La defensa de la dignidad humana bajo cualquier circunstancia exige la admisión de absolutos morales, de lo contrario se justificará o consentirá la instrumentalización o cosificación de la persona en determinados casos, pensemos en la pena capital, en el aborto, o en la esclavitud. Resulta, pues, necesario afrontar la dignidad desde un plano ético no abierto a la arbitrariedad. Así, es indispensable que el hombre mismo sea el fundamento o norma última de la moral para que sea tratado siempre como fin y nunca sólo como medio.
La dignidad es una cualidad ontológica que afirmamos de todo hombre que nadie puede atribuirse la facultad de otorgar. Así, la dignidad de la persona no se define, se reconoce, pues le pertenece por el mero hecho de ser persona, que no es una propiedad añadida al modo de ser, sino una verdad derivada del modo de ser humano por la que el hombre es un fin en sí, un valor absoluto. Así, la dignidad es un primer principio de esta norma moral que mencionamos; por consiguiente, la acción debe inspirarse siempre por el respeto a la dignidad de los demás y de uno mismo. Como el obrar sigue al ser, la moralidad de la acción dependerá del respeto a este principio por el que manifestamos que todo hombre posee constitutivamente una dignidad incondicional.
La incondicional dignidad de la persona es el último respaldo de los derechos humanos. Si la persona no es su fundamento, sino es el antes lógico y ontológico para la existencia y especificación de los derechos estos no serán más que una palabra vacía carente de contenido y su valor y extensión dependerá del consenso, del dominio subjetivo de la mayoría y o del poder político y económico, circunstancia que no garantiza el reconocimiento de la dignidad en todos los miembros de la especie humana.
El origen de la noción ontológica de dignidad se halla en el cristianismo. El recurso a Dios no es una evasiva ni un recurso artificial para justificar la dignidad del hombre, pues donde no hay un Ser absoluto es difícil que existan principios absolutos: ¿el reconocimiento de la dignidad incondicional del ser humano no descansa, en última instancia, en un fundamento absoluto no relativo? ¿Si no hay una instancia superior que hace respetable a la persona frente a los demás, el hombre es suficiente garante para la respetabilidad de la persona como un fin en sí misma? La historia, no obstante, es el vivo testimonio de que no existen motivos suficientemente fuertes para respetar la dignidad ontológica de los demás.
Ciertamente, algunos, en nombre de Dios, no han respeto la dignidad del hombre ni a Aquel que hace respetable al hombre frente a los otros. Sin embargo, la funesta y reprobable acción de estos no es motivo suficiente para rechazar que la incondicional dignidad humana depende en última instancia de un Absoluto que está por encima del hombre y respecto del cual todos guardan dependencia ontológica. Así, la persona es una dignidad absoluta porque Dios se ha tomado a sí mismo como modelo para crear al hombre con el fin de que cuando veamos a éste también veamos, si bien de modo análogo, a Aquel que es su fundamento y del cual depende como ya hemos dicho.
Sin embargo, sea Dios el fundamento último o el mismo hombre, si no reconocemos a la persona como un fin en sí misma, es decir, como una dignidad incondicional, no pueden haber, propiamente, ni derechos humanos ni bien común – objetivos y no relativos –. Si la dignidad de la persona no es incondicional, si los derechos son limitados, damos pie a las excepciones, que pueden convertirse en normalidades – recomiendo la lectura de “La defensa de la vida exige la oposición de la pena capital” donde se menciona la distinción entre dignidad ontológica y moral –.
Muy buena entrada. Si la dignidad no es incondicional quién determina quiénes somos sujetos de
derechos y quiénes no. Parece que el grado de moralidad exigible es aquel que siempre tiene a la persona como fin.
Saludos Cristina. Comparto tu comentario de modo íntegro. Un saludo.