En el mundo hay dos tipos de hombre, el que fundamenta su vida en el tener y el que fundamenta su vida en el ser. El primero se halla regido por las necesidades sociales establecidas por el sistema, el segundo gobierna su vida en función de los valores y principios intrínsecos que emanan de su estatuto ontológico. En la sociedad occidental contemporánea predomina el primer modelo de hombre, cuyo pensamiento y voluntad no son totalmente genuinos, sino que su contenido, en gran medida, es originado por una realidad exterior. Así, ofrece ‘su’ opinión sobre una cuestión determinada, pero esta opinión coincide, en mayor o menor exactitud, con el artículo del periódico que ha leído. También nos dice que se comprará un vehículo ‘x’ por una serie de razones que no son otras que las que presenta el anuncio publicitario para comprar éste y no otro coche. Razones de la publicidad, por otro lado, cuya poca verdad y exuberante mentira no contemplan el beneficio utilitario del consumidor, sino el lucro propio.
El hombre que enraíza la existencia en la cultura del tener está convencido de que sus opiniones y decisiones son totalmente propias; sin embargo, y algunos son conscientes de ello, ajusta el pensamiento y la voluntad al gusto del sistema y que la propaganda se cuida de establecer como el indicado y el correcto para la sociedad y el hombre sano o en su juicio. En cambio, quien se conoce a sí mismo, el hombre de la cultura del ser, auténtico señor de su opinión y de sus decisiones, es presentado por la opinión pública como un sujeto estrambótico, un outsider al que se calumnia y/o se persigue por predicar la verdad y la virtud. Así, el hombre del tener quiere y se mueve por aquello que socialmente se supone que debe querer, sobre todo, por miedo al aislamiento o a sentirse diferente. En cambio, el hombre que fundamenta su existencia en el ser quiere justamente el bien real – y no uno de aparente – hacia el que se inclina la naturaleza humana. Cuando uno se conoce a sí mismo, la prioridad ontológica del bien, fortalecida en el obrar mediante la virtud, hace posible que la inteligencia descubra el bien que se debe alcanzar y que la voluntad se mueva con acierto hacia dicho bien precisamente por su razón de bien real.
El control sobre la opinión es el poder más decisivo en los asuntos sociales en cuanto que influye de manera directa en las decisiones que toma la persona, sobre todo bajo un sistema democrático. Como se dijo en la primera entrada, el mayor peligro de la mentira no es ella misma, sino las consecuencias que se derivan de asumirla como una verdad absoluta, pues no hay mayor tragedia que convencer al hombre de que su propósito existencial es uno determinado que nada tiene que ver con su verdadera y ontológica felicidad. Sin embargo, esta influencia en las decisiones de la persona se alcanza porque esta busca la felicidad existencial y el sistema le ofrece la respuesta ahorrándole la necesidad de romperse la cabeza. El resultado, aciago, es la pérdida de practica en el pensamiento y, consecuentemente, la progresiva dificultad de distinguir la verdad de la mentira, el bien real del bien aparente.
Si bien la verdad tarde o temprano se descubre, deshacer una mentira en la se cree es tarea bien difícil, y es presumible que muchos perecen sin lograrlo, pues si ya es complicado estar seguro del favor de la verdad, uno experimenta serias dificultades para aceptar que vive en el engaño. El hombre del tener cuando experimenta esta duda, cuando siente el vacío interior al que ata una vida de consumo que sólo ofrece bienes fútiles sigue engañado por un sistema que en esa situación ejerce el oficio de ángel protector autorizando la existencia, en el caso de los individuos que parecen más próximos a liberarse de la cadena de la propaganda, de modos de ayuda que en nada discuten la mentira de la ideología, sino que ayudan a que el sujeto se adapte de nuevo a la sociedad deseada por el sistema. Hablo, en efecto, de la presencia de falsos caminos de felicidad, en especial formas de mediocre espiritualidad como la meditación trascendental que sólo liberan la mente para asumir con mayor sosiego la realidad, pero sin alcanzar la trascendencia del yo.
Hay que añadir, pues es importante, que el sujeto que enraíza su existencia en la cultura del tener asume que la vida humana carece de trascendencia. De este modo, se refugia sí o sí en la cosmogonía contingente que le ofrece el sistema y con la cual le promete aliviar toda incertidumbre existencial a cambio, eso sí, de su libertad, de no tener pensamientos propios y de no tomar decisiones propias que puedan llevar a desmontar la ideología. Una vez se asume que no hay trascendencia, incluso que la vida carece de sentido y significado, el sistema capitalista, cuyo éxito es la capacidad de satisfacer los deseos del hombre, unos deseos que transmite al hombre y que este asume como propios, alcanza casi su perpetuidad definitiva, pues es el único que ofrece la posibilidad de alcanzar el ideal de la vida sin dolor. Y cuando este no es posible ofrece otra alternativa que logra convertir en deseable: la eutanasia.
A diferencia del hombre del tener, el hombre del ser descubre el maravilloso don del libre albedrío; experimenta que no nos es impuesta nuestra forma de vida, gracias a la cual podemos o bien “degenerar hacia las cosas inferiores” o bien tender “hacia las cosas superiores que son divinas” (Pico della Mirandola, “Discurso sobre la dignidad del hombre”). El hombre puede elegir su forma de vida, y esto, evidente, no es tarea fácil, como se dijo en la primera entrada, pues la vida, por la presencia de la libertad, está llena de conflictos y lucha ocasionadas por la necesidad intrínseca de tener que tomar en todo instante una decisión que no es otra que elegir la forma de vida por la cual alcanzamos la felicidad a lo largo de la existencia mediante el desarrollo de un proyecto personal, de nuestra vocación, que es fruto de la inclinación de nuestro pensamiento y de nuestra voluntad al bien real.
Ciertamente el éxito del sistema capitalista no es otro que ofrecer el ideal de la vida sin dolor. Y como se vende que el deseo es el motor de la vida se interpreta, por parte del hombre del tener, que la felicidad es un estado de ánimo, “pero la felicidad es más que estar ‘happy’, o que ‘encontrarse bien’. De lo contrario, el hombre más feliz habría de ser aquel al que se le mantuviese narcotizado durante un par de decenios, dejándole en un estado de euforia artificial a base de suministrarle sustancias estimulantes mediante hilos conectados al cerebro” (Robert Spaemann, “Ética, política y cristianismo”). ¿Y esto no es lo que hace el capitalismo con su oferta de deseos? No obstante, es necesario advertir que en la medida en que se arranque el conocimiento del dolor, al mismo tiempo y como consecuencia, se elimina el conocimiento del placer (Michel de Montaigne, “Los ensayos”). Además, la existencia del sufrimiento es una de las bases más firmes de la piedad y del amor humano. Con esto no quiero decir que uno debe buscar el dolor, pues es preferible evitarlo, pero si llega hay que aceptarlo y afrontarlo, nunca desde la perspectiva de la frustración existencial que interpreta la vida como indigna, cuando el sujeto no es autónomo y totalmente ‘sano’, sino desde la trascendencia, proyectándose hacia el futuro; descubriendo que uno, siembre humano y muy humano, puede y debe vencer a sus circunstancias y no al contrario, aunque éstas conduzcan a vivir bajo unas condiciones limitadas, durante un período de tiempo, ya sea breve o el resto de la existencia (Viktor Frankl, “El hombre en busca de sentido”).
Próxima entrada:
Conócete a ti mismo (Parte III).
Entradas relacionadas:
Me encanta esta entrada, para reflexionar. Creo que era el mismo Hitler o Goebbles, ahora no recuerdo, quien decía que las masas se sienten mucho más satisfechas por una doctrina que no tolera rivales que por la concepción de la libertad y que nunca o difícilmente se percatan de la restricción de sus libertades cuando se controla su opinión.
Ser diferente siempre se presenta como indecente. Lo penoso y real es que se enseña a sentir miedo cuando uno no piensa como los demás.
Saludos Pablo, muchas gracias por el comentario y su aportación. Un saludo.
Saludos Antonio, eso parece. Muchas gracias por su comentario. Un saludo.
En la sociedad, cuando se pierde de vista la dignidad de la persona y se nos educa en la competitividad y el éxito, convertimos al hombre en un objeto, en una máquina
Saludos Jaume, muchas gracias por comentar.
Coincido con la idea del artículo. Algo similar señalan algunos autores como Tony Judt, que afirma que la historia puede ser un relato de terror reproducido hasta el infinito por unos participantes que ignoran las consecuencias de su propia conducta
Saludos M.L. muchas gracias por el comentario. Es cierto lo que dice Judt, excelente autor.
[…] Joan Figuerola on Conócete a ti mismo (Parte… […]
«Deshacer una mentira en la que se cree es tarea bien difícil». Es cierto, muchos de los que hacen afirmaciones falsas creen decir la verdad o creen estar convencidos de decir la verdad.
Saludos Sigfrid. Sí, en ocasiones es así como dices. Muchas gracias por comentar.
[…] bien, conducir la propia existencia hacia su plenitud puede ser un desafío alarmante y muchos no dudamos en aceptar la sumisión si por ella nos ofrecen la seguridad […]
[…] he de hacer con mi vida? Si en el mundo, por lo general, hay dos tipos de hombre, el que fundamenta su vida en el tener y el que fundamenta su vida en el ser – El primero se […]
Si vivo mi vida en función de los mandatos de los otros o de un sistema de creencias que nunca cuestiono por miedo, jamás seré una persona libre.
Saludos Sam Bai, muchas gracias por su aportación, se agradece. Un saludo.
Es indudable y es triste, pero hay mucha gente que tiene miedo a la verdad, estas personas (crean en Dios o no) sólo creen aquello que les permite llevar una vida cómoda y sin sobresaltos. Pensar no sólo es peligroso, es muy inquietante al enfrentarnos, cara a cara, con la realidad.
Saludos Andrés, muchas gracias por su participación en el tema. Se agradece, un saludo.
[…] Conócete a ti mismo (II) […]