El reconocimiento de la libertad religiosa no sólo legitima la democracia, sino que es un indicador infalible que permite descubrir hasta qué punto se hallan enraizadas y respetadas el resto de libertades y derechos en el marco democrático. Habrá quien considere que la libertad religiosa no posee en sí tanta trascendencia. Ésta será una opinión admisible, pero errónea, pues la libertad religiosa se refiere a lo más profundo del ser humano, al pensamiento y a la creencia – sea cual sea, desde el cristianismo al ateísmo –; a la visión que tiene el hombre del mundo y de sí mismo y, en consecuencia, al modo en que despliega y desarrolla su proyecto existencial junto con el resto de los seres humanos; pues, como indica Ortega y Gasset, “no hay vida posible, sublime o íntima, discreta o estúpida que no consista esencialmente en conducirse según un plan muy determinado. Incluso abandonar nuestra vida a la deriva en una hora de desesperación es ya adoptar un plan” (Ortega y Gasset, “Misión de la Universidad”).
Cuanta menor es la libertad religiosa y /o de pensamiento en una sociedad se puede afirmar, casi con absoluta seguridad, que mucho de lo que uno piensa y dice no difiere de lo que todo el mundo igualmente piensa y dice. Cuanto esto sucede nos hallamos ante una forma de totalitarismo invisible o, en palabras de Tocqueville, en un despotismo blando. En efecto, las estructuras de poder, a diferencia de otros tiempos, no se imponen por medio del tiránico terror ni mediante la violenta opresión, sino a través de un paternalismo que torna en autómata al sujeto, sin que este se dé necesariamente cuenta de ello al no haber cadenas físicas de por medio. Cuando se niega la libertad de pensamiento y/o de religión se puede estar seguro de que dichas estructuras, económicas o políticas, son las que se encargan de crear individuos morales atados a una correspondiente ideología. La libertad religiosa es una cuestión que no puede eludirse, pues está en juego la vida misma de la persona y la incondicional dignidad del ser humano, pues no es el Estado el que hace que una sociedad sea moralmente buena y justa, sino que son las personas mismas, en vistas al bien común, las que hacen que una sociedad sea libre, buena y justa. Son ellas las que configuran o deben configurar con su actuación el Estado, de lo contrario se tornan individuos autómatas al servicio de una ética utilitarista.
Las cuestiones que afectan a la existencia misma de la persona nunca pueden dejarse con exclusividad en manos de la autoridad. Nunca, bajo ningún concepto, debe permitirse que la realidad de los ciudadanos reste tutelada, pues si esto acontece no es segura la custodia de la dignidad del hombre ni, en consecuencia, el reconocimiento de los proyectos personales que alcanzarán el bien común. No puede construirse ninguna sociedad que apunte como fin a dicho bien si se aniquila la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión y su correspondiente manifestación, ya sea en el ámbito privado o en el espacio público, sin ahogo – siempre, por supuesto, que no se atente contra el bien común –. No es posible, pues, la edificación de una sociedad si se olvida e ignora la dignidad del ser humano y su razón de ser, que no es otra que alcanzar la plenitud existencial.
Hay que añadir que la recurrente distinción entre la vida pública y la privada forja un reduccionismo antropológico que aniquila la dignidad ontológica y moral de la persona y genera un proceso de alienación en cuanto que la apura a dejar de ser quien debe ser según una muy determinada forma de vida en la que radica su sentido y realización. Lo privado y lo público no son dos mundos distintos, sino que “el término público sigfnifica el propio mundo, en cuanto es común a todos nosotros” (Hannah Arendt, “La condición humana”). Además, la religiosidad del hombre responde, inevitablemente, a su modo de ser. La correcta distinción Iglesia-Estado no puede excluir el hecho religioso del ámbito público sino se quiere edificar una dictadura del pensamiento en la que la ideología de las estructuras de poder sea la que tome las decisiones fundamentales de la persona. Por esta razón y en vistas al bien común, todo Estado democrático debe reconocer la dignidad del ser humano y garantizar la realización de este, que, para muchos, se ejecuta en clara comunión con Dios. Así, un verdadero Estado democrático no puede excluir la vida religiosa del espacio público. Un espacio donde tiene cabida todo pensamiento humano: el del ateo, el del creyente y el del agnóstico. Todo sujeto tiene derecho a intervenir en la vida pública y tomar decisiones sin excluir su convicción, teniéndose en cuenta que las ideas siempre se proponen en diálogo con todos los hombres – con independencia de credos o modelos concretos de ciudadanía –, aunque sólo se deben aceptar si reconocen la dignidad incondicional de la persona y potencian todos aquellos proyectos personales que procuran el bien común. En este sentido, la tolerancia, que es un valor democrático y una eficaz medicina contra el fundamentalismo y la tiranía, también puede convertirse en una inmoralidad, “cuando una ética democrática empieza a tolerar el mal” (Vaclav Havel, “Entrevista”, ABC Cultural, 5 de mayo de 1995), es decir, a mostrarse indiferente frente al bien común – lo que Hannah Arendt denomina la banalidad del mal “Los orígenes del totalitarismo” –.
Por otro lado hay que terminar con la idea, equivocada, de que lo no religioso constituye, en exclusiva, el horizonte de la razón; nada “permite concluir que lo no-religioso, simplemente por tal, por no-religioso, no sólo está ya legitimado para hacerse valer en el proceso de formación de lo público común sino que goza, a priori, de esa venturosa condición de lo común y puede, por lo mismo, sin más, ser asumido-impuesto con carácter general” (González Vila, “Sobre lo laico y lo común”, en “Diálogo filosófico”, n. 72, p. 409). La aconfesionalidad no posee como condición intrínseca la exclusión de la religión ni la entronización de la no-religión. La auténtica laicidad en el seno de la democracia exige la higíenica existencia de aquellos pensamientos y credos distintos que contribuyen a preservar el verdadero y único fundamento de la sociedad: la dignidad del hombre plasmada en la consecución del bien común y la justicia social. De lo contrario caemos en la funesta amenaza del pensamiento único que ofrece una simplificadora interpretación antropológica del hombre que, bajo el liberalismo y el comunismo, se convierte en un individuo cuyo fin es contribuir al crecimiento del sistema económico o en un simple engranaje de la maquinaria del Estado.
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Lo peor que le puede ocurrir a la sociedad es la existencia de una voluntad general directora de los acontecimientos, y que esta voluntad se perciba como lo correcto por parte de los ciudadanos. Es lo que ocurre con la ideología, aceptada como lo neutro, justo y correcto.
Saludos Pablo.
Coincido con lo que dices. Hay que evitar, en todo lo posible, la existencia de una “razón pública”, nadie puede, mediante ningún mecanismo, aunque sea mediante procesos democráticos, ser obligado a disentir ante los demás de su pensamiento o creencia. Cada uno es, irrevocablemente, responsable de la custodia de una manera de vivir, que no es otra que la cosntrucción de una verdadera polis humana en la que todos busquen el bien común. Y esta tarea, como ya he dicho en otras ocasiones (http://opusprima.com/2013/01/11/el-amor-exige-la-afirmacion-de-la-persona-en-si-misma/), es mediante el amor, el cual permite la promoción y la realización del hombre y todas sus dimensiones.
Muchas gracias por comentar.
Aquí está la clave: «se puede afirmar, casi con absoluta seguridad, que mucho de lo que uno piensa y dice no difiere de lo que todo el mundo igualmente piensa y dice». Hoy se experimenta en grado máximo la libertad de expresión, pero esta no puede confundirse con la libertad de pensamiento. ¿Nos expresamos por nuestro pensamiento, o con el pensamiento que nos intruducen en la mente?
Saludos Rafa. Interesante pregunta la que formulas. Muchas gracias por comentar.
Muy de acuerdo con lo que dice aunque no comulgo con su creencia. Aquellos que dicen que la religión es algo que debe reservarse a lo privado no entienden que la religión jamás ha sido algo personal, sino algo social.
Saludos Daniel. Muchas gracias por su aportacion al tema. Creo que no me equivoco si ha acertado de pleno en la cuestión. Muchas gracias.