Conocerse a uno mismo es indispensable para la plenitud existencial. El hombre, para ser, debe tomar una decisión fijada en un objetivo por el que orientará su existencia y por el cual desarrollará toda su actividad; ese objetivo será el porqué, la finalidad de su vocación. Es necesario, en este sentido, un conocimiento adecuado de uno mismo y de la realidad, pues la verdad es una necesidad constitutiva del hombre, la tendencia natural al ejercicio de sus facultades. Ciertamente, y la experiencia nos lo demuestra, se puede vivir al margen de la verdad, pero esa existencia es vacía y ficticia, propia del autómata, como hemos dicho en las entradas anteriores. En el caso del hombre, cuya forma de vida no le es impuesta, la existencia sólo es posible y alcanza su pleno desarrollo, realmente, en la verdad; sin ella, la vida no es vividera.
El hombre sólo puede vivir en la falsedad deshumanizándose, convirtiéndose en autómata o, como señalan autores como Ortega y Gasset en “El hombre y la gente” y Fromm en “El miedo a la libertad”, transformándose en muchedumbre, en hombre masa, en el ente que se subordina a una ideología y convierte el propósito de ésta – ficticio, pero que se presenta bajo la apariencia de real – en su propio propósito existencial. Sin embargo, “la vida, bien lo sabemos todos, la vida da mucho que hacer. Y lo más grave es conseguir que el hacer elegido en cada caso sea no uno cualquiera, sino lo que hay que hacer – aquí y ahora –, que sea nuestra verdadera vocación, nuestro auténtico quehacer” (Ortega y Gasset, “El hombre y la gente”), porque “si quieres realmente ser, tienes necesariamente que adoptar una muy determinada forma de vida. Ahora: tú puedes, si quieres, no adoptarla y decidir ser otra cosa que lo que tienes que ser. Mas entonces, sábelo, te quedas sin ser nada, porque no puedes ser verdaderamente sino el que tienes que ser, tu auténtico ser” (Ortega y Gasset, “El tema de nuestro tiempo”).
Quien no alcanza este mandamiento intrínseco de la naturaleza ontológica del ser humano padece la vivencia de la nada del ser, que se manifiesta mediante la experiencia del vacío interior, del aburrimiento existencial de aquel sujeto que puede llegar a sentirse tan completamente frustrado que no busca más que la distracción y el olvido porque, o bien considera que no hay nada por lo que valga la pena vivir, o bien porque en una vida de autómata, ha convertido los bienes contingentes en el bien real al que se inclina, pero como sólo son bienes aparentes e intrascendentes su satisfacción no da la felicidad, sólo un pasajero placer. De este modo se entra en la estéril dinámica en la que se requiere, de continuo, estímulos cada vez más enérgicos para alcanzar placer, un placer que suplanta a la verdadera plenitud.
Dice Kierkegaard, en “Ejercitación del cristianismo”, que el arte de vivir es querer una sola cosa, que es la que denominamos felicidad o plenitud existencial. Y parece ser que esto es así, “pues, de las cosas que hacemos hay algún fin queremos por sí mismo, y las demás cosas por causa de él” (Aristóteles, “Ética Nicomáquea”). De lo contrario, si lo elegido está determinado por otra cosa el proceso, vacío y vano, sigue hasta el infinito, y esto es lo que acontece cuando el deseo del hombre se divide en distintos objetivos, y no sólo se dedica menos a cada uno, sino que se cae en esta vivencia de la nada del ser o en la neurosis obsesiva que señala Fromm en “Del tener al ser”. Este bien o esta cosa que es la única que se quiere y a las demás cosas como medios para alcanzarla no es una realidad contingente, sino una de perenne a la que se ordena el quehacer humano a lo largo de la existencia. Además, como no sólo vivimos en “un mundo que directa o indirectamente testifica la presencia de otros seres humanos”, sino que “el hombre no puede vivir al margen de la compañía de sus semejantes” (Hannah Arendt, “La condición humana”), esta única cosa querida que es el bien mayor realizable “depende de la cooperación” (Bertrand Russell, “La conquista de la felicidad”). Y si este bien mayor exige la cooperación y, por otro lado, muestra que es un bien común a todos los hombres; si además reconocemos que la persona es un fin en sí misma, es decir, posee una dignidad incondicional, convenimos o hemos de convenir que para alcanzar la plenitud la relación entre los hombres debe venir mediada por el amor: sólo el amor, verdaderamente, puede mostrar al hombre la actitud que debe adoptar hacia el otro, en ese encuentro entre un ‘yo’ y un ‘tú’ que son el uno para el otro en vistas a su fin, el bien común en el que se realizan todos los proyectos personales de la entera humanidad. Descubrir esto último es importante, como se ha visto en las anteriores dos entradas, para evitar la ideología que transforma la finalidad intrínseca del ser humano.
El hombre, lo he dicho en distintas ocasiones, no es un Robinson Crusoe. El hombre, todos nosotros, nos hallamos, de continuo, directa o indirectamente según el instante, formando parte de una red de relaciones interpersonales en la que el bien de la persona, necesariamente, es el bien de todos: al hombre no le puede ser ajeno el hombre, pues su bien es un bien eminentemente social. Yo sólo puedo realizarme en compañía de mis semejantes, a quienes he de amar como a mí mismo, es decir, como un fin en sí mismos, como la medida de todas las realidades existentes. Sin embargo, perdidos en el hombre del tener, cuántas son las veces, para no decir siempre, que esperamos que los demás nos traten y nos amen como dioses, mientras nosotros queremos a los demás con el amor con el que se quiere a las cosas. Por fortuna, podemos liberarnos de las cadenas que atan a la mentira y al mal, pero para ello se requiere conocimiento de uno mismo y, en consecuencia, del mundo y del hombre. Así, conoceremos cual es nuestro real objetivo, sabremos qué es lo que hemos de querer, y que esa realidad querida, la felicidad o plenitud existencial, sólo se alcanza junto con los demás hombres mediante el amor. Ciertamente, esta es la tarea más difícil que puede asumir un hombre, y más en una sociedad tan comercializada, porque supone la total donación de su ser a cambio de nada y, probablemente, descubramos, además, “que uno no puede cambiar las cosas”, o no todas; sin embargo, “habrá conseguido vivir y morir como un hombre, no como un borrego” (Erich Fromm, “Del tener al ser”). Esperemos, no obstante, y esforcémonos para que sean más quienes se quiten la cinta de los ojos, que sean más quienes se conozcan a sí mismos, desde el convencimiento, por parte nuestra, de que el mundo se hace mejor no con la opinión ni el deseo de hacerlo mejor, sino con el ejemplo, con el amor. Hace falta, pues, como dice Miguel Ángel Ariño, “educar en unos principios morales que respeten la dignidad de la persona, y en primer lugar la dignidad de uno mismo”.
Entradas anteriores:
Muy buenas entradas. Vi que tenías dos entradas y las reservé para hoy que puedo leerlas con más calma y veo que has hecho una tercera. ¿Habrá más?
Saludos Inés, muchas gracias por tu comentario. No habrá más, esta tercera es la última. Gracias.
Extraordinario texto. Me agrada leer esto de «que uno no puede cambiar las cosas”, o no todas; sin embargo, “habrá conseguido vivir y morir como un hombre, no como un borrego”.
Saludos Cristina, me alegro. Muchas gracias por comentar.
Muy buena entrada, ¡felicidades!
Saludos Nando, muchas gracias por comentar.
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