Decíamos que la moral fundada en un sistema de principios absolutos muestra la racionalidad de la ética (ver artículo 1 y 2). Jürgen Habermas, en “La inclusión del otro. Estudio de teoría política”, manifiesta que toda proposición moral posee “un contenido cognitivo”. Parece, a la luz de la razón, que ésta es una cualidad intrínseca de la moral, pues sólo si es susceptible de ser entendida el hombre puede, libremente, comprometerse y perfeccionarse mediante la realización de un determinado comportamiento ético; puede, a través del juicio, reprenderse y reprender acciones moralmente malas y, al mismo tiempo, disculparse y realizar un acto de desagravio.
Que la moral posee un contenido cognitivo quiere decir que se presenta al entendimiento humano; que todos los hombres pueden reconocer la existencia de una norma moral, presente quizá a modo de fundamento en las leyes de un Estado o en las prácticas comunes de una sociedad, que fija la necesidad de adquirir un determinado comportamiento ético, y que los hombres esperan unos de otros su cumplimiento en vistas al bien común en el que se realiza de modo más perfecto y sublime el reconocimiento de la incondicional dignidad de la persona. La moral, en este sentido, no sólo dice cómo debemos comportarnos, sino que ofrece razones para ello – compresibles para toda persona –, presentándose “como alternativa a aquellas otras formas de resolución de conflictos no orientadas al entendimiento. Dicho en otras palabras, si la moral careciese de un contenido cognitivo creíble no se situaría por encima de las formas de coordinación de la acción menos costosas (como la aplicación directa de la violencia o la constricción por medio de la amenaza de sanciones o la perspectiva de recompensas)” (Jürgen Habermas, “La inclusión del otro. Estudio de teoría política”).
Es importante remarcar que la moral y su respectivo juicio se distingue neta y radicalmente de otras valoraciones, por lo general asidas o enraizadas en el sentimiento, en el subjetivismo y en el utilitarismo, en cuanto se presenta a modo de obligación exigible racionalmente en vistas a la resolución del fin último del hombre, que sólo se alcanza en la realización del bien común: “El ideal ético se alcanza cuando amamos a todos los hombres, cuando nuestro amor propio abarca con igual intensidad todo cuanto está relacionado conmigo, incluida la humanidad” (Frederick Copleston, “Historia de la filosofía I”). Que en la realización del bien común se alcance el ideal ético no es una invención humana ni un supuesto que sólo compete a quienes abrazan una muy determinada confesión religiosa, sino que todo sujeto obra siempre moralmente y en relación con las demás personas en cuanto que ninguna forma de vida “ni siquiera la del ermitaño en la agreste naturaleza, resulta posible sin un mundo que directa o indirectamente testifica la presencia de otros seres humanos” (Hannah Arendt, “La condición humana”); además, el bien del hombre es un bien eminentemente social. Su vivir bien – la mejor vida posible – gravita siempre en un vivir bien en sociedad, en la que se humaniza junto con los demás y en la que descubre que todos tienen una misma y esencial identidad que les otorga una incondicional dignidad por el mero hecho de ser personas humanas. La formulación aristotélica por la cual el hombre es visto como un zoon politikon no es pura palabrería sino que corresponde a una intrínseca realidad de la naturaleza humana por la cual el hombre se abre a establecer relaciones de vínculo con los demás buscando y disfrutando del bien de estos con la consideración de que su bien es el propio bien (Tomás de Aquino, “Summa Theologica”).
De este modo, la concepción moral del bien no descansa en una interpretación subjetiva del mismo ni en el particularismo de una determinada cultura, sino que presenta una justificación racional – objetiva y universal – que el hombre, por su estatuto ontológico, puede descubrir y necesita para la mejor realización de su propia existencia. En efecto, la moral no responde a un conjunto de órdenes ciegas ni al arbitrio de una determinada sociedad, sino que supone el imperativo de autenticidad para el ser del hombre: quién es y quién debe ser. En este sentido, y a diferencia de lo que muchos piensan y opinan, la moral no descansa en el cumplimiento de un sistema de normas, sino más bien en la ejecución de un determinado modo de vida en el cual se despliega la naturaleza del hombre del mejor modo posible para el logro de su plenitud. Un modo de vida que se revela en la historia del hombre en la figura de Jesucristo, el modelo perfecto de hombre a imitar. Con Él, la concepción moral del bien puede salir del ámbito teórico para plasmarse en la praxis a través de un modelo ejemplar de conducta de vida justa que contempla al ser humano como miembro de la comunidad universal que es la humanidad, en la que unos y otros se deben un respeto proporcional al tratarse de realidades personales radical y absolutamente únicas que gozan de una dignidad incondicional.
En consecuencia si la moral no reside en el cumplimiento de unas normas, sino en el ejercicio de un concreto modo de vida asumible racionalmente del cual florecen no un canon de reglas, sino un conjunto de virtudes que perfeccionan a la persona en el obrar en la medida en que hace propio dicho modo de vida, es necesario que se afirme que la moral manifiesta el realismo de la naturaleza ontológica de la persona y su trascendencia, realidad objetiva que está sumamente alejada de esa perspectiva escéptica que, en su pretensión de negar cualquier justificación ontoteológica, encarcela el contenido cognitivo de la moral en un juego de lenguaje que anula todo contacto con la realidad y el fin intrínseco del hombre y se pierde en la pura abstracción y, en el peor de los casos, en una justificación subjetiva de un mundo objetivo.