Los hombres han sido creados para que cada uno pudiese hacer el bien del otro

Publicado: 28 septiembre, 2013 en Amor, Ética y Moral, Política

Dado que los gobiernos no siempre o casi nunca son buenos ni sabios, “¿de qué forma podemos organizar las instituciones políticas a fin de que los gobernantes malos o incapaces no puedan ocasionar demasiado daño? (Karl Popper, “La sociedad abierta y sus enemigos”). Para evitar el mayor daño posible a la sociedad es innegable que hay que procurar que no sea una vana esperanza el contar, en un presente no lejano, con gobernantes moralmente buenos e intelectualmente excelentes. Para este fin es necesario atender a dos imperativos que expresa Tomás Moro: “Exhorto a mis hijos… a colocar la virtud en el primer lugar de todos los bienes, y al saber, en el segundo; y a estimar más que otra cosa en sus estudios todo lo que les enseñe piedad hacia Dios, caridad con todos, y modestia y humildad cristianas en ellos mismos” (“Un hombre para todas las horas. La correspondencia de Tomás Moro (1499-1534)”).

Si no acontece así, si quienes gobiernan no son moralmente buenos ni intelectualmente excelentes, y lo mismo acontece entre quienes son gobernados, ¿no es fácil que cualquier forma de gobierno, incluida la democracia, termine por manifestar formas autoritarias? “La historia puede ser un relato de terror reproducido hasta el infinito por unos participantes que ignoran las consecuencias de su propia conducta” (Tony Judt, “Pensar el siglo XX”, p. 249). En efecto, el gobernante que prefiere el bien aparente a al bien real desafía a la propia moral pervirtiendo la ley o disponiéndola para su propio beneficio, lo que se traduce, en consecuencia, en la pérdida de libertad de los gobernados. Éstos, si desconocen el bien real respecto del que se ordenan todos los medios para el fin del hombre, la felicidad, ¿podrán cuestionar los excesos de quienes gobiernan?

La máxima de Churchill de que la democracia es el menos malo de los sistemas testifica que ésta es susceptible de hacer propias las formas autoritarias o de emplear una ética utilitarista y pragmática que obvie el bien común, finalidad intrínseca de toda forma de gobierno y de toda sociedad. Así, la democracia, degenerada por hombres moralmente malos o intelectualmente incapaces, también genera guerras, pobreza, corrupción y otras manifestaciones de injusticia. La mayoría de Estados civilizados tienen democracia, sí, pero en cuántos de ellos obran formas no democráticas. La justicia, para ser tal, exige una acción moral, el bien común, y sólo se da éste ahí donde la sociedad de hombres no sólo conoce el bien real, sino que obra de tal modo que todos los medios se ordenen a éste. La condición necesaria e indispensable para alcanzar el bien común mediante el recto obrar o virtud es, en exclusiva, el reconocimiento de la dignidad incondicional de la persona. No cabe progreso moral ni, en consecuencia, social, si el gobernante, ‘que es uno de nosotros’, no busca el interés de todos, es decir, el desarrollo de los propios proyectos personales. No obstante, lamentamos, que el gobernante sea visto, generalmente con razón, como el ‘otro’ remoto y alejado de ‘nosotros’ y de ‘nuestros intereses’. Este sentimiento de lejanía respecto del político, al que se concibe como miembro de un grupo distinto al de los gobernados, no es el deseable en democracia, sino más bien el propio de una dictadura.

La única forma de gobierno moralmente buena y justa será aquella en la que el sujeto no quede oprimido, sino aquella en la que el fin es el reconocimiento y potenciación del proyecto existencial de la persona en la medida en que permite la obtención del bien particular y del bien común. Para alcanzar este fin y para lograr que a él se supediten las personas que gobiernan es necesaria la educación de las nuevas generaciones en el principio personalista de que el hombre es un ‘alguien’ que nunca debe ser querido como un simple medio – un algo – que se instrumentaliza para alcanzar otros fines; al contrario, el hombre es un fin en sí mismo y como tal debe ser tratado, promoviendo siempre su finalidad propia, su realización: “El amigo para los hombre malos es un apéndice de las cosas, mientras que para los hombres buenos las cosas son un apéndice de los amigos” (Aristóteles, «Ética Eudemia», VII, 2). No obstante, el reconocimiento de la incondicional dignidad de la persona por la cual es un fin en sí misma no debe entenderse, en la praxis, como un simple respeto a la persona del otro, tal y como entiende Kant, sino que debemos entender que en el reconocimiento de la dignidad del otro y en la promoción de su finalidad ocurre el reconocimiento de nuestra propia dignidad y la promoción de nuestra finalidad por parte de la persona del otro: “los hombres han sido creados para que cada uno pudiese hacer el bien del otro” (Cicerón, “De officiis”, I, 4).

En la medida en que entendamos esto último descubriremos que «el arte de vivir consiste en sacrificar un baja pasión por una más alta» (François Mauriac, «Nudo de víboras»), es decir, en todo momento, cuando nos enfrentemos a las elecciones particulares que nos depara la existencia, en lugar de experimentar una mayor atracción por aquellas realidades que captan los sentidos, sentiremos una mayor por aquellos bienes superiores que apuntan al desarrollo pleno de la naturaleza de la persona y descubriremos que en el amor a la persona del otro descansa nuestra felicidad. Así, el camino más seguro para la plenitud del hombre, es el amor del hombre hacia éste. De este modo, ante la pregunta inicial de Popper, la respuesta no será tanto la limitación y control del poder, sino la formación del hombre en la virtud con el fin de que encuentre satisfacción en la realización del bien común para asegurar el bien particular de todos y el suyo mismo: “¿Quién, en nombre de los dioses y de los hombres, puede querer nadar en riquezas y vivir con abundancia de toda clase de bienes, si – a la vez – no ama a nadie y no es amado por ninguno” (Cicerón, “Laelius de amicitia”, XV, 52).

Así, las relaciones de un sistema de gobierno con sus propios ciudadanos deben regirse por este principio personalista. Al mismo tiempo, los ciudadanos deberían poder custodiar, mediante el uso del sistema democrático, y ejercer, en aras del bien común, una defensa real de los intereses generales desde el instante mismo en que un gobierno suponga una violación de la incondicional dignidad de la persona, aunque este fuese legitimado previamente por la mayoría. Desde luego, debería ser un principio intrínseco de la democracia – real – apelar, mediante recursos democráticos, cualquier tergiversación de la misma. Sin embargo, reitero, que no es culpa la democracia los defectos de la misma, sino de la hondura moral de las personas que la ejercen. La democracia no puede perfeccionarse a sí misma, sino que es mediante la perfección moral de la persona.

 

comentarios
  1. Como es habitual, Joan, coincido en muchos puntos (quizá en lo fundamental) aunque mi punto de vista es diferente:

    Dado que yo no creo que exista ningún tipo de «ley moral natural» ni «ser sobrenatural» del que pudieran derivarse otras leyes morales y, aún en el hipotético caso de que existiera dudo mucho que fuera posible conocer aquellas «leyes morales» que pudieran dimanar de él, fundamento mi opinión en lo que indudablemente si conozco que existe, el «grupo humano», debido a circunstancias muy interesantes de analizar pero fuera del ámbito de lo que estamos tratando, el ser humano forma grupos y estos grupos resultan útiles para todos los individuos que los componen y resultan más útiles cuento mayor es la cohesión interna porque ello impide las tensiones y facilita la cooperación.

    En todo grupo humano se producen conflictos en los puntos de intersección de intereses de sus individuos y para resolverlos se necesita algún tipo de regulación como la tradición, la moral, la ley, … Aunque no creo que exista ningún tipo de «ley general» que pudiera ser de aplicación a todos y cada uno de los grupos humanos, pero dado que son similares en sus características y composición es esperable que existan características culturales que se repiten con más regularidad que otras y, si a esto añadimos, que el origen de nuestra especie se estima en una población no mayor de doscientos individuos también es esperable la conservación cultural de ciertas normas especialmente útiles.

    Uno de los que considero factores primordiales, yo también, es el reconocimiento del individuo como un igual en derechos y deberes por parte del grupo ya que este es, para mi, el reconocimiento de la «dignidad» del «humano», considero que este reconocimiento tiene base en la ancestral necesidad de igualdad, ya que el trato desigual es considerado una afrenta incluso por monos capuchinos. El segundo punto es el paso de la «dignidad del humano que pertenece a mi grupo» a la «dignidad humana» y este sólo se puede producir si reconocemos que no existen diferencias fundamentales entre humanos que pertenecen a diferentes grupos, algo demostrable biologicamente, y por lo tanto no hay razones para no extender la «dignidad humana del que pertenece a mi grupo» a la «dignidad humana» sin mas.

    Por ultimo, que me estoy extendiendo en demasía, no creo que sólo con la educación en valores morales pudiéramos acabar con los problemas que describe, considero que educar en valores morales es necesario pero no suficiente, siempre habría quien hiciera prevalecer sus intereses (o los del grupo que le ha ayudado a llegar al poder). Creo que lo necesario es establecer la posibilidad de una supervisión e intervención de los ciudadanos, que medios técnicos hay, permanente ya que no creo que exista ninguna ley, ni posibilidad de establecerla objetivamente, que pueda considerarse superior a la voluntad colectiva.

  2. Saludos Cayetano.

    Comparto lo que dices, no es suficiente con la educación en valores morales por lo que esgrimes, que bien sucede en la praxis. No obstante, entendemos, que obrar bien moralmente no sólo depende del conocimiento del bien, sino, sobre todo, de ponerlo en práctica. Es evidente, por tanto, que no sólo hay que educar en la virtud, sino procurar que la persona disponga de todos los medios para obrar con tal fin, para su bien y el de todos. Sin embargo, ocurrirá y ocurre que determinadas personas conocen el bien, pero no desean hacerlo. En este caso, es necesario lo segundo, que ambos coincidimos: establecer la posibilidad de una supervisión e intervención de los ciudadanos.

    Por otro lado, comparto lo que dices, ninguna ley es superior al hombre, y esto es así por el simple hecho de que la persona es el fundamento mismo del derecho. En consecuencia, toda ley existe por y para el hombre, que es un fin en sí mismo y nunca un medio para nada ni nadie.

    En cuanto a la supuesta incapacidad del conocimiento de leyes morales, no coincido. Hablas, y comparto, del reconocimiento de la “dignidad” del “humano”. Uno de los motivos principales por el que designamos de digna a la persona es porque posee relacionalmente en sí la perfección de los seres que está llamado a conocer y amar. Por esta razón cada persona posee la dignidad constitutiva de la vocación a alcanzar este fin. La realización de este fin, mediante la recta conducta, es la que confiere la dignidad efectiva – no sólo el mero reconocimiento o el anotarlo en una declaración como puede ser la de los Derechos humanos – de este fin. Así, tal dignidad de la que hablamos los dos descansa, como bien dices o interpreto que dices, en la capacidad de establecer relaciones intersubjetivas de conocimiento y amor con otros hombres y en su efectiva comunión con ellos. Este amor a la persona, por tanto, presenta una formulación ética incuestionable y necesaria desde el momento mismo en que descubrimos que el vivir bien para el hombre – que no esté enajenado por el bien aparente que puede amar a las cosas como si fueran personas, y a las personas como si fueran cosas – implica amar el valor de persona de los demás. Si todos amamos el valor de persona del otro, si reconocemos la existencia de los derechos humanos, por ejemplo, entenderemos que las relaciones interpersonales sólo pueden configurarse plenamente desde un determinado modo ético racional.

    Ciertamente, y ambos coincidimos, que los hombres proyectan su vida de formas muy distintas moviéndose detrás de cosas pensando que en ellas encontrarán la felicidad. Sin embargo, muchos se equivocan en ello por la simple razón de que no aman las cosas correctamente según su orden. Como bien dice San Agustín, “la iniquidad no consiste en apetecer una cosa mala, sino en renunciar a una mejor” (“De natura boni II, 36). Así, el bien que cuenta a la hora de realizar el anhelo humano de felicidad es el amor al hombre y, en mi caso como cristiano, Dios, y en cuanto ordenadas a Él, los hombres, los seres vivos y las demás realidades. Quien entiende esto se esfuerza por adquirir el fortalecimiento de la virtud, que consiste en el enamoramiento, en la realización efectiva de la comunión con Dios y con los demás hombres, el bien común en el que obra el bien particular de todos.

    Disculpa la extensión, Cayetano. Como siempre gracias por comentar.

  3. […] Por esta razón siempre sostengo que la política no puede restar al margen de la ética y de una ética personalista a la que se ordene la vida en sociedad para alcanzar el bien más preciado: el bien común, el […]

  4. […] humanas fundamentales mediante el ejercicio de un determinado comportamiento ético, a juzgar el principio personalista, propio de la vida buena o feliz. Las normas morales de la sociedad ni pueden ser subjetivas, ni […]

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