Nadie elige deliberadamente la infelicidad

Publicado: 15 febrero, 2013 en Amor, Bertrand Russell, Filosofía, Modos de vida

La-conquista-de-la-felicidadEl animal es ‘feliz’ mientras goza de salud y de alimento. No ocurre lo mismo cuando el hombre tiene cubiertas las necesidades más básicas. Quién no ha visto a sujetos de su especie en la sección de autoayuda de cualquier librería en busca de indicaciones sobre cómo encontrar la felicidad o el sentido de la vida. El hombre supera infinitamente al hombre. No somos sólo naturaleza; no nos es dada ni impuesta nuestra forma de vida como le es dado e impuesto al animal la forma de su ser. El hombre está condenado a ser libre (Sartre, “El ser y la nada”); la existencia humana se encuentra siempre ante una decisión (Heidegger, “Ser y tiempo”): tenemos que elegir en todo instante nuestra forma de vida (Ortega y Gasset, “El tema de nuestro tiempo”).

La libertad de elección, aunque resulte una tautología, consiste en que el hombre se siente íntimamente requerido a elegir. No obstante, si bien puede elegir fines, hay un fin que no es objeto de su elección: la felicidad. Cierto, deseamos ser felices, pero no elegimos ser felices. Nadie, en su sano juicio, “elige deliberadamente la infelicidad” (Bertrand Russell, “La conquista de la felicidad”), nadie prefiere ser desgraciado a ser dichoso. Por tanto, la libertad de elección no consiste, propiamente, en escoger directamente la felicidad, que es un fin al que nos inclinamos de modo intrínseco, sino más bien los medios, los mejores, para asentar la existencia en la mejor forma de vida posible.

Todo esto está muy bien, pero, parafraseando a Sick Boy de Trainspotting, “¿y ahora qué?”. Fernando Savater, en el prólogo de “La conquista de la felicidad”, afirma que “sólo hay algo más hortera o más vacuo que querer llegar a ser feliz: dar consejos sobre cómo conseguirlo”. Nos saltaremos esta indicación, aun a riesgo de resultar horteras, y diremos a aquel que pregunta acerca de cómo vivir mejor que la única e inexorable posibilidad parte del conocimiento de uno mismo. En efecto, para llegar a ser lo que debemos ser hay una tarea que hacer: ser; y para esto es indispensable conocernos a nosotros mismos sin manuales de autoayuda. No obstante, ésta cuestión no es tan sencilla cuando resulta una de las grandes maldiciones de nuestro tiempo. Es una evidencia empírica que el hombre contemporáneo cuenta con más diversiones para no aburrirse que sus antepasados; sin embargo, no sólo se aburre, “sino que tiene miedo de aburrirse” (Bertrand Russell, “La conquista de la felicidad”), de ahí su incansable búsqueda del placer. Éste es el gran error, el considerar las realidades contingentes como fines que nos permiten alcanzar la felicidad, pues en realidad sólo conducen a la frustración, ya que se entra en la adictiva dinámica en la que se necesitan contínuamente placeres más fuertes e intensos para alcanzar una cierta satisfacción y, cuando esto ya no es posible, uno pretende hacer soportable la vida volviéndose menos vivo, así se sumerge en el alcohol, las drogas y todas aquellas realidades que sumergen en el olvido y la distracción de la cruda vivencia de la nada del ser. Así que, detente e intenta conocerte a ti mismo. Si lo haces descubrirás tu vocación y un primer sentido para vivir: “odiaba la vida y estaba continuamente al borde del suicidio, aunque me salvó el deseo de aprender más matemáticas. Ahora, por el contrario, disfruto de la vida” (Bertrand Russell, “La conquista de la felicidad”).

Cuando alguien procura conocerse a sí mismo descubre de inmediato una vocación que es causa de su entusiasmo, que convierte en tarea dominante y mediante la cual se realiza y dota de sentido su existencia; una tarea vocacional con la que nunca se encuentra ante un callejón sin salida, aunque, contrariamente, contenga partes aburridas y períodos sin mayor interés – uno de los mayores problemas en la actualidad a causa del alto índice de desempleo es que muchos no pueden ejercer su talento vocacional y esto es una causa inevitable de infelicidad – Quizá a alguien le resulte una apreciación baladí, pero el trabajo humano es expresión de la trascendencia del hombre sobre la naturaleza; el trabajo es la realización del hombre en la historia a través del tiempo: nadie se realiza sin desempeñar una tarea. No obstante, la cuestión a superar es la idea, que procede de una errónea percepción de la realidad, de que no hay nada por lo que valga la pena vivir, pues quien mantiene esta afirmación como postulado es, verdaderamente, un ser desgraciado. Pero, como ya hemos dicho, nadie quiere ser desgraciado, sino feliz.

Volvamos al comienzo. Apuntábamos que la libertad de elección radica en que uno se halla íntimamente requerido, por su naturaleza ontológica, a elegir lo mejor: ser lo que debe ser. Esto, que es siempre mediante una muy determinada forma de vida según la propia naturaleza humana, compromete a ‘hacer algo’ en un mundo de hombres – “cosas y hombres forman el medio ambiente de cada una de las actividades humanas” (Hannah Arednt, “La condición humana”) –. Con esto presente, es de gran relevancia lo que señala Russell, que exhorta a reducir el desmesurado interés y preocupación por uno mismo en beneficio, sobre todo, del interés por los demás. En efecto, el hombre “no puede vivir al margen de la compañía de sus semejantes” (Hannah Arendt, “La condición humana”). Descubrimos no sólo que “ninguna clase de vida humana resulta posible sin un mundo que directa o indirectamente testifica la presencia de otros seres humanos” (Hannah Arendt, “La condición humana”), sino que los intereses privados adquieren significado público: el hombre es un ser eminentemente social o, en palabras de Russell, “el instinto humano nunca es totalmente egocéntrico” (Bertrand Russell, “La conquista de la felicidad”).

Así, quien se conoce a sí mismo, no sólo descubre una tarea a realizar – su vocación –, sino que esa tarea la realiza en un mundo en la que hay la presencia de otros hombres y que, consecuentemente, el bien que alcanza con la realización de dicha tarea no sólo reporta un bien personal, sino también un bien común. No comprender esto es una de las causas que conducen hacia la infelicidad y, por lo general, quien la padece es un sujeto cuya absorción en sí mismo es profundamente exagerada. Puede que alguien no sospeche qué relación tiene esto con la felicidad, pero tiene mucha. Ahora diré algo – que desarrollaré en el siguiente párrafo – que quizá no se entienda a priori – y es posible que alguien se pregunte por qué lo digo y de dónde saco esta conclusión –, pero que es indispensable para tener una vida dichosa, no desgraciada: la vocación del ser humano es el amor; el amor es el modo en que el hombre se abre a la comunicación interpersonal y al conocimiento de la realidad en la que halla su sentido.

Pablo VI apunta que “no basta que el hombre crezca en lo que tiene, es necesario que crezca en lo que es” (Audiencia del 7 de enero de 1965). ¿Qué es crecer en el ser? Fundamentalmente, abrirse al amor de la verdad que ilumina nuestro ser. No es fácil, y la experiencia lo constata. Quienes abrazan la fe cristiana tienen una cierta ventaja, pues para crecer en el ser hay que obrar del mismo modo que Aquel, Cristo, que testimonia en su vida el modelo de hombre para el hombre. Russell expresa algo repleto de sentido común, si bien sin una perspectiva trascendente: “el amor es capaz de romper la dura concha del ego, ya que es una forma de cooperación biológica en la que se necesitan las emociones de cada uno para cumplir los objetivos instintivos del otro” (Bertrand Russell, “La conquista de la felicidad”). Quien ama crece en el ser, quien no ama decrece como persona, y por lo general, en el odio que nace de desligarse de los demás y de vivir en esa soledad que lleva el ocultar el propio mundo interior a los otros. Sin embargo, el verdadero modelo de hombre nos muestra que lo propio del ser humano es la vocación al amor: la capacidad de poseerse, de darse a los demás y a Dios. No podemos ser felices sin los demás, sin convivir con ellos y para ellos.

Es importante, más bien fundamental, entender que es el amor lo que nos permite conducir la existencia por el camino de la felicidad, una felicidad que aumenta en la medida en que crecemos en el ser, porque existe la desorientada percepción de vincular la felicidad con un estado de ánimo que lleva a la búsqueda de placeres contingentes para alcanzarla. No obstante, quien obra de este último modo no deja de entender que el bien – la felicidad – es aquello hacia lo que tiende, que hay un fin que quiere por sí mismo y las demás cosas por causa de él (Aristóteles, “Ética nicomáquea”). Sin embargo, comete el error de convertir los medios o fines intermedios en un fin último. Así, interpreta que cuando posea realidades tangibles como el dinero o el éxito, por poner un par de ejemplos, alcanzará la felicidad. Pero la realidad es bien distinta: “¿de qué serviría hacer rico a todo el mundo, si los ricos también son desgraciados?” (Bertrand Russell, “La conquista de la felicidad”). Cuando confundimos un posible medio con un fin descubrimos al alcanzarlo que no da la felicidad si bien ofrece, tal vez, un placer momentáneo.

La felicidad es lo deseable, pero no es un estado de ánimo. Si fuese así, “el hombre más feliz habría de ser aquel al que se le mantuviese narcotizado durante un par de decenios, dejándole en un estado de euforia artificial a base de suministrarle sustancias estimulantes mediante hilos conectados al cerebro” (Robert Spaemann, “Ética, política y cristianismo”). Si bien la felicidad es el finalidad de la vida, también hay que evitar la tendencia de creer que “el sentido del presente está en lo que vendrá en el futuro”, pues el conjunto de la existencia “no puede tener valor – sentido – a menos que tengan valor las partes” (Bertrand Russell, “La conquista de la felicidad”). La vida no se reduce ni se convierte en lograda si se alcanza un happy end, sino que el bien – la vida buena y feliz – es algo que se realiza en todo momento, y no individualmente, sino en una sociedad de personas, pues, como decíamos, el hombre es un zoon politikon, su bien es un bien común y su vivir bien es un vivir bien en comunión con los demás del mismo modo que la esencia de lo divino se halla y vive en la sociedad de las tres Personas, la Trinidad.

Antes decía que hay quienes creen que no hay nada por lo que valga la pena vivir, pero estos sólo son desdichados pesimistas. No sólo es posible ser feliz, sino que es feliz quien ama la vida, y amar la vida supone amar a la humanidad, situar al principio y fin de todo el primado de la persona humana (Emmanuel Mounier, “Manifiesto al servicio del personalismo”), pues no sólo lo demanda Aquel que es nuestro modelo: “os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado así os améis también vosotros los unos a los otros” (Jn 13, 34), sino que está inscrito en nuestra naturaleza ontológica. Esto puede resultar una ñoñería, pero no lo es, pues el ser humano alcanza la plenitud cuando realiza bien su función propia: su vocación al amor mediante una determinada forma de vida y un determinado comportamiento ético.

Cada uno debe conocerse a sí mismo para alcanzar la felicidad, de nada sirven los consejos o los mediocres libros de autoayuda. Pero, en nuestra sociedad del consumo en la que se vende como actividad de ocio el ir de compras, en la que sólo se valora aquello que reporta beneficios contingentes, en la que se enseña que la vida es una contienda en la que sólo el vencedor merece respeto y gloria es facil descubrir el rostro de la infelicidad en aquellos que lo sacrifican todo por este falso ideal. Por tanto, es necesario mostrar, mediante el testimonio personal, la cualidad esencial de la vida. De lo contrario, habremos de lidiar con una sociedad de frustrados que no sólo buscan la distracción y el olvido en una vida, para ellos, carente de sentido, sino que empujan a los demás a creer lo mismo, como Nietzsche (“Genealogía de la moral”), quien anuncia que la felicidad es una dolencia. Y esta doctrina es el peor veneno para la sociedad.

Nota: Esta entrada no es un comentario de “La conquista de la felicidad” de Bertrand Russell, sino que es una reflexión sobre la felicidad a partir de cuestiones que plantea el autor en su obra.

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comentarios
  1. María Rosa dice:

    Qué bella la explicación sobre la socialidad del ser humano y la analogía con la Trinidad. Buena entrada Joan.

  2. Saludos María Rosa, muchas gracias por comentar. Me alegra que te haya interesado esta entrada, un saludo.

  3. Merc dice:

    Gran parte de la sociedad occidental acepta la felicidad que le venden como tal, y permanece encadenada a los ideales de consumo; es lo que dices, ahora ir de compras se ha transformado en una actividad, en un modo de suprimir el estrés de la existencia… el hombre no se conoce a sí mismo, es un esclavo del sistema.

  4. Saludos Merc, muchas gracias por su comentario. Quizá sobra tanto escapismo y falta mucha crítica de la realidad, pero para eso, ciertamente, uno debe conocerse. Un saludo.

  5. No te puedes imaginar cómo disfruté leyendo esta Anotación, gracias, te anotaste un +100.

  6. Saludos Malourdese. Muchas gracias por su comentario. Me alegro y mucho que haya disfrutado de la lectura de esta entrada. Un saludo.

  7. Sebastià Mayol dice:

    M’ha agradat. Fas pensar. Gràcies i curiosa, provocadora i simpàtica ironia que en el mateix farcell siruiis Pau VI un ateu i anti-teista com Bertrand Russell.

  8. Moltes gràcies, Sebastià, per comentar. Cert, però tal vegada mostra que el pensament sobre els principis no són tant distants es tingui la cosmovisió que es tingui. Gràcies de nou per comentar.

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