“¿Por qué he de vivir?” es un lamento que se escucha con frecuencia. Si abrimos los periódicos encontramos un sinfín de razones que en determinadas personas convierten el suicidio en un motivo más fuerte que la voluntad de seguir con vida. Cuando nos preguntamos “cuál es el bien supremo entre todos los que pueden realizarse” (Aristóteles, “Ética Nicomáquea”) convenimos que es un tipo de existencia que nos conduce a alcanzar el fin último de nuestra naturaleza, que no es objeto de elección: la felicidad. En efecto, Nadie, en su sano juicio, “elige deliberadamente la infelicidad” (Bertrand Russell, “La conquista de la felicidad”); sin embargo, “¿hay un motivo para querer vivir, faltándonos el cual preferiríamos no vivir?” (Erich Fromm, “Del tener al ser”).
Es una evidencia que “de las cosas que hacemos hay algún fin que queremos por sí mismo, y las demás cosas por causa de él” (Aristóteles, “Ética Nicomáquea”), y este fin es el vivir bien o, como hemos dicho, la felicidad, hacia la que nos inclinamos de modo intrínseco. No obstante, si bien le es impuesto su fin a nuestra ontológica naturaleza no ocurre lo mismo con los bienes medios que debemos elegir para alcanzar dicha felicidad; es decir, el hombre, por su libertad, tiene que escoger en todo instante su forma de vida y, más específicamente, lo que es mejor para ésta. Pero, por la limitación de nuestra inteligencia, lo que ésta capte como bueno puede no corresponder con el bien real. Así se explica que si bien lo que quieren todos los hombres naturalemte es vivir ocurre, también, que por falta de virtud podemos no realizar aquella forma de vida, la que debemos – las cosas no son buenas porque son queridas, sino que son queridas porque son buenas –, la que nos reporta el sentido para desarrollar una vida plena.
Los hombres no quieren vivir sin más, sino que quieren ser felices, que su vida tenga sentido. Este modo de vida, a priori, parece equívoco, pues unos creen que la clave para entender la naturaleza humana es la riqueza (Marx), otros el poder (Russell), y otros, por ejemplo, el sexo (Freud). Así, si bien parece que el hombre es feliz cuando tiene lo que quiere, ya sea la fama, o la riqueza, o el poder, etc., descubrimos que esto no es cierto, pues la lógica nos descubre que “a parte de toda esta multitud de bienes, existe otro bien en sí que es la causa de que todos aquellos sean bienes”, al menos en apariencia (Aristóteles, “Ética Nicomáquea”). Si la naturaleza humana es objetiva, la felicidad del hombre no es imprecisa o subjetiva, sino que también es universal – si bien puede experimentarse recorriendo vías diferentes que llevan al mismo camino –. Por tanto hay un bien en sí objetivo que es mejor que cualquier otro y por el que lo sacrificamos todo, pues es el bien realizable que nos conduce a la plenitud existencial.
¿Cuál es este bien? Es preciso señalar que parece incontestable que lo que uno es, su íntima interioridad, que procede de uno mismo y nadie puede arrebatar, es más esencial a la naturaleza del ser y más significativo para la propia realización existencial que aquellas realidades independientes y extrínsecas a uno mismo, ya sea el dinero, que casual, puede entrar y salir de nuestras manos; o la fama, que depende siempre del reconocimiento ajeno. Por tanto, más que alguna realidad tangible, el bien mayor o perfecto, aquello que buscamos para alcanzar nuestra felicidad, no será otra cosa que la perfección del ser en el obrar: “entre las muchas cosas que en cada instante podemos hacer hay siempre una cosa que se nos presenta como la que tenemos que hacer, tenemos que ser; en suma, con el carácter de necesaria. Esta es lo mejor” (Ortega y Gasset, “El tema de nuestro tiempo”).
Del mismo modo que “el rosal necesita un tipo especial de tierra, de humedad, de temperatura, de sol y sombra” para alcanzar todo su potencial (Erich Fromm, “Del tener al ser”), en el hombre ocurre lo mismo; es necesario un determinado comportamiento ético, comprensible por la razón, para llegar a ser aquel que se debe ser liberándonos de aquello a evitar y que, al contrario, nos deja sin ser nada. Desde luego, para desarrollar a la perfección este preciso comportamiento ético es necesario el fortalecimiento de la virtud, pues el hombre puede ser esclavo sin estar encadenado. La racionabilidad de la razón no puede darse por supuesta, pues quien se subordina a las pasiones pierde gradualmente la capacidad de ser objetivo. Y salir positivamente de esta dinámica es difícil, más cuando uno no es consciente de ello; salir negativamente sí es más factible: uno puede desarrollar una existencia semjante a la de los zombies o, más drásticamente, puede poner fin a su vida. Insisto, por tanto, de la capital importancia del robustecimiento de la virtud, pues si bien sabemos que queremos ser felices, cómo lograrlo puede crearnos confusión y, en el peor de los casos, conducirnos hacia un callejón sin salida en el que sólo deseamos poner fin a la existencia.
No obstante, el sentido común, al que algunos consideran el menos común de los sentidos, nos revela que uno realmente es más feliz por quien es que por lo que pueda llegar a tener. Esto se percibe, por ejemplo, en la proliferación de libros de autoayuda que exhortan a uno a liberarse del dominio de la codicia y en la infinidad de hombres que en busca de un camino de felicidad o de salvación se hacen adictos a practicas espirituales orientales dirigidas por un gurú de tres al cuarto, en especial aquellas que parecen liberar la mente de la realidad contigente y agetreada del occidental. Sin embargo, por muy relajantes que resulten nada tienen que ver ni decir sobre el sentido de la vida: no conducen a la felicidad, que se alcanza, más bien, mediante un muy determinado modo de obrar y de abrirse al mundo en el que se perfecciona, en consecuencia, la naturaleza ontológica de la persona.
Advierto, aunque puedo estar soberanamente equivocado, que el problema del sentido de la vida procede, en una cultura contemporánea en la que el sujeto humano está muy aislado (David Riesman, “La muchedumbre solitaria”), de la incapacidad de pecibir, más allá de una perspectiva utilitarista, que “el hombre no puede vivir al margen de la compañía de sus semejantes” (Arendt, “La condición humana”), que el hombre en cuanto hombre sólo se realiza en sociedad, que el bien mayor, más hermoso y divino es el bien común (Aristóteles, “Ética Nicomáquea”). Por esto, quizá, se diga que “el amor es la meta última y más alta a la que puede aspirar el hombre”, que “la salvación del hombre sólo es posible en el amor y a través del amor” y que “aun cuando el hombre se encuentre en una situación de desolación absoluta, sin la posibilidad de expresarse por medio de una acción positiva, con el único horizonte vital de soportar correctamente – con dignidad – el sufrimiento omnipotente, aun en esa situación ese hombre puede realizarse en la amorosa contemplación de la imagen de su persona amada” (Frankl, “El hombre en busca de sentido”).
La decadencia del espíritu humano no está en la incapacidad por descubrir un por qué para vivir, sino en la renuncia por el bien y la verdad que hacen que uno ame la vida junto a los demás, y aunque no pueda o no sepa explicar el por qué se da cuenta que en el descubrimiento y encuentro con la persona del otro se produce una experiencia que lleva al hombre a desear salir de sí mismo y a encontrar no sólo una razón para vivir, sino una razón para vivir junto con los demás mediante vínculos de amor. En efecto, si la persona es un fin último es un bien tan inmediblemente insigne que sólo el amor, verdaderamente, puede mostrar al hombre la actitud que debe adoptar hacia el otro, en ese encuentro entre un ‘yo’ y un ‘tú’ que son el uno para el otro en vistas a su fin, el bien común en el que se realizan todos los proyectos personales de la entera humanidad. En la búsqueda del sentido está implícita lo que Horkheimer denomina bellamente la nostalgia del totalmente Otro: “la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador” (Constitución pastoral ‘Gaudium et spes’).
Qué entrada más bella, Joan. Me ha maravillado leerla. La he emprimido para leerla con más atención en casa.
Saludos Ana, muchas gracias por su comentario. Un placer volver a leerla. Me alegro que haya sido de su interés. Gracias.
Estimado Joan:
La existencia es el tema filosófico por excelencia, especialmente el del sentido de nuestra vida. Ahora bien, no es seguro que tenga un sentido.
El tema de la existencia y del sentido de ésta, así como la concepción de la muerte, han sido temas fundamentales del pensamiento filosófico a lo largo de la historia.
Algunos autores quieren ver en la existencia de los seres humanos en general, y de cada uno en particular, como el fruto de un proyecto.
Formamos parte de un proyecto en el que nuestra aportación es importante y necesaria. Ese sería el sentido. Todos los elementos relacionados con nuestra existencia: el amor, la moral, estarían relacionados con ese proyecto que nos supera y explica la vida.
La muerte de la gente, a mi juicio, siempre es triste. No puede haber alegría que provenga de ella. Pienso que el sentimiento más cómodo que pueda surgir ante la muerte es la indiferencia. Como cuando abrimos el periódico y encontramos que alguien ha muerto, e incluso vemos su fotografía. Podríamos estar seguros, no obstante, que esa muerte tiene su cercano, su doliente; que no le puede dar alegría al que la mira como pérdida. Si la muerte es un desaparecer ajeno, un extinguirse algo vinculado a nosotros, debemos verla como un evento que nos quita, que nos hace ver que siempre habrá un momento en que no podemos tener lo que tenemos, y eso significa, por ejemplo, no tener más una caricia, una voz, una figura sólida, alguien que supo de nosotros, que participó de nuestra historia y cuyos actos ya no nutrirán nuestra memoria. Eso es muy triste, siempre será triste No menos pasa cuando se trata de nuestra propia muerte. Uno vive una vida al tiempo que se construye a sí mismo. Y terminamos siendo muchas cosas, tantas como los sentidos y la imaginación nos han permitido crear a partir del mundo: mis padres, mi esposa, mis hijos, mi perro, mis amigos, la brisa salobre del mar, una canción de amor, mis éxitos, mis fracasos, mi forma de escribir, mi forma de hablar, como percibo, como me perciben, mis recuerdos, el sexo, mi música, mi coraje, la forma como me figuro el futuro… Son muchas cosas las que perderíamos si muriéramos y pienso que una sola de ellas, bien vivida, bastaría para sentir tristeza al morir.Me atrevo a concluir que precisamente porque la muerte es triste debemos aprender a afrontarla. Mirarla con serenidad en tanto es ineludible. Padecer la ajena con la seguridad de que nos enseña; y la propia, con la calma que deberíamos tener cuando nos vamos con la satisfacción del deber cumplido.
Saludos, amigo.
Saludos Francisco.
“La existencia no es seguro que tenga un sentido”. Desconozco qué seguridad, grande o pequeña, tiene el sentido. Sin embargo, usted apunta algo interesante y que nos descubre que el hombre es un ser biográfico: “Uno vive una vida al tiempo que se construye a sí mismo”.
Respecto a la muerte, muy interesante y poético lo que nos dice. No obstante, afirmar que la muerte es triste no es nombrar una cualidad de ésta sino más bien una impresión que nos causa.
http://opusprima.com/2012/01/20/sobre-la-muerte-en-el-cristianismo/
Muchas gracias por su comentario, siempre son de agradecer por el interés que encierran.