Tratemos de poner paz entre los desunidos

Publicado: 22 septiembre, 2013 en Amistad, Amor, Derechos humanos, El perdón, Modos de vida, Perdón

paz7No hay día en que los medios no informen de un trágico suceso: guerras, atentados, crímenes. Sin embargo, no hace falta salir del ámbito familiar o del círculo más cotidiano para encontrar la presencia de la discordia, la disputa y la ofensa entre las personas. A la luz de los hechos parecería que la naturaleza del hombre se halla dispuesta a generar injusticia en vistas a alcanzar un erróneo beneficio particular. El egocentrismo nos separa del amor, que es el justo modo en que deberían tratarse los seres libres que gozan de una dignidad incondicional.

Los cristianos y todas las personas en general que siguen cualquier sistema de pensamiento y acción compartido por un grupo, que da al individuo una orientación y un objeto de devoción, no escapan de la posibilidad de transformar este sistema en una ideología susceptible de generar injusticia. En este sentido, y en particular los cristianos, hemos de ser conscientes de que la paz se encuentra en el centro del mensaje revelado en el Evangelio: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor” (Lc 2, 14), que son todos, la entera humanidad.

La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27). En un mundo en el que “cosas y hombres forman el medio ambiente de cada una de las actividades humanas”, en el que el hombre “no puede vivir al margen de la compañía de sus semejantes” (Hannah Arendt, “La condición humana”), no podemos olvidar que Cristo, verdadero modelo de hombre para el hombre, que entregó su vida libremente por amor a nosotros y nuestra salvación, es el auténtico príncipe de la paz que nos exhorta a seguirle en el propósito de apartar la desunión y la disputa entre nosotros: “el lobo morará junto al cordero, y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá” (Is 11, 6).

No podemos sembrar un mundo de justicia sin la esperanza de la paz. Es obvio, paz y justicia se besan tal y como canta el salmista (Sal 84, 11). Los cristianos somos los primeros y más responsables sujetos en procurar la paz, pues, ¿cómo podremos lograr que Dios habite entre nosotros si no evitamos que cesen las disensiones por las que nos enfrentamos los unos con los otros? Desde luego, no podemos amar a Cristo si no nos transformamos en Él, y esto no se logra mientras reine la desarmonía y el cisma en el quehacer cotidiano. En este sentido, es importante comprender que los intereses propios no son correctos en la medida en la que atentan contra el bien común.

Son frecuentes las ocasiones en que los cristianos somos víctimas de la aversión que experimentan otros grupos humanos hacia nosotros. Lamentablemente, no es menos frecuente la desunión y la contienda agresiva entre los mismos creyentes. No son pocas las veces que perdemos la razón frente al prójimo, al que ofendemos gravemente con vehemente encono por disentir de su modo de vivir la fe. ¿Bajo la justa idea de la corrección fraterna no aflora en nosotros una vida separada de Cristo? Cuando somos nosotros mismos los heridos, ni tratamos de comprender objetivamente la causa del colérico ataque ni procuramos atender al asaltante con el amor con el que nos apremia Jesucristo, sino que furiosos y concentrados en la ofensa padecida atacamos igual de injustos sobre el agresor.

La ausencia de paz entre los hombres también se debe a la incapacidad para el perdón: “Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen” (Mt 5, 44). Por supuesto, siempre y en todo momento debe denunciarse a viva voz cualquier ataque contra la dignidad del ser humano para despertar la conciencia dormida del que agrede; no obstante, esta “corrección” jamás debe ser movida por una actitud de venganza y cólera, pues ante la herida sufrida se abrirá otra, y en tal caso se corre el peligro de convertir en perenne el enfrentamiento entre las personas, grupos humanos o países. Al contrario, en la medida en la que estemos transformados en Cristo la denuncia, nacida y cimentada por el amor al ser del otro, se convertirá en un auténtico beneficio para el agresor, que reconocerá su funesta acción y se arrepentirá. Este es el fin del perdón, procurar la paz que nace de la reconciliación y de la necesaria nueva amistad, antes inexistente a causa del prejuicio, entre el herido y el hiriente. No obstante, debemos actuar del mismo modo aunque el responsable de un verdadero mal sobre nosotros no se lamente de él, ya que somos susceptibles de compartir la misma ética que el agresor, que está alejada del amor, que es el único modo en el que hemos de tratarnos las personas.

Es cierto, no obstante, que hay conflictos que exigen una defensa innegociable cuando se produce un agravio contra la dignidad del hombre y su libertad, pues estas son realidades intrínsecas de la persona – proceden de su estatuto ontológico – necesarias para su plena realización. Sin embargo, en este caso la defensa, si bien enérgica, debe fluir por vía del diálogo evitándose, aunque resulte difícil, todo tipo de conflicto, o recurriendo, si fuese necesario, a la ayuda de un tercero, que procure la justicia y el bien común. Nunca podemos olvidar que debemos ser siempre amantes de la paz, pues puede ocurrir que en la justa defensa de un derecho de la persona alcancemos el éxito del reconocimiento de tal derecho usurpándose o aniquilándose el debido a la persona del otro, aunque fuese por medios legales.

La defensa de la dignidad del hombre y su libertad son innegociables, pero la defensa del reconocimiento del fundamento de los derechos humanos jamás puede alcanzarse mediante la lucha, y menos considerarse a ésta como un instrumento justo que estamos autorizados a aplicar. La defensa de los DDHH sólo puede tener como fin el bien del hombre, y eso incluye el bien de quien atenta contra tales derechos: “No se contenta el Señor con eliminar toda discusión y enemistad de unos con otros, sino que nos pide algo más: que tratemos de poner paz entre los desunidos” (San Juan Crisóstomo, “Homilía sobre San Mateo, 15). El fin, en consecuencia, no es cómo detener una aversión, una disputa o una guerra, sino más bien cómo podemos implantar una sociedad basada en el amor y la paz, que en definitiva es la auténtica y verdadera unión con Dios.

Qué hacemos tú y yo, como cristianos, para la mejora moral del hombre. La paz no es ningún fin, sino el estado en el que habita quien encuentra a Dios y vive transformado en Cristo. La ausencia de paz a causa de las guerras entre países o el mismo país y las disputas y ofensas que se brindan entre sí los hombres por envidia, odio o venganza, ¿no testifican la ausencia de Dios en el interior del hombre? “La paz procede de Dios […] y se extiende también a todas las criaturas que verdaderamente la desean” (San Gregorio Nacianceno, “Catena Aurea”, VI). De este modo, la paz, que es voluntad de Dios, sólo puede ser alcanzada cuando nuestra voluntad se halla en comunión con la voluntad de Dios, y esto sólo es posible en la medida en la que Cristo vive en nosotros y nuestras obras se encuentran inspiradas por la virtud de la caridad.

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comentarios
  1. Blas dice:

    El egoísmo carece de límites, lo desea todo… Nunca deja satisfecho; se envidia al que tiene más, y se teme a los que tienen menos. Esta pasión de tener más es la que produce las guerras, los odios…

  2. Saludos Blas. Muchas gracias por el comentario. Se agradece, un saludo.

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