¿Dios es una sinfonía eterna en mi ser?

Publicado: 21 septiembre, 2013 en Pensamiento, Religión

Distraídos, dispersos, incapaces de concentrarnos en una realidad que sea objeto y fin de nuestra acción a lo largo de la existencia, deambulamos, movidos y dominados por el automatismo, sin avanzar, sin prestar más que una superficial atención a todas las realidades que, fútiles, aparecen y desaparecen repentinamente. Vivimos embelesados por la imagen sin penetrar en el logos de ningún bien que pueda conducirnos hacia el camino del propósito en el que la praxis permita descubrirnos el sentido de la vida en el que realiza nuestra existencia.

Permanecemos dormidos, somos simples caminantes sin hálito o sumisos de las leyes intrínsecas de cada ocupación. Vivimos absortos, pero incapaces de gobernar con la inteligencia y la voluntad la realidad que es objeto de nuestra superficial atención. No somos capaces de alcanzar una distancia trascendente respecto de las realidades para aprehenderlas y comprenderlas con detallada profundidad para descubrir su sentido y, con ello, el sentido de aquellos objetos que interesan a nuestra ontológica naturaleza en vistas a su plenitud. Los objetos nos cautivan, pero no tras un ejercicio de reflexión, sino por el destello que logran dejar en nuestros sentidos.

El sentido es el fin que buscamos pues entendemos que en su ejercicio la existencia se realiza progresivamente hasta alcanzar la plenitud si la elección, mediante la inteligencia y la voluntad, no resulta errónea. Quien logra conocerse y quien logra recogerse, es decir, encontrarse consigo mismo de continuo, nada se desvanece ante él, sino sólo aquellas realidades que aparecen contingentes ante el descubrimiento del absoluto, que es causa y fin de nuestro bien, de nuestra felicidad. La mayoría habitamos en un mundo de realidades en las que se suceden las unas a las otras sin mayor propósito y sentido; otros, pocos, habitan en ellos mismos y todas las cosas existentes se sitúan, ordenadas ontológicamente, en el puesto que les corresponde. Así y sólo así, con una distancia prudente y extrínseca respecto de ellas descubrimos su verdadero valor en relación a la comunión con el absoluto, que es objeto no elegible de nuestra naturaleza.

El recogimiento, que parte del conocimiento de uno mismo, es la línea que separa los espíritus distraídos de los despiertos; de aquellos que logran traspasar la superficial irradiación de las imágenes para abarcar el logos, lo más profundo y trascendente de la realidad. Así, el recogimiento es la continua actualización del ser finito que se abre armónico en su relación intrínseca con el absoluto, que es el imperativo de la autenticidad existencial. Recogerse, evidentemente, no supone el acto de doblarse de rodillas en una capilla o el lograr una adecuada postura y respiración con la espalda recta y las piernas cruzadas para propiciar la ataraxia. Recogerse supone, más bien, la capacidad de trascender las realidades contingentes, para no subordinarnos a ellas y, de este modo, avanzar en el camino hacia lo realmente esencial, el encuentro con el absoluto.

El recogimiento es la liberación del influjo de lo perecedero para liberarnos en el encuentro con lo trascendente, que es el fin último de nuestra naturaleza. Al volver a Dios volvemos hacia nosotros mismos permitiendo que ilumine en nosotros la imagen que de Él hay en nosotros. De este modo y sólo de este es posible el orden interior que permite comprender con sentido la totalidad de la existencia. Nos liberamos de la fuerza atrayente del momento para permanecer ya en la eternidad, que es el estado propio del ser perfecto, del ser en sí, del que disfrutaremos, si lo permite nuestra fe y el amor que tengamos a Dios, después de la resurrección.

En última instancia el recogimiento es la esencia de la vida de la persona que logra transformarse en Cristo. No cabe la menor duda de que las persona que no nos transformamos en Cristo no alcanzamos ninguna trascendencia, pues por altas y honestas que sean las intenciones de nuestra inteligencia y voluntad, Cristo no puede, por amor a nuestra libertad, cincelar su sello a nuestro ser. Las personas que no logran conocerse a sí mismas, las personas que no alcanzan a recogerse, es decir, forjar una distancia con las realidades contingentes, no pueden ordenarlas con respecto a Dios, fin último, sino que convierten cualquier realidad en fin último; y ya sabemos qué acontece cuando un objeto que en sí no posee razón de fin se convierte en aquella realidad hacia la que todos los medios se ordenan: la vivencia de la nada del ser, la más funesta zozobra.

Al mismo tiempo, es evidente que el recogimiento dista mucho de mantener una existencia propia de las personas religiosas de “vida contemplativa”. El recogimiento permite, más bien, que en el quehacer continuo de la existencia mundana, en la que aparecen y están incluidas las realidades contingentes, seamos capaces, en la medida en la que nos transformemos en Cristo, de que estemos unidos a Dios de tal manera que su presencia en nosotros sea una sinfonía infinita que nos recuerda, una y otra vez, el verdadero fin y causa continua de la felicidad. Esta es la auténtica y verdadera contemplación, intelectual y volitiva: el conocer el fin último y el ser movido por él hacia él con amor.

 

comentarios
  1. Cristina Bec dice:

    Muy buen artículo. La dispersión es la diseminación del pensamiento. La concentración, en cambio, es la fijación de la mente en un objeto con absoluta exclusión de todos los demás, o la subordinación de todos los demás a ese. Tenemos que «domar» la mente, que fácil puede saltar de un objeto a otro burlando la vigilancia de la conciencia. Una mente bien gobernada logra alcanzar aquello que escapa a la mente dispersa y que una y otra vez se estrella contra un muro que no puede superar y se ve incapacitada para alcanzar la paz interior que nace de una vida que se realiza.

  2. Saludos Cristina, gracias por comentar y por la interesante aportación. Se agradece. Un saludo.

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