“Todos los hombres desean por naturaleza saber”. No existe ninguna inteligencia mortal, en su sano juicio, que ante la duda de por qué está en este mundo, aquí y ahora, no arda “en deseos de encontrar una sede firme y una última base consistente para edificar sobre ella una torre que se alce hasta el infinito” (Blaise Pascal, “Pensées”, 72) y no simplemente por el interés intelectual, sino por esa necesidad existencial que exhorta a saber vivir. La fe exige ser pensada en todo momento, en cada segundo de nuestra existencia, porque si la damos por supuesta pueden estar seguros de que no alcanzaremos a saber con auténtica certidumbre si estamos conociendo y amando la auténtica verdad absoluta, el verdadero Dios de Aristóteles y el verdadero Dios de la fe. Si la razón y la fe no cabalgan juntas, sino que proceden solitarias ambas se verán siempre decepcionadas “por la inconsistencia de las apariencias” (Blaise Pascal, “Pensées”, 72).
El hombre es y es un ente que participa del ser, sin embargo no es el ser en grado absoluto. Por tanto, hay una realidad ontológica que es superior a él y a la que se remite. En una primera instancia percibimos empíricamente que nuestra existencia y la del mundo no son un algo cerrado en sí mismo, sino que apuntan a algo más: el ser, que es la verdad misma del ente frente a las apariencias. De este modo, para salir de la duda y alcanzar conocimiento alguno es preciso reconocer, porque así es, que el ser es el fundamento de la realidad y la causa de la verdad del entendimiento, que aprehende algo, todo aquello que llega a ser y es por naturaleza. El ente es el primer objeto de entendimiento. El elemento principal del ente es el ser – tener ser –, a ello se añade el ser verdadero, pues la verdad añade al ente la relación con el entendimiento: el ente es y es conocido: “todo ser es llamado verdadero en tanto en cuanto es conformado o conformable por el intelecto” (Tomás de Aquino, “De veritate”, q, 21, a. 1). El deseo de saber es lo específico del hombre y en ello radica que la existencia racional cobre su pleno sentido. No es una quimera ni un error la búsqueda de una certidumbre que guie en el ámbito del vivir. Quizá lo sea, y sólo quizá, reducir la verdad a una certeza cuasi matemática que satisfaga la voluntad y la lógica humana o a una fe que satisface el corazón. Sin embargo, la persona no puede rehuir el conocimiento, pues en él radica la felicidad. Cuando se vislumbra una verdad hallamos un cierto pensamiento que satisface una necesidad intelectual que, al mismo tiempo, conmueve y llena de dicha el espíritu humano. Pero lo propio de la verdad no es sólo apartarnos de la duda, sino, más especialmente, acercarnos a la comprensión del sentido.
Es cierto que para evitar el prejuicio y la opinión falsa es necesaria la rigurosidad que ofrece el método científico-matemático en la investigación de la verdad, tal y como propone Descartes en “Reglas para la dirección del espíritu”. No obstante, ¿es sensato dejar toda la decisión o autoridad sobre el conocimiento de la verdad a la razón?, ¿podemos estar seguros de que con la sola certeza racional se obtiene la base firme e irrevocable sobre la que pueden alzarse, una a una, todas las demás certezas, incluidas aquellas que trascienden lo contingente y abarcable por el método científico (Ludwig Wittgenstein, “Tractatus Logico-Philosophicus”), es decir, el ‘ser’ y el ‘absoluto’? No es falso que ante la cuestión del cómo todo lo que él implica puede ser descubierto a través del método científico, que avanza, paso a paso, de lo simple y conocido a lo complejo y desconocido. Pero, esto no sucede ni se presenta de manera clara al entendimiento cuando abordamos la cuestión del por qué. En este instante, repito, “nosotros sentimos que incluso si todas las posibles cuestiones científicas pudieran responderse, el problema de nuestra vida no habría sido penetrado” (Ludwig Wittgenstein, “Tractatus Logico-Philosophicus”, 6.52).
Así, el sentido de la vida, que es el más alto conocimiento al que un hombre anhela por su ontológica naturaleza, no es posible a través del método científico ni deducible a través de proposiciones matemáticas, al menos si se pretende siempre la rigurosidad. Es cierto que la influencia y la mala interpretación de la escolástica – Ockham – y del racionalismo – Descartes – llevan a un excesivo encumbramiento de la razón, dotada de total certidumbre, y del método científico, capaz de resolver, supuestamente, todas las cuestiones. Pero es un autoengaño considerar la firme certeza de la razón y que, a partir de ella puedan asentarse todas las restantes certezas con igual firmeza. De la certeza que ofrece la ciencia y la matemática no se puede extraer una verdad total e infalible, menos de cuestiones tan profundas como el ‘ser’, incapaz de ser sometido al método deductivo. ¿Cómo podemos afirmar con seguridad que la razón puede alcanzar una radical comprensión de la verdad general si con ella no alcanzamos siquiera una comprensión total de qué es el hombre más allá del cómo es?
A partir de la razón humana no podemos explicar con total certeza la idea de absoluto que hay en nosotros y que por nuestro estatuto ontológico buscamos encarecidamente porque intuimos que en ella descansa el sentido de nuestra existencia. Sin embargo, ¿la presencia en nosotros de la idea de absoluto no supondrá, realmente, la existencia de una realidad absoluta? Dicho de otro modo y con palabras casi cartesianas, ¿no es Dios quien pone su idea en nosotros?, ¿no es por Él que el hombre puede adquirir cierta comprensión de sí mismo por su razón? Ciertamente, no comprendemos el absoluto, sino que más bien sólo lo concebimos. Por tanto, ¿no será la incomprensibilidad, es decir, el conocimiento incompleto, una característica de la razón humana? Podemos tener la idea de absoluto, pero no el conocimiento completo de su esencia – como tampoco la tenemos de nosotros mismos – del mismo modo que podemos tocar un edificio, pero no abrazarlo. No obstante, si tenemos en nosotros la idea de absoluto, si bien no su esencia, el absoluto ha de ser posible, de lo contrario en la razón humana operaría la contradicción y el error y estaría inhabilitada, consecuentemente, para adquirir con certeza segura conocimiento alguno y, tristemente, deberíamos dejar las cuestiones de la fe exclusivamente a la autoridad del sentimiento.
Pero la fe o se apoya en la razón o lo hace en el vacío de una voluntad que puede estar perfectamente afectada por el prejuicio y la falsa opinión. Así, del mismo modo que todos los hombres desean por naturaleza saber (Aristóteles, “Metafísica”) “la teología necesita un punto de apoyo: el que le ofrece la búsqueda y la pregunta del espíritu humano. No se puede construir sobre la nada intelectual” (J. Ratzinger, “Fe y futuro”). El hombre, en cualquier campo, nunca debe renunciar a la verdad replegándose a lo estricta y supuestamente contrastable, sino que debe siempre avanzar acorde a la perenne pregunta por la misma verdad que se formula y en la que comprende su sentido. En cuanto a la fe, nunca puede darse por supuesta, no cabe renunciar a la razón y cimentar la fe sobre la sola autoridad: “el haber oído decir una cosa no debe nunca constituirse en regla de vuestra fe; al contrario, no debéis creer nada sin colocaros previamente en una situación como si no lo hubierais oído nunca. Lo que os debe hacer creer es el consentimiento de vosotros con vosotros mismos y la voz permanente de vuestra propia razón” (Blaise Pascal, “Pensées”, 282).
Ni la razón ni la fe gozan de una certeza exenta de duda. La incertidumbre y la falta de certeza es una total constatación de la existencia. En cada instante hay que tomar decisiones y las más trascendentes siempre por lo incierto. Si esperamos tener una total certeza de todo no podremos hacer nada. “La fe debe admitir su propia responsabilidad filosófica, consistente en tener que preguntarse de un modo continuo por su propia racionalidad […] En ella, se presenta como una oferta de sentido que no se podrá probar, pero sí comprenderse” (J. Ratzinger, “Fe y futuro”), de lo contrario se torna esotérica. La fe si se abre a la verdad del Ser debe abrirse forzosamente a la ciencia por el simple hecho de que en la realidad hay en absoluto un ente y no más bien nada (Heidegger, “¿Qué es la metafísica?”). Si todo lo que es y es algo es ente; si el ente tiene ser – o mejor dicho participa del ser – es irrevocable que el fundamento último de la verdad es el Ser en sí, de quien depende el macrocosmos (universo) y el microcosmos (hombre), que presentan un orden y una coherencia ontológica propia cuyo fundamento es el Ser. La verdad, decimos, se predica de las cosas en orden al entendimiento. Como el acto de ser se da en grados de menor a mayor intensidad en las cosas, es decir, de las más imperfectas hasta Dios, el entendimiento humano – que es la de un ente que tiene ser, pero no el ser en grado absoluto –, que podría no existir, no es su fundamento, pues las cosas pueden existir y existen al margen de la existencia del hombre, debemos decir que la idea de todas las cosas que existen –y de las que existen y tienen participación en el ser – se encuentra en el entendimiento del Ser en sí, de Dios: “las cosas sensibles existen realmente; y si existen realmente, son percibidas necesariamente por una mente infinita; por tanto existe una mente infinita o Dios” (George Berkeley, “Tres diálogos entre Hilas y Filonus”). Si el Ser en sí no existiese, no tendríamos explicación de por qué hay ente y no más bien nada; tampoco habría explicación para hablar del orden y la coherencia interna de las cosas, que proceden de Dios y tienen en Él su principio y causa: en definitiva, no podríamos hacer ciencia.
Muchos utilizan la ciencia para negar a Dios y creen hallar motivos evidentes para su negación. Sin embargo, nada más erróneo que la negación del ser. La única evidencia que tenemos es la del ser. No puede existir nada autosuficiente que previamente no contenga en sí la participación en el ser. Es una evidencia palmaria que el no al ser supone una seguridad infundada en una realidad irreal en la que se niega la condición de posibilidad de la realidad misma al concebirse una materialidad autosuficiente que no cuenta con el ser que es la fuente de su posibilidad. Convenimos pues que es necesario el sí a la realidad y al ser, que se manifiesta si bien no tenemos de él una certeza absoluta. El no a Dios es posible, aunque, del mismo modo que el ateísmo, no es refutable por la sola razón. No obstante, me decanto por el sí a Dios, pues la evidencia de la realidad, la presencia del ente, conduce necesariamente a considerar que el ser es necesariamente su causa fundante, su fundamento. Y esto también es irrefutable, pero parece más lógico y sensato, pues hay ser y no más bien nada (Heidegger, “¿Qué es la metafísica?”). Por tanto, si creemos en Dios, en el Ser en sí, por qué no estudiaremos la ciencia.
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