“Todos los hombres desean por naturaleza saber” (Aristóteles, “Metafísica”, I, 985 a), pero no sólo para adquirir una certeza conceptual, sino más bien la seguridad existencial, ese punto de apoyo que puede desarrollarse a través del correcto gobierno de uno mismo en la vida práctica para alcanzar la plenitud. El hombre busca, por necesidad intrínseca, la certeza existencial de sí mismo que ofrece de modo ilusorio la ideología y de modo real el Ser, quien “ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo” (Juan Pablo II, “Fides et ratio”).
“Los que no han encontrado su verdadera riqueza, que es la alegría radiante del Ser y la profunda e inconmovible paz que la acompaña, son mendigos, incluso si tienen mucha riqueza material. Buscan afuera mendrugos de placer o de realización para lograr la aceptación, la seguridad o el amor, mientras llevan dentro un tesoro que no sólo incluye todas esas cosas sino que es infinitamente mayor que todo lo que el mundo pueda ofrecer” (Eckhart Tolle, “El poder del ahora”). El hombre necesita conocerse a sí mismo y la realidad que le envuelve para escudriñar los misterios de una existencia que le es dada junto a la razón, que es la capacidad de pensar, de ascender mediante el estudio del mundo natural hasta la causa última de la realidad, la cual le permite vivir de acuerdo con su estatuto ontológico – con su yo, con su espíritu – y no con las apariencias que ofrece la ideología – la que sea –, la cual trabaja para eliminar los pensamientos propios, esos que esperan en todo momento no sólo una respuesta, sino una decisión concreta para dar cumplimiento a una existencia abocada a realizarse, a ser.
El hombre necesita, a modo de imperativo de autenticidad, remontarse hasta la fuente de la certeza y de la verdad. Para ello es indispensable, con honestidad, aunar la razón y la fe, y no desacreditar a una en beneficio de la otra. Desde luego, interviene el límite de la inteligencia humana, “lo que se puede en general decir, se puede decir claramente” (Ludwig Wittgenstein, “Tractatus logico-philosophicus”, prólogo), en consecuencia, “de lo que no se puede hablar, mejor es callarse” (Ludwig Wittgenstein, “Tractatus logico-philosophicus”, 7). No obstante, “sentimos que incluso cuando todas las posibles preguntas científicas han sido contestadas, los problemas de nuestra vida no han sido tocados siquiera” (Ludwig Wittgenstein, “Tractatus logico-philosophicus”, 6.52), lo que confirma que no buscamos sólo una certeza conceptual, sino una verdad que confiere sentido y propósito a la existencia: por lo que “hay que saber dudar donde es necesario, asegurarse donde es necesario, sometiéndose donde es necesario. Quien no lo hace no escucha la fuerza de la razón. Los hay que pecan contra estos principios: o bien aseverándolo todo como demostrativo, por no entender de demostraciones; o bien dudando de todo por no saber dónde hay que someterse; o bien sometiéndose a todo, por no saber dónde hay que juzgar” (Blaise Pascal, “Pensées”, 268).
Sin duda, muchas cosas escapan a nuestra inteligencia, pero una resulta clara y distinta, el ser: Ante el asombro de que hay un mundo, de que hay ente y no más bien nada (Martin Heidegger, “¿Qué es la metafísica?”), de que existe lo que existe, nos situamos en el umbral de lo trascendente. En la cuestión del sentido de la existencia del hombre no se depende tanto de un juicio de la razón, que también, como de una decisión del hombre entero, pues la adecuación con la verdad, el estar convencido de que uno está ante la verdad, depende siempre, en última instancia, del consentimiento con nosotros mismos. Además, por mera honradez, uno es consciente de que ante el conocimiento de la realidad, de lo que uno mismo es y debe ser, no puede llegar con unos principios preestablecidos, que la certeza no se adecua al pensamiento de uno mismo del mismo modo con el que distribuimos los muebles en el hogar, sino que, al contrario, debemos abrirnos a ella, con toda la disposición de nuestro entendimiento y de nuestra voluntad para adquirir la certidumbre buscada que, hay que decirlo, no es para nada la claridad absoluta. Siempre restará, por nuestra limitación, la incertidumbre, que, sin embargo, es la mayor prueba de que la verdad no es una invención del intelecto humano.
Los hombres desean saber, sí, pero saber la verdad no es limitarse a pensarla, sino que hay que encontrarse con ella, vivirla. Y la verdad es el ser, que es el primer concepto que capta el entendimiento. La realidad entera está bañada por el ser, así que la verdad está ahí, por lo que sólo viviendo la existencia con la honestidad suficiente para abrirse a la verdad podremos conocerla. Cierto, podemos atrapar mediante el estudio de la realidad cómo es el mundo, pero no lo realmente importante y trascendente, que el mundo es. Para esto último sólo cabe lo dicho, vivir y querer conocer y amar la verdad mediante las dos grandes facultades humanas, la razón y la fe – el hombre debe pensar al creer, y debe creer al pensar –. Mediante el juicio y la oración – meditación –, que son dos modos que tenemos de reflexionar y de abrirnos a la realidad del ser. “Lo místico no es cómo es el mundo, sino que el mundo es” (Luwig Wittgenstein, “Tractatus logico-philosophicus”). El conocimiento de lo primero podemos alcanzarlo por la sola razón, pero lo segundo, que es lo que realmente deseamos, sólo puede ser adquirido por la confianza en la verdad, por la fe: “el pensamiento no te puede dar algo que nunca ha sido experimentado y nunca ha sido conocido – empíricamente – […] Lo desconocido no procede de tu memoria, de lo contrario, no sería desconocido. Lo desconocido penetra en tu memoria […] Tu memoria tiene que hacerle sitio” (Osho, “La sabiduría de las arenas. Charlas sobre sufismo”), con total confianza.
La apertura a la verdad del ser es una problemática de la vida, pero una exigencia: “el pobre ser humano se encuentra colocado en una posición dificilísima. Porque es como si se le dijera: “si quieres realmente ser, tienes necesariamente que adoptar una muy determinada forma de vida. Ahora: tú puedes, si quieres, no adoptarla y decidir ser otra cosa que lo que tienes que ser. Mas entonces, sábelo, te quedas sin ser nada, porque no puedes ser verdaderamente sino el que tienes que ser, tu auténtico ser”. La necesidad humana es el terrible imperativo de autenticidad. Quien libérrimamente no lo cumple, falsifica su vida, la desvive, se suicida” (Ortega y Gasset, “El tema de nuestro tiempo”).
La vida no es una ecuación (racionalismo) ni un estanque (fideísmo), sino una travesía. La vida no se resuelve por pura reflexión, sino siendo; en ningún campo del saber – tampoco el de las ciencias naturales – es posible alcanzar una autogarantía del pensamiento humano. La cuestión de la evidencia es absolutamente insoluble pues “todos los argumentos a favor de la evidencia representan un círculo vicioso y todos los argumentos en contra de ella una contradicción interna” (Wolfgang Stegmüller, “Metaphysik-Skepsis-Wissenchaft”). En la evidencia sólo se puede tener fe, “si no creyera en la evidencia, no debería siquiera intentar argumentar” (Wolfgang Stegmüller, “Metaphysik-Skepsis-Wissenchaft”). Del mismo modo que no es posible una autogarantía del pensamiento humano, tampoco es correcto el tratar de buscar certeza última solo con la fe, obviando que la razón está capacitada para descubrir verdades fundamentales para la existencia del hombre, pues se abren las puertas de par en par al irracionalismo, al sentimentalismo y al antinaturalismo – la gracia no destruye la naturaleza, sino que la eleva –. La aceptación de la fe procede siempre de un juicio de la razón – que duda, juzga y se somete – que piensa que es creíble lo que cree (San Agustín, “Sobre la predestinación”, II, 5).
Vívete y deja que la confianza sea tu actitud hacia la verdad, “la fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven […] Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, de manera que lo que se ve resultase de lo que no se ve” (Hb 11, 1-3). El origen siempre es el objetivo, si procedemos del Ser hemos de ir hacia Él.
[…] Tú puedes, si quieres, decidir ser otra cosa que lo que tienes que … […]
Joan, brillante entrada, para reflexionar.
Saludos Adam, muchas gracias por comentar.
Hay que decir que es necesario para la salvación del hombre que se dé un conocimiento revelado por Dios, además de la ciencia filosófica construido por la razón humana. En primer lugar, en efecto, porque el hombre se dirige a Dios como a un final que supera el alcance de su razón: El ojo no vio, oh Dios, fuera de ti, las cosas que Tú has preparado para los que esperan a ti. Pero al final debe primero ser conocido por los hombres que están a dirigir sus pensamientos y acciones para el final. Por lo tanto, era necesario para la salvación del hombre que ciertas verdades que superan la razón humana deben darse a conocer por revelación divina. Incluso en cuanto a las verdades acerca de Dios como la razón podría haber descubierto, era necesario que el hombre debe ser enseñado por una revalorización divina, porque la verdad acerca de Dios como la razón puede descubrir, sólo sería conocida por unos pocos, y que después de un mucho tiempo, y con la mezcla de muchos errores. Considerando que la salvación de todo el hombre, que está en Dios, depende del conocimiento de esta verdad. Por lo tanto, para que la salvación de los hombres puede ser provocada más bien coordinado y con más seguridad, era necesario que se les debe enseñar las verdades divinas de la revelación divina. Por lo tanto, era necesario que, además de la ciencia filosófica construido por la razón debe haber una ciencia sagrada aprendido a través de la revelación.
Saludos Silvia, muchas gracias por su aportación al tema, desde luego es muy interesante cuanto dice. Se agradece enormemente, un saludo.