Hegel determina el mal desde la idea de lo infinito y lo finito. Para ello se aproxima al concepto que tiene el hombre, creyente o no, de Dios y descubre que se le representa como un ser infinito que trasciende la realidad y los seres por Él creados. Es decir, Dios, aparentemente, se le entiende como el Ser radicalmente distinto de la creatura. Sin embargo, al filósofo de Stuttgart esta concepción que separa de manera neta lo finito y lo infinito no le convence: “debemos preguntarnos si la antítesis entre finito e infinito posee alguna verdad, es decir, si ambas contrapartes se separan y subsisten en forma independiente” (Hegel, “Ciencia de la lógica”). Descubre, en su reflexión, que si bien hay una distinción no se produce una separación ontológica ni epistemológica entre lo finito y lo infinito.
En primer lugar señala que lo finito tiene su límite en sí mismo, que es contingente y, en consecuencia, que no posee el ser en sí. Descubre que la creatura depende de ‘algo’ más que de sí misma para satisfacer sus necesidades intrínsecas (Ludwig Wittgenstein, “Notebooks”). No obstante, advierte que en relación a lo infinito este no puede entenderse como algo distinto y exceptuado de lo finito porque en ese caso lo estaremos representando como algo finito. Así, entiende que lo finito sólo puede ser, por su dependencia ontológica y epistemológica, un momento en la verdadera totalidad infinita que es Dios: en lo finito está implícito lo infinito verdadero. En segundo lugar afirma que el hombre es finito, pero capaz de reflexión, de pensar y de alcanzar conceptualmente la verdad eterna, de la que en un cierto sentido es idéntica, de aquí que señale que el hombre es un espíritu finito.
A priori puede resultar una arrogancia abulta de la razón sostener que se da identidad y unidad entre lo finito y lo infinito. A Hegel también se lo parece. Sin embargo, por la dependencia ontológica y epistemológica, percibe de modo natural que la verdad real de lo finito es lo infinito verdadero: “lo finito es por lo tanto un momento esencial de lo infinito en la naturaleza de Dios; y por consiguiente se puede decir que Dios es el ser que se hace finito a sí mismo, que le pone determinaciones a su propio ser: fuera de Él no hay nada que determinar”. Sin embargo, y aquí un aspecto más interesante, no subordina ni desprecia lo finito respecto de lo infinito, sino que afirma la trascendencia de la finitud: “Dios crea un mundo […], Dios mismo se mantiene firme como lo finito frente a otro finito, pero lo cierto es que ese mundo es sólo una apariencia en la cual Él se posee a sí mismo. Sin el momento de finitud no hay vida, no hay subjetividad, no hay Dios viviente” (Hegel, “Ciencia de la lógica”). Lo finito es un momento en la vida divina, pero la verdad eterna para no ser una pura abstracción, sino una necesidad intrínseca se hace finita a sí misma en sus determinaciones. De este modo hace un agudo ataque a aquellos – no sólo piensa en Kant – que afirman la imposibilidad de un conocimiento racional de Dios: “¡Vaya demonio! Como si querer conocer la naturaleza afirmativa de Dios fuera una mera presunción […] La otra variante que se opone al conocimiento afirmativo de Dios es la falsedad subjetiva, la cual mantiene lo finito para sí mismo, confesando su vanidad… y haciendo de ella su absoluto” (Hegel, “Ciencia de la lógica”).
Lo dicho hasta aquí desde la primera entrada es, a mi parecer, fundamental o básico al menos para entender el concepto del mal en Hegel. Al respecto, distingue, en un primer momento, entre infinito espurio e infinito verdadero con una clara alusión al dualismo oriental que defiende la existencia de dos principios fundamentales opuestos: el bien y el mal: “El bien es en efecto lo verdadero y lo poderoso, pero está en conflicto con el mal, de modo que el mal se le enfrenta y persiste como principio absoluto. El mal debería ser derrotado, sin duda, o neutralizado; pero lo que debería ser no es. El ‘deber’ es una fuerza que no puede hacerse poderosa, es la debilidad o impotencia” (Hegel, “Lecciones sobre filosofía de la religión”).
Pero esta distinción entre infinito espurio e infinito verdadero, afirma, es falsa y debe ser erradicada, porque su planteamiento se asienta en la concepción de que finito e infinito se oponen entre sí y que lo finito no puede traspasar hasta lo infinito (maniqueísmo). En esta situación, en la que se intuye que el supuesto ‘mal en sí’ queda superado en el infinito verdadero, Hegel reflexiona sobre el pecado original a partir del libro del Génesis y afirma que el hombre en su estado natural, antes de volverse consciente de sí mismo a causa del pecado, no es ni bueno ni malo por naturaleza. Sin embargo, aunque parezca una contradicción, señala que el hombre es implícitamente bueno porque, como ya hemos dicho, es espíritu y racionalidad, es creado a imagen de Dios. Si Dios es bueno, consecuentemente, el hombre también. No obstante, lo que podría resultar una contradicción se comprende cuando especifica que ser implícitamente bueno no significa ser realmente bueno.
El hombre, pues, es implícitamente bueno, pero no realmente bueno porque todavía no es aquel que debería ser. Si no alcanza aquel que debe ser según una determinada forma de vida y un concreto comportamiento ético, si decide ser otra cosa que lo que tiene que ser, se queda sin ser nada (Ortega y Gasset, “El tema de nuestro tiempo”): “la persona que obedece las pasiones e instintos y permanece en la esfera del deseo, esa cuya ley es la de la inmediatez natural, es el ser humano natural. Al mismo tiempo un ser humano en estado natural es alguien que quiere algo, y puesto que el contenido de la voluntad natural es sólo el instinto y la inclinación, esa persona es mala” (Hegel, “Lecciones sobre filosofía de la religión”). Por tanto, parece ser que en Hegel el mal sería el no-querer lo que uno debe ser.
El hombre, decimos, es implícitamente bueno, pero a causa de la caída en el pecado al consumir del árbol de la ciencia del bien y del mal que adquiere conocimiento de estos: “Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él – del árbol –, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gn 3, 5-6). Es, pues, el saber, la toma consciencia de sí mismo, la adquisición de la individualidad respecto de lo universal (la verdad eterna), la oposición y la ruptura radical entre uno mismo (el hombre) en tanto ser finito y lo infinito (Dios) lo que acerca al hombre al mal. No obstante, si la aparición del mal tiene su sede en esta escisión del hombre con Dios, al mismo tiempo, Hegel remarca que en la misma separación se halla implícita la reconciliación y superación del mismo. Es preciso señalar que para Hegel la escisión no es mala en sí misma, sino que la posibilidad de obrar bien o mal es una propiedad inherente de lo finito. Ya que el conocimiento del ser finito es limitado, si bien entiende que es el bien, pues se inclina a él por su naturaleza ontológica, no cuenta con infalibilidad a la hora de elegir los medios que conducen hacia él; es decir, el bien se le presenta como verdadero, pero también como aparente.
La escisión con Dios da pie a la reconciliación, de ahí el sentimiento de aflicción. Pero, también posibilita la realización del mal, pues el hombre puede elegir, en conciencia y con libertad, permanecer en este estado de separación con Dios. Este aislamiento deliberado del hombre en sí mismo no conduce a la aflicción, sino a la desdicha (Hegel, “Lecciones sobre filosofía de la religión”). Sin embargo, si los hombres sienten la necesidad de reconciliarse con Dios, se debe a la aflicción y a la contradicción que supone vivir en un mundo donde convive la posibilidad del bien y del mal. Ahora es lógico preguntarse por qué el hombre puede obrar el mal. El mal, que no es una realidad ontológica del infinito, aparece en el mundo a causa del libre albedrío. La presencia del mal en la finitud es necesaria porque tras la escisión con lo infinito el hombre sólo puede alcanzar la unidad con Dios a través del ejercicio del bien, pero para ello debe ser consciente del bien, que sólo es posible elegirlo si también existe el mal, que se erradica definitivamente en la comunión con Dios (salvación).
El mal es la separación del hombre con Dios y el aislamiento en sí mismo que ratifica y agudiza esta escisión convirtiéndola en insalvable. Cuando Hegel señala que la finitud es la más terca categoría del entendimiento es consciente de la actitud obstinada del hombre de olvidar su condición de imagen de Dios. Ahora se entenderá, quizá, porque su preocupación por reponer la fe en un Dios, realidad personal, que se revela al hombre en detrimento de la positivación que se ha producido de la religión, y la consecuente necesidad del perdón de los pecados para alcanzar la auténtica humanidad perdida tras consumir del Árbol de la ciencia del bien y del mal (Hegel, “Lecciones sobre la filosofía de la religión”).
Hola, muy buenas e interesantes las dos entradas, Joan. Bien explicada la idea del mal con la relación entre el finito y el infinito.
Saludos Pablo, muchas gracias por el comentario. Quizá sean dos entradas algo extensas, me alegra saber que son de interés. Un saludo.
Una explicación muy hermosa sobre la presencia del mal en el hombre la de Hegel. Me han agradado mucho estas entradas. ¿Hay más?
Saludos Cristina, me alegro que te interese. No, ésta era la última. Gracias por comentar, un saludo.
Mientras leía estas entradas, en especial la segunda, me decía a mi misma, ojalá tuviera más constancia en Dios. Gracias por estos escritos, Joan.
Saludos Natalia, muchas gracias por tu aportación, me alegro que invite a la reflexión. Un saludo. Gracias.
Muy interesante, sobre todo que pensé: ¿de verdad tengo constancia en Dios?.
Saludos Malourdese, muchas gracias por su comentario. San Agustín dice algo muy interesante. En realidad tengo más certeza del Ser de Dios que de mi ser. Gracias por comentar.