La duda deviene el apoyo de Arquímedes de la filosofía cartesiana, con el ‘cogito’ surge la primera certeza: “no hay, pues, ninguna duda de que existo si me engaña (el Dios engañador), y engáñeme cuanto quiera, jamás podrá hacer que yo no sea nada en tanto que piense ser alguna cosa. De modo que después de haber pensado, y de haber examinado cuidadosamente todo, hay que concluir y tener por establecido que esta proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera siempre que la pronuncio o que la concibo en mi espíritu” (Descartes, “Meditaciones metafísicas”). Ya mencionamos que la duda es, con propiedad, el camino, el método que permite a Descartes armar el criterio de certeza, de modo que deben admitirse como indudables todas las cosas que percibimos con claridad y distinción (Descartes, “Meditaciones metafísicas”). Sin embargo, concluimos la entrada anterior con la sospecha de que quizá Dios puedo crearnos con una naturaleza dispuesta para el error o bien engañarnos por intervención suya en el proceso de percepción de la realidad. De este modo, el siguiente paso no es otro que averiguar la existencia de Dios.
Algunos objetarán de la conveniencia de este siguiente paso, sin embargo, el propio Descartes avisa que quienes prefieran negar la existencia de Dios antes de creer en la incertidumbre que plana sobre las demás realidades y atribuyan su existencia y su ser a una especie de destino tal como el azar o una serie continua y un enlace de cosas, si el error es una propiedad del entendimiento humano, cuanto menos poderoso sea el autor al que atribuyen su existencia y ser, tanto más probable será que nosotros seamos tan imperfectos que nos engañemos siempre (Descartes, “Meditaciones metafísicas”). Por tanto, examinemos si Dios existe realmente.
Debemos preguntarnos de dónde procede la idea de Dios, la sustancia infinita y perfecta que se encuentra en nuestro entendimiento. Desde luego, no proviene del hombre mismo, pues como ser pensante que duda, es lógico suponer que lo finito e imperfecto no puede ser la causa eficiente de lo infinito y perfecto, sino que tal idea debe tener su causa en un ser igual de perfecto e infinito. Así, la idea de Dios es innata porque la ha puesto Él mismo en nuestro ser. No obstante, Descartes, al contrario que el Aquinate, sostiene la idea de infinito no es una idea negativa de la idea de finito, sino que esa es anterior, de manera que sabemos que somos seres finitos porque antes tenemos la idea de infinito, que es la más clara y distinta de todas. Sin embargo, que tengamos de modo innato la idea de infinito no supone que la comprendamos, sino que simplemente la concebimos. Al mismo tiempo, conocemos la existencia de Dios por nuestra imperfección. Dado que no podemos darnos a nosotros mismos la existencia, otro nos la ha dado, y este otro debe, al menos, ser tan perfecto como el efecto, pues es evidente que nadie da lo que no tiene. De este modo existe un ser que encierra en sí mismo todas las perfecciones y que es causa de nuestra existencia: Dios.
Queda, además, otra prueba de la existencia de Dios. Del mismo modo que San Anselmo, Descartes recurre al argumento ontológico, si bien en esta ocasión desde el supuesto de su principio de conocimiento claro y distinto. Reconocemos clara y distintamente que Dios es la sustancia infinita y perfecta, y que a tal perfección pertenece su existencia; en consecuencia, con la idea de Dios como sustancia infinita y perfecta viene dada, al mismo tiempo, su existencia. Bien, algunos pensaran, y no con desacierto o por maldad, cómo estar seguros de que no nos equivocamos o que no somos engañados en nuestra percepción. El mismo Descartes ofrece la solución: Si Dios fuese un ser engañador no podría ser el más perfecto, pues el engaño y el error son signos de imperfección, pues el propio concepto de perfección no sólo incluye la existencia, sino también la verdad.
De este modo para Descartes Dios es el ser que crea las verdades eternas e inmutables. Y si Dios, en su entender y en su querer, las crea libremente como eternas e inmutables quiere decirse que en ellas no hay lugar para el subjetivismo ni la arbitrariedad, es decir, jamás cambian ni podrán hacerlo. Por tanto, el hombre no puede establecer ni determinar qué es la verdad, sino que se encuentra ante ella, ya establecida y determinada por Dios, sustancia infinita y perfecta. El hombre sólo es libre para abrazarla o rechazarla, pero esto último, la capacidad de rechazar la verdad, no es perfección alguna, sino su contario, pues el hombre es verdaderamente libre cuando es movido por el conocimiento claro y distinto de las cosas.
Nota: en la tercera entrada de esta sección hablaremos del mundo y del hombre y en la cuarta sobre la razón y la fe.
Excelentes entradas, Joan. Descartes es, al menos el primero, que traza una idea verdaderamente clara del concepto de infinito, no como una idea negativa de finito, como mencionas, ni tampoco una idea sin contenido materialmente falsa, sino la idea de algo positivo y actual, la de un ser realmente existente.
Saludos Pablo, muchas gracias por la aportación al tema, se agradece.