Dios nos llama a transformarnos en hombres nuevos en Cristo, quien encarna el auténtico modelo de hombre, para hacernos partícipes de su vida divina. La nuestra, en la tierra, no supone una existencia que espera pasiva, sino que se le exige, con libertad, la búsqueda de la perfección ética, mediante el testimonio del Evangelio, para alcanzar la plenitud sobrenatural de las virtudes del Verbo encarnado. Esta es nuestra vocación, lo que Dios espera de cada uno de nosotros, hallarnos en su gracia y en su amistad para que, perfectamente purificados, gocemos de la vida eterna cumpliendo alegremente su designio.
Porque todos los hombres desean por naturaleza saber, nos dice el Estagirita en su Metafísica, todos los hombres desean, igualmente, mejorar, perfeccionarse. Sólo así puede haber el verdadero crecimiento intelectual y moral indispensable para la autorrealización. A la luz de la revelación, manifestada por el Evangelio y recordada por la Iglesia, la naturaleza ontológica de la persona asume la necesidad de adoptar una muy determinada forma de vida para ser quien realmente debe ser. Existe la necesidad metafísica y filial, sobre todo, de salvar la distancia existente con Dios para entrar en comunión con Él, primera causa eficiente y bien apetecible en la que descansa la perfección de todas las cosas.
Todas las cosas preexisten en Dios, pero las más sublimes, nos dice el Aquinate en su Suma Teológica, son llamadas por participación, pues guardan semejanza con Él, si bien por analogía. Por esta semejanza no recíproca, Cristo no sólo es el Salvador que nos redime, sino, sobre todo, el Dispensador que nos ofrece una nueva vida divina: “No os mintáis unos a otros. Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador” Colosenses 3, 9-10). El comienzo de esta nueva vida nos es otorgada mediante el sacramento del bautismo, pero depende de nuestra libre disposición el perseverar, en cuanto que “es necesario que Él crezca y yo disminuya” (Jn 3,30) en vistas a nuestra transformación en Cristo.
Sin embargo, acontece, en ocasiones, que no aspiramos más que a cambiar de modo condicional. Algunos se limitan a vivir el cristianismo como si se tratase de una ideología, piensan que basta con sólo seguir una ley o una norma ética sin percibir su trascendencia, mostrando encono contra quienes piensan y actúan de distinto modo; otros, siguen a Cristo, pero a medias, miedosos de que ante los ojos del mundo pasen por sujetos alienados, así mantienen ciertos convencionalismos para mostrar y convencerse a sí mismos de que no son distintos de aquellos que se dejan guiar, honestamente, por su propio arbitrio, con la consideración de que es lo más razonable, aunque esto sea tan poco razonable como el abandonar el camino del sentido, que es llegar a transformarse, mediante la inteligencia y la libertad, en Jesucristo.
El progreso existencial del hombre sólo es posible si hay progreso espiritual. Quienes no tenemos la insaciable sed de ser el hombre nuevo transformado en Cristo no tenemos el amoroso anhelo hacia Dios, con lo que transformamos nuestra fe en una simple pose estética convirtiéndonos en tipos absurdos, de esos que alardean de saber de Dios a quien no siguen hasta la consecuencia necesaria de que en ellos obre la Palabra de Dios, circunstancia que no se da. Somos de estos cristianos cuando estamos más pendientes de ofrecer juicio sobre el prójimo que de abandonarnos, de continuo, en las manos de Cristo. No olvidemos que es el buen ladrón y no el fariseo quien recibe la promesa de hallarse con Él en el Paraíso.
Ser cristiano exige, a diferencia de lo que muchos sospechan erróneamente, la disposición de una firme personalidad, poseer una inteligencia con criterio que no sucumba ante la influencia de cualquier pensamiento. En definitiva, exige de la persona la disposición de las virtudes y de la cualidad que emana de cada una de ellas. Sólo si alguien es capaz de conocerse a sí mismo descubre la verdadera naturaleza del hombre, la necesidad de dejarse atraer por la perfección que lo mantiene constantemente y le procura la plenitud. Y la perfección es una cualidad que sólo le compete, constitutivamente, al Ser, a Dios, el último fin de todas las cosas. Por tanto, nosotros sólo seremos perfectos como es el Padre en la medida en que participamos de Él del modo que Él nos presenta en la figura de Cristo. Algunos se preguntarán cómo es posible que Dios sea el fin último del hombre si no tenemos, aparentemente, conocimiento o, al menos, prueba de Él. Si entendemos que “la suprema felicidad del hombre consiste en la más sublime de sus operaciones, que es la intelectual, si el entendimiento humano creado no puede ver nunca la esencia divina o nunca conseguirá la felicidad o ésta se encuentra en algo que no es Dios. Esto es contrario a la fe. Pues la felicidad última de la criatura racional está en lo que es principio de su ser, ya que algo es tanto más perfecto cuanto más unido está a su principio. Además, es contrario a la razón. Porque cuando el hombre ve un efecto, experimenta el deseo natural de ver la causa. Es precisamente de ahí de donde brota la admiración humana. Así, pues, si el entendimiento de la criatura racional no llegase a alcanzar la causa primera de las cosas, su deseo natural quedaría defraudado, por tanto, hay que admitir absolutamente que los bienaventurados ven la esencia de Dios” (Tomás de Aquino, “Suma Teológica”, c.12, a.1).
Los cristianos participaremos de la inmutabilidad eterna de Dios en la medida en que dejemos, con audacia, transformarnos en Cristo, librándonos de la zozobra a la que conduce la vivencia de la nada del ser que aleja de cooperar con Dios tal y como nos exhorta: A través del fiel seguimiento de Jesucristo. Dicho seguimiento permite desprendernos de todo lo negativo a nuestra ontológica naturaleza desarrollando todas las cualidades buenas que de ella emanan y, al mismo tiempo, dejándolas transformarse por lo sobrenatural, de tal manera que sea Cristo quien viva en nuestra naturaleza (Ga 2, 20). Esto no quiere decir que dejemos de ser nosotros mismos, sino que anhelemos y busquemos, mediante las virtudes, su perfección dejando que en ella reste imprimido el semblante de Cristo Jesús, que es lo más propio y específico de nuestro ser.
Es indudable que a nuestro entendimiento le resulta imposible comprender infinitamente a Dios, como bien dice il buon fra Tommaso (Suma Teológica q.12 a. 7); sin embargo, podemos comprehender a Dios en la medida en la que Él está en nosotros, en la medida en que dejamos transformarnos en Cristo, primera y suma verdad, en el ejercicio de las virtudes, es decir, de la fe, de la esperanza y de la caridad. Pues Dios quiere a su ser y a los otros; a su ser como fin, y a los otros, a nosotros, como orientados al fin en cuanto que nos concede participar de su bondad divina.
¡Excelente!!!!!!
Saludos Malourdese, muchas gracias por comentar. Me alegra que el escrito le haya resultado interesante. Un saludo.
Muy buena entrada, Joan. Felicitaciones. La recomiendo a mis contactos.
Saludos Blas, muchas gracias por comentar. Espero resulte de interés a tus contactos. Un saludo.
Gracias Sr Joan por estas reflexiones…tengo poco que conocí la pagina «opus prima» y me ha encantado, de hecho me he dado la tarea de leer todos los artículos pasados y es la misma doctrina en la cual yo he sido formado, Dios te bendiga siempre y ojala haya más personas como tú…felicidades a tu equipo de trabajo..
Saludos Xavier. Antes de nada el agradecimiento es a ti, por leer, comentar y compartir reflexiones a través de este medio que es Internet. Un saludo y muchas gracias.
Cuanta razón. En la medida en que nos transformamos en Cristo empezamos a conocernos mejor a nosotros mismos y nuestra voluntad de querer cambar para que Él viva en nosotros y nosotros reconocernos en Él.
Saludos Francesc, comparto cuanto dices. Nos conocemos realmente cuando queremos transformarnos en Cristo reconociéndonos en Él como dices. Gracias por la aportación y por comentar.
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