El hombre, de la libertad al bien común

Publicado: 2 marzo, 2013 en Ética y Moral, Libertad

El análisis del concepto de libertad es indispensable para entender el hombre. En la cultura occidental contemporánea domina la idea de que se es persona cuando se ejerce la propia libertad, es decir, cuando ningún agente externo constituye un impedimento para hacer aquello que queremos. La historia, en especial la época moderna, muestra el incansable esfuerzo por alcanzar la libertad desprendiéndose de las cadenas que oprimen, sobre todo las de carácter político y económico. A esta ausencia de coacción se la denomina libertad de, que en sí es un sentido negativo de la noción de libertad porque esta no es un fin, sino un medio por el cual el hombre es capaz de autodestinarse en su radical apertura a la realidad; así, el sentido positivo de la libertad, por tanto, se denomina libertad para. El hombre, en efecto, es dueño de sus actos, pero también es responsable de ellos, es decir, es susceptible de recibir juicio al respecto en cuanto que se realiza mediante un determinado comportamiento ético.

No te di, Adán, ni un puesto determinado ni un aspecto propio ni función alguna que te fuera peculiar, con el fin de que aquel puesto, aquel aspecto, aquella función por los que te decidieras, los obtengas y conserves según tu deseo y designio. La naturaleza limitada de los otros se halla determinada por las leyes que yo he dictado. La tuya, tú mismo la determinarás sin estar limitado por barrera ninguna, por tu propia voluntad, en cuyas manos te he confiado” (Pico della Mirandola, “Discurso sobre la dignidad del hombre”). No somos sólo naturaleza, al hombre “le ha tocado un destino trágico: ser parte de la naturaleza y, sin embargo, trascenderla” (Erich Fromm, “El miedo a la libertad”), pues no le es dada ni impuesta su forma de vida como le es dado e impuesto al animal la forma de su ser, sino que tiene que elegir en todo instante la suya (Ortega y Gasset, “El tema de nuestro tiempo”). Está, en defintiva, condenado a ser libre (Sartre, “El ser y la nada”), a encontrarse en cada instante ante una decisión (Heidegger, “Ser y tiempo”), pero no ante una decisión cualquiera: “si quieres realmente ser, tienes necesariamente que adoptar una my determinada forma de vida [….] porque no puedes ser verdaderamente sino el que tienes que ser, tu auténtico ser” (Ortega y Gasset, “El tema de nuestro tiempo”).   

En primera instancia, en efecto, se experimenta la libertad ante la ausencia de presión externa; sin embargo, la libertad es, más bien, presencia de algo, de la autoposesión y de la proyección en el futuro de uno mismo. La existencia humana y la libertad son inseparables. Un ejemplo que ilustra esta relación fundamental es el relato de la expulsión de Adán y Eva del paraíso; el libro del Génesis (3, 5-6) narra que la historia de la humanidad comienza con un acto de elección cuando el hombre decide comer el fruto del Árbol de la ciencia del bien y del mal. En este acto, que supone también el inicio de la razón, el hombre se separa de la naturaleza, trascendiéndola, desde ese instante, en su paulativo proceso de individuación – “la persona es el supuesto individual de naturaleza racional” (Boecio, “Contra Eutychen et Nestorium”) –. Ahora, el hombre experimenta, a la vez, su libertad y su soledad – la irreductibilidad de su ser –. Y esta soledad se presenta como una seria amenaza, de ahí que muchos hombres, aunque sorprenda, rehúyan esta realidad intrínseca que es la libertad y prefieran someterse al yugo de una autoridad exterior – el Estado, la Iglesia, la opinión pública, etc. – ante el temor de una vida que se presenta misteriosa y a realizar de continuo.

La libertad se presenta o puede presentarse a modo de carga pesada, al menos en cuanto tiene de exigencia; recordemos que el hombre en todo instante se ve requerido a elegir su forma de vida. A este posible sentimiento de carga contribuye esa soledad por la que cada sujeto se percibe como realidad autónoma distinta de la naturaleza y de los demás hombres, ante la cual no pocos sucumben y deciden, en libertad, prescindir o entregar su libertad al dictado de una autoridad que puede ser la cultura misma en la que nace y le toca vivir. No obstante, la esencia auténtica de la cultura no es ni puede ser la opresión del hombre, pues éste no es un ser antisocial como piensan alguno autores (Freud), “el individuo no es un Robinson Crusoe” (Erich Fromm, “El miedo a la libertad”), “el hombre no puede vivir al margen de la compañía de sus semejantes, ninguna clase de vida humana, ni siquiera la del ermitaño en la agreste naturaleza, resulta posible sin un mundo que directa o indirectamente testifica la presencia de otros seres humanos” (Hannah Arendt, “La condición humana”). La cultura, en consecuencia, es la verdadera naturaleza en la que el hombre se realiza. Éste experimenta la intrínseca necesidad de relacionarse con los demas hombres, en especial con determinadas ideas y valores trascendentes aunque viva una existencia aislada de contacto humano. Es ante la posible desvinculación con estas ideas y valores que reflejan la esencia humana por las que el destierro suponía para el griego antiguo el peor de los castigos, ya que la comprensión de la identidad procedía de su pertenencia a la polis. El hombre contemporáneo no es distinto y necesita de esta conexión espiritual con el mundo frente a la soledad moral.

Con cierta frecuencia se habla de la sociedad de los animales; sin embargo esta declaración es por analogía con la humana. La supuesta organización de los animales es mediada de modo radical por el instinto. Cuanto más inferior es un individuo en la clasificación filogenética mayor es su adaptación a la naturaleza. En el caso del hombre, que ocupa la cúspide en la escala zoológica, su debilidad biológica, su insuficiente adaptación al ambiente natural constituye el motivo fundamental por el que Paul Ricoeur define la sociedad como la segunda naturaleza del hombre. En éste, la adaptación al mundo no viene influida por el instinto, sino por la educación y la cultura.

A diferencia del animal, el hombre adquiere conciencia de sí mismo como una realidad distinta de la naturaleza y de sus semejantes; percibe la necesidad intrínseca de tener que decidir en todo momento su forma de vida, de encauzar y destinar su existencia mediante un determinado trabajo y un concreto comportamiento ético en el mundo;  y se experimenta a sí mismo perteneciente o unido a un mundo social. En consecuencia, la realización del hombre en el mundo se encuentra afectada o intervenida, positiva o negativamente, por la cultura y su correspondiente educación. Aquí, la religión y la política constituyen la conexión del hombre en cuanto sujeto individual con el mundo; aunque estas realidades también pueden presentar su deformación, si bien bajo la apariencia de religión y de política – las ideologías de todo tipo y carácter y su fundamentalismo – que oprimen al hombre.

El hombre sólo puede desarrollarse en cuanto persona en relación con otros seres humanos. Si el animal presenta una total dependencia con la naturaleza, el ser humano experimenta lo mismo con la sociedad, de ahí que se diga que “sentirse completamente aislado y solitario conduce a la desintegración mental” (Erich Fromm, “El miedo a la libertad”). Es en y sólo en la sociedad donde existen las condiciones necesarias para la realización existencial de una vida dotada de significado. Es en el seno de la sociedad donde los proyectos vitales de cada individuo pueden llevarse a cabo, pues los hombres no sólo viven juntos, sino que cooperan juntos – como relata el libro bíblico del Génesis y como recuerda la definición aristotélica zoon politikon –. El hombre es político por naturaleza – “homo est naturaliter politicus” (Tomás de Aquino, “Summa Theologica”) –, los hombres se organizan y gobiernan en vistas a un fin concreto que no es otro que el bien general,  que es el bien mayor del hombre y, al mismo tiempo, su consecución es la única garantía del bien privado, pues asegura que los propios proyectos personales puedan llevarse a cabo.

comentarios
  1. Ese Don de la libertad, tantas veces mal entendido. Buena Anotación.

  2. Saludos Malourdes, ciertamente, no siempre lo acabamos de entender. Muchas gracias por su comentario.

  3. […] No podemos sembrar un mundo de justicia sin la esperanza de la paz. Es obvio, paz y justicia se besan tal y como canta el salmista (Sal 84, 11). Los cristianos somos los primeros y más responsables sujetos en procurar la paz, pues, ¿cómo podremos lograr que Dios habite entre nosotros si no evitamos que cesen las disensiones por las que nos enfrentamos los unos con los otros? Desde luego, no podemos amar a Cristo si no nos transformamos en Él, y esto no se logra mientras reine la desarmonía y el cisma en el quehacer cotidiano. En este sentido, es importante comprender que los intereses propios no son correctos en la medida en la que atentan contra el bien común. […]

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