, es necesario, si buscamos la verdad y el bien de la persona, reintroducir lo trascendente en el quehacer humano – que en ningún momento supone o implica la presencia de lo religioso como elemento regidor del ámbito sociopolítico –, pues de lo contrario deberíamos sostener con error que la nada es la realidad última sobre la que se acomoda el ser del hombre, lo que es un absurdo en cuanto que es el ser el principio de entidad de todo ente.
El ser es el principio de entidad de todo ente, en consecuencia, es la única sede firme sobre la que se puede alzar ese camino verdadero y bueno del hombre que remite al Ser en sí, que es su causa y fundamento. Todo sujeto, sin excepción, es inducido a recorrer este camino cuyo acontecimiento último es despertar en la verdad y en el bien universales y eternos mediante una existencia dotada de sentido en el ejercicio de los propios proyectos personales y, con ello, del bien común, en cuanto de social tiene el ser humano. Aquí entra la política, que es la articulación en sociedad de este devenir existencial del hombre. El fin último de la política es la vida real de las personas y sus fines generales son un imperativo para toda actividad ético-política.
Las necesidades del hombre están por encima de toda ideología. Por tanto, el objeto de lo político es el bien común mediante el cual el hombre se realiza en el obrar y alcanza la plenitud de su ser. En este sentido, la existencia del Estado no puede entenderse como un fin en sí mismo como acontece en la actualidad, sino que debe ser aquella estructura que ordene a la humanidad en vistas a esos fines que se hallan en su horizonte existencial y de los cuales depende ontológicamente para realizarse. El carácter ético de la política no puede estar desligado de la verdad y del bien del hombre, es decir, del ser. De este modo, la política es el camino contingente por el que el hombre puede alcanzar su fin ultimo.