Es una evidencia incuestionable el aporte del avance tecnológico en la vida del hombre. Paul Ricoeur señala que la cultura es la segunda naturaleza del ser humano. Hoy, tal vez, añadiría que la tecnología constituye nuestra – segunda – forma de vida, en cuanto que la praxis humana se encuentra relacionada con elementos digitales y cibernéticos hasta el extremo que ya es una realidad la fusión de la persona con soportes tecnológicos que actúan a modo de extensión o reemplazo de partes constitutivas del hombre.
El progreso tecnológico se presenta adjunto a la promesa de la plenitud humana, es decir, como el fin último que, por lo general, supone el sueño de del aumento de la duración de la vida prolongada, quizá utópicamente, por un espacio de tiempo ilimitado. No obstante, que el hombre pueda convertirse en un organismo cibernético o la tentativa de manipularlo genéticamente abren la cuestión de la necesidad de tutelar su integridad y esencia. La tecnología no debe despreciarse, pero un uso racional implica que ésta se ajustará siempre a la naturaleza del hombre y no al revés dándose un medioambiente de máquinas o un transhumanismo en el que el hombre es totalmente dependiente de la tecnología para desarrollarse en la praxis. Por tanto, es necesaria una ética personalista que dé cuenta de la dignidad de la persona, que el fin de toda acción es el bien humano y que el alcance de ésta tiene como límite lo característico y fundamental de la naturaleza ontológica de la persona.
Debemos preguntarnos, pues, si el progreso científico-técnico no constituye también una potencial amenaza para la esencia de la humanidad en cuanto descansa en manos de sujetos impregnados de un relativismo de los valores tan manifiesto que dicho progreso supone, tal vez, la máxima aspiración humana. Así, es importante señalar y delimitar los fines reales de la persona para su correcta realización en un mundo, el de la sociedad, que dé cuenta siempre de su humana dignidad, pues la felicidad del hombre no puede ni debería obtenerse a costa de la felicidad ni de la vida de otros humanos como ocurre, por ejemplo, en el caso de la selección de embriones para salvar a un hermano enfermo o la reducción de la población. Por tanto, toda acción del hombre ha de regirse por un imperativo: la permanencia de toda vida humana, actual o futura, revestida de la dignidad que le corresponde en cuanto persona. De este modo, ningún bien para uno puede o debe suponer la negación del bien de otro.
“Nosotros no tenemos derecho a elegir y ni siquiera a arriesgar el no ser de las generaciones futuras por causa del ser de
la actual. Por qué carecemos de ese derecho, por qué, al contrario, tenemos una obligación para con aquello que todavía no es en absoluto” (Hans Jonas, “El principio de responsabilidad”). Esto es así no sólo porque en el hacer humano “cosas y hombres forman el medio ambiente de cada una de las actividades humanas”, o porque nadie puede vivir al margen de la compañía de sus semejantes “ni siquiera la del ermitaño en la agreste naturaleza, resulta posible sin un mundo que directa o indirectamente testifica la presencia de otros seres humanos” (Hannah Arendt, “La condición humana”), sino porque la dignidad del hombre exige, siempre, la afirmación de la persona misma, de la presente y de la futura. No obstante, el peligro descansa en el vacío ético por el que los DDHH y su fundamento, la vida y la incondicional dignidad de la persona, no son los principios que rigen necesariamente toda norma. Tal vació ético y su consecuente arbitrariedad plantean la cuestión de si podemos tener una ética, no abandona al sentimiento, que respete y reconozca la dignidad incondicional de la persona, por la que es un fin en sí misma y no un medio o instrumento, sin apelar a lo sagrado – y al carácter trascendente del hombre –, en cuanto que Dios hace respetable al hombre frente a los demás. Si toda ética para ser objetiva y real debe alcanzar su justificación en un principio razonable, ¿existe fundamentación ética, sin sospecha alguna de arbitrariedad y sin dependencia de los sentimientos, más sólida que Dios, quien revela el destino y la verdad del hombre y exhorta a su libertad a determinarse a su fin intrínseco?
En la medida en la que la naturaleza del hombre sustenta un fin o meta, la autorrealización personal acorde a su estatuto ontológico, supone también, de facto, unos específicos valores y una determinada norma ética que orientan con el objeto de que esa autorrealización se concretice. Es en la aspiración real a este fin, la autorrealización, que surge, por necesidad, la afirmación de la persona como realidad absoluta – la persona es un absoluto relativo en cuanto depende de un absoluto radical que está por encima de él en el orden del ser y respecto del cual depende –. De lo contrario, si no se reconoce la preeminencia de la persona podrá ser elegida en detrimento de cualquier otro fin, en este caso aparente, desde la eliminación de embriones a la eugenesia activa de ancianos. No obstante, la primacía de la persona es un imperativo que no admite réplica posible ni indiferencia alguna si no queremos entronizar como principio de legislación universal la cosificación e instrumentalización del hombre, desde esclavos para Inditex a la aceptación moral de la manipulación genética de embriones o a la omisión de la violencia contra la mujer.
Sin desviarnos del tema, la defensa de la persona no pasa por la manifestación de un ‘no’ contra la ciencia y la tecnología, pues sería, presumiblemente, una tremenda insensatez, sino una llamada de atención ante una constatación empírica: el progreso científico no se acompaña de un progreso ético, lo que conduce a que el uso de la ciencia y la tecnología esté desprovista de una actitud ética responsable que respete y tenga como fin la dignidad de la persona. El problema no es, evidentemente, de la ciencia, sino de las personas que pueden hacer uso o valerse de todo avance tecnológico en detrimento del bien del hombre en cuanto que su aspiración no es el bien común, sino el particular a cualquier precio.
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Existe una paradójica contradicción entre el enorme potencial científico-técnico de la sociedad actual, por un lado, y la gran falta de humanidad en las disposiciones morales y políticas para alimentar ese potencial, por otro.
Saludos Negro. Debe evitarse una tecnología y una medicina (y la unión de ambas)carente de humanidad, que trate al hombre como una pieza y no como una persona. Gracias por comentar.
Está muy interesante esta entrada y este tema.
La única ética válida es el beneficio de la persona. Lo demás es teoría.
Saludos Teresa, gracias por comentar. Se agradece.
Saludos Tomy56, gracias por comentar. ¿El beneficio de la persona a cualquier precio? ¿Puedo ocasionarte cualquier mal para alcanzar mi beneficio? Saludos.
Cuando hablamos de dignidad humana, hablamos de un valor intrínseco y personal que le corresponde al hombre en razón de su ser, nunca basada en rendimientos externos, ni por fines distintos de sí mismo. El término digno hace referencia a lo que es estimado o considerado por sí mismo, no como derivado de algo. Por tanto la dignidad que abordamos en este tema se fundamenta en la dignidad intrínseca del ser humano y en la noción de ser fin en sí mismo; esta dignidad atribuida a la persona por su pertenencia al género humano se convierte en fundamento del trato a dar a un semejante, sea autónomo o no, y que implica la no utilización como medio. El ser humano no puede ser utilizado nunca como medio, es siempre fin en sí mismo. En bioética, esta dignidad se concreta en el principio de respeto y de autonomía del sujeto que es protegida por los convenios internacionales que resguardan a las personas ante posibles abusos como el de la experimentación en ensayos clínicos.