El ser, decíamos, es el elemento principal de todo ente, es la actualidad de todas las cosas (Tomás de Aquino, “Summa Theologica”, I, p. 4, a.3, ad 3), aquello por lo que las cosas son. No hay ninguna realidad que no sea, pues sin ser no habría nada: el perro, es; las nubes, son, las personas, somos. El ser abarca todo lo que las cosas son; no obstante, ningún ente es ser puro; ninguna realidad creada es ser solamente, sino que tiene ser. El ente es un modo determinado de ser. Por tanto, el ser es el principio de entidad de las cosas, pero como el ente no es el ser puro, el acto de ser se da en grados de menor a mayor intensidad, desde las realidades más imperfectas hasta Dios, que es propiamente el ser puro en cuanto que en Él no hay nada accidental; todo lo que es Dios lo es en grado absoluto: Dios es ipsum ese subsistens (el ser subsistente por sí mismo).
El ser, acto fundamental de la realidad, es la perfección más íntima de un ente y la raíz de sus restantes perfecciones. En este sentido, Dios, que posee el ser en toda su profundidad, no es un ente como los otros que tienen ser, sino que Él, causa primera del ente, es su ser, es decir, no hay distinción real entre Dios y el ser: el Ser es Dios y Dios es el ser – Dios lo es todo absolutamente, posee en sí todas las perfecciones –. No obstante, cualquier realidad que conocemos, antes que nada, es y es algo como ya dijimos: “lo primero que concibe el entendimiento, como lo más conocido y en lo que se resuelven todos sus demás conceptos es el ente” (Tomás de Aquino, “De veritate”, 1,1, c). Si el ente es el primer concepto del entendimiento humano, pues todo lo que conocemos supone conocerlo en cuanto ente, podemos decir, sin error, que todo ente es verdadero; que la verdad es.
“Todos los hombres desean por naturaleza saber”. Así comienza el Estagirita su Metafísica. No existe ninguna inteligencia mortal, en su sano juicio, que ante la duda de por qué está en este mundo, aquí y ahora, no arda “en deseos de encontrar una sede firme y una última base consistente para edificar sobre ella una torre que se alce hasta el infinito” (Blaise Pascal, “Pensées”, 72) y no, precisamente o simplemente por un interés intelectual, sino por una necesidad existencial: para saber vivir. Sin embargo, y al intento de la certeza matemática de Descartes nos remitimos, “nuestra razón se ve siempre decepcionada por la inconsistencia de las apariencias” (Blaise Pascal, “Pensées”, 72). Sin embargo, y por lo visto desde la primera entrada hasta aquí, la mejor decisión no parece ser la del escéptico, sino que el ser viene en auxilio de la razón humana, también a la que duda de si duda o a la que duda de si es. Tengamos en cuenta, además, que ni la duda ni la idea de sin sentido se hallan en la realidad misma, sino sólo en el conocimiento que el hombre tiene de sí mismo y del mundo.
El hombre es y es algo, sin embargo no es el ser en grado absoluto. Por tanto, hay algo que es superior a él y a lo que se remite. En una primera instancia percibimos empíricamente que nuestra existencia y la del mundo no son un algo cerrado en sí mismo, sino que apuntan a algo más: el ser, que es la verdad misma del ente frente a las apariencias. De este modo, para salir de la duda y alcanzar conocimiento alguno es preciso reconocer, porque así es, que el ser es el fundamento de la realidad y la causa de la verdad del entendimiento, que aprehende algo, todo aquello que llega a ser y es por naturaleza. El ente, ya dijimos, es el primer objeto de entendimiento. El elemento principal del ente es el ser – tener ser –, a ello se añade el ser verdadero, pues la verdad añade al ente la relación con el entendimiento: el ente es y es conocido: “todo ser es llamado verdadero en tanto en cuanto es conformado o conformable por el intelecto” (Tomás de Aquino, “De veritate”, q, 21, a. 1).
No podemos dudar de si la realidad es o no es, de si es verdadera o no, pues todas las cosas son cognoscibles y sólo son cognoscibles en cuanto tienen ser. Así, es verdadero todo lo que es cognoscible, y es susceptible de ser conocido todo aquello que es en acto, es decir, el ente. No obstante, el ente tiene ser, pero no es el ser en grado absoluto – el ser en sí –, en consecuencia el ente es verdadero, pero no es el fundamento de la verdad, pues es el ser puro, Dios, y sólo él quien causa la verdad. En este sentido, y ante toda posición escéptica debe decirse, “reconoce, pues, hombre soberbio, qué paradoja eres para ti mismo. Humíllate, razón impotente; calla, naturaleza imbécil. Aprende que el hombre supera infinitamente al hombre y escucha de tu maestro tu verdadera condición, que ignoras. ¡Escucha a Dios!” (Blaise Pascal, “Pensées”, 434). Así pues, al cogito, ergo sum cartesiano es preciso añadirle el credo, ergo sum pascaliano, pues si la realidad, ontológica, acude en auxilio de la razón humana es la sumisión razonada de esta a la verdad revelada la que permite al hombre el poder conocerse a sí mismo y a la realidad en mayor plenitud.
Nota: en la siguiente entrada hablaremos de la verdad y de Dios.
Muy bueno y bien explicado. Gracias.
Saludos Malourdese. Muchas gracias por su comentario, se agradece. Un saludo.
Muy buenas las entradas. Cuesta el lenguaje pero muy interesante.
Saludos Eric, muchas gracias por comentar. Un saludo.
A Dios no se accede por la sola razón, pero Dios sí se hace accesible a la razón. El error mayúsculo del pensamiento contemporáneo reside en ignorar que Dios apela al hombre. Así, se aniquila toda especulación metafísica y se encierra a la religión en el ámbito del sentimiento. Sin embargo, el terreno de la fe es la razón, pues Dios, el Ser personal – el Ser en Sí – solicita al hombre y sólo al hombre – ser participado –, que es el supuesto individual de naturaleza racional (persona est naturae rationalis individua substantia. Boecio, “Liber de persona et duabus naturis, contra Eutychen et Nestorium). La fe es un don de Dios y no un invento del entendimiento humano; por tanto, posee un carácter personal cuyo enunciado no es un “creo en algo” sino un “creo en ti” (Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo). La fe, pues, “no significa saber a medias, sino una decisión existencial. Es vivir referidos al futuro que Dios nos concede más allá todavía de las fronteras de la muerte. Esta dirección es la que le da peso, medida, sus leyes y, precisamente de este modo, su libertad. En realidad, una vida en torno a la fe se parece más a una ascensión a la montaña que a un somnoliento estar sentado frente a la chimenea. Pero quien se une a esta peregrinación sabe y experimenta cada vez más que la aventura a la que se nos invita vivir, vale la pena” (Joseph Ratzinger, Fe y futuro).
[…] misteriosa que objetivable, sino más bien en el prejuicio que tiene la persona sobre la realidad. La vida es un hecho que exige una decisión que debe transformarse a posteriori en un obrar medido por un determinado […]
[…] Hay una verdad del hombre y, por consiguiente, como sujeto social, hay una verdad política y ética. El ser en tanto ser es una certeza clara y distinta imposible de refutar. Por tanto, estamos ante una ontología del ser con una ley que no es subjetiva ni consensuada, sino que debe hallarse fijado a una instancia trascendente, el Ser en sí del que ya hemos hablado. De este modo, es necesario, si buscamos la verdad y el bien de la persona, reintroducir lo trascendente en el quehacer humano – que en ningún momento supone o implica la presencia de lo religioso como elemento regidor del ámbito sociopolítico –, pues de lo contrario deberíamos sostener con error que la nada es la realidad última sobre la que se acomoda el ser del hombre, lo que es un absurdo en cuanto que es el ser el principio de entidad de todo ente. […]