¿Puede la ciencia explicarlo todo? Una más que interesante pregunta la que aquí se nos plantea. Más allá del contenido del texto y con rigurosa honestidad, uno no puede más que responder con las palabras de Ludwig Wittgenstein: “nosotros sentimos que incluso si todas las posibles cuestiones científicas pudieran responderse, el problema de nuestra vida no habría sido penetrado” (“Tractatus Logico-Philosophicus”, 6.52). No me extenderé al respecto, pues ya lo hice en una reciente ocasión cuando medité que ante el asombro de que hay un mundo, de que existe lo que existe, nos situamos en el umbral de lo trascendente, de los místico, de lo misterioso.
Ante la explicación última del por qué de todo, de la existencia del mundo y del hombre, no se puede, más allá del deseo y de la ilusión, que admitir con la razón que “Hay que saber dudar donde es necesario, asegurarse donde es necesario, sometiéndose donde es necesario. Quien no lo hace no escucha la fuerza de la razón. Los hay que pecan contra estos principios: o bien aseverándolo todo como demostrativo, por no entender de demostraciones; o bien dudando de todo por no saber dónde hay que someterse; o bien sometiéndose a todo, por no saber dónde hay que juzgar” (Blaise Pascal, Pensées, 268). No hay, posiblemente, más sabiduría que esta, buenos amigos. Aunque la mayoría de nosotros crea todo lo contrario, el entendimiento humano es lo suficiente razonable para aceptar que por sí sólo no alcanza una explicación última, cuya base firme y estable permita alzar de manera inquebrantable todas nuestras cuestiones y dudas a modo de certeza.
Pero no quiero hablar de ciencia, sino realizar un simple ejercicio de divagación, por lo que espero que no se juzgue con rigurosidad, menos con encono, la siguiente vaguedad intelectual. Encuentro, en la vida cotidiana, tanto en la calle como en las redes sociales, personas supuestamente creyentes que si no son detractoras de la razón, si muestran poco entusiamo o escasa confianza en ella; personas que depositan confiadas todo fundamento del conocimiento en la sola fe. Una fe, que desligada de la razón, por ellos mutilada, se instrumentaliza y, en el peor de los casos, se transforma en una patología peligrosa que abre las puertas al fanatismo religioso. Son, la mayoría, bellísimas personas, pero cegadas al conducir la religión hacia el terreno de la irracionalidad, de una menguada oración que ya no es el diálogo sobre el mundo y el hombre con Dios, sino que se confunde con una especie de sentimentalismo vacío que, quizá, otorga un dichoso estado de ánimo que lo absolutiza y dogmatiza todo.
Estas personas comparecen sublimes al sentido ajeno, casi santas. Gente, en apariencia, encomiable cuya vida, toda ella, es una existencia de total oración al juzgar por la cantidad de citaciones que hacen de Dios. Sujetos, sin ánimo de ofender, que parecen saber mucho de Dios y de sus intenciones, más allá de lo que revela el Evangelio. Puede que la oración sea eso, y en la medida cuantitativa en la que se desarrolla permite a uno convertirse, quizá por la Gracia, en portavoz de Dios, a modo de profeta del Antiguo Testamento (Valerio Mannucci, “La Biblia como palabra de Dios”). Sin embargo, del mismo modo que no parece ser lo mismo hablar sobre Dios y su existencia que vivir como si Dios existiera realmente, resulta, en consecuencia, poco posible vivir religiosamente dejándose la razón al margen. Pero ocurre, creedme, que hay personas que parecen íntimamente unidas a Dios que dan por supuesta la fe.
Pero la fe no persiste por sí misma como una especie de conocimiento o gracia que se posee de una vez y para siempre, sino que es un acto que abarca todas las dimensiones de nuestra existencia, por lo que tiene que ser pensada de nuevo y, de nuevo, manifestada (Joseph ratzinger, “Evangelio, catequesis, catecismo”). La religión no existe al margen de la razón, sino que supone un acto de religación – religare – entre Dios (logos) y el hombre (zoon logon ekhon). Así, la fe no es rezar mucho a Dios ni coleccionar piadosamente estampitas, y que sea lo que Él quiera mientras se acepta sin reflexionar lo que manda la Santa Iglesia o el párroco del templo que uno frecuenta. La fe no vive ni se vive al margen de la razón, sino que ella misma afirma que todo ser creatural es producto del Pensamiento: “El hombre puede pensar porque su propio logos, su propia razón, es logos del Logos, pensamiento del Pensador, del espíritu creador que impregna el ser” (Joseph Ratzinger, “Introducción al cristianismo”). Dios, por ser logos, garantiza la racionalidad del mundo y del ser del hombre, así como la adecuación de la razón humana a Él y viceversa aunque, evidentemente, la suya nos supera y trasciende de modo radical. Sin embargo, Dios, por ser logos, viene al encuentro del hombre, de la razón del hombre en Jesucristo.
Ciertamente, insisto, me sorprende lo que llegan a saber mis contactos de Facebook o Twitter de Dios al margen de lo que revela el Evangelio o, en el caso de San Agustín, la Iglesia: “yo no creería ni al mismo Evangelio si no me moviera a ello la autoridad de la Iglesia Católica” (San Agustín, “Contra epistolam Manichaei quam vocant fundamenti”). Repito, me impresiona esa tendencia nada insólita en algunos creyentes de eregirse en portavoce de Dios, como si el intelecto humano pudiera equipararse y entender el divino. Sí, Dios es amor y está muy bien expresarlo, pero mejor sin cansar y caer en la insubstancialidad. Siempre es preferible testimoniarlo, pues Dios también es Verdad. De aquí, que el cristianismo quiera encontrarse más entre las tradiciones racionales y filosóficas que entre el grupo de las otras religiones existentes.
Es inngebale la importancia de la liturgia en el cristianismo. Sin embargo, no es una religión eminentemente ritual, que es lo que aparenta por lo que transmiten ciertos creyentes – fideistas –, sino una religión que se inscribe fundamentalmente en el movimiento de la razón, en la que se distingue netamente el logos frente al mito, como expresó Benedicto XVI en su discurso «Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones» en la Universidad de Ratisbona. Cuando parece que sólo existe una oración entendida exclusivamente a modo de pregaria ritual bañada por una estética de la costumbre, la religión se dogmatiza erróneamente a modo de mito y se separa de la razón. En ese momento, olvidamos que la fe, exclusivamente, se manifiesta en la razón, en la religación entre Dios (Logos) y el hombre (logos del Logos). Tertuliano expresa por donde van los tiros cuando manifiesta que “Cristo no se llamó a sí mismo costumbre, sino Verdad”. Sin embargo, una de los mayores dificultades que presenta el cristianismo en el s. XXI es el hecho de que muchos fieles separan de raíz la fe y la razón comportándose, con sorpresa, muy luteranamente, olvidándose de la contemplación y del conocimiento del nous del que nos habla Aristóteles. Pero, ¿puede darse verdadera experiencia de Dios sin este conocimiento real del noúmeno? Si no hay auténtica religación con el Logos, con las limitaciones lógicas del entendimiento humano, la supuesta fe manifestada no es más que una falsedad. Seamos honestos (J. Ratzinger, “Fe y futuro”).
El fideísmo transforma la fe en piedad y sentimiento, con lo que el cristianismo deja de ser la religión de la razón y de la verdad para reducirse a otra simple religión ritual fundamentada en el mito. Dejar a la razón rehén del positivismo es el gran error espitemológico que comete el fidista. La fe o se apoya en la razón o descansa en el vacío del que se sirve el intransigente, ya sea el fundamentalista o ese supuesto buenista que ve a Dios en todas partes. Pero la religión, si realmente es algo, es la apertura al Logos, de aquí que nuestras preguntas últimas, que son también las del cristianismo, descansen en lo indecible, en la experiencia de lo que denominamos místico, aquello que puede vivirse y mostrarse, pero no decirse. La fe es la incesante búsqueda de la verdad, del Ser, consecuentemente no se puede ni siquiera defender la religión si se desecha la razón: “la fe cristiana no es limitación ni obstáculo para la razón, sino que, por el contrario, sólo ella está en condiciones de habilitar la razón por el cometido que le es propio” (J. Ratzinger, “Una mirada a Europa”).
La fe no es un hecho al margen de la razón, sino un movimiento hacia el significado y la verdad, hacia el Logos. Por ello intuimos que el mundo tiene unas pautas racionales, un sentido teleológico; por eso la concepción de la realidad de los antiguos estaba marcada por una aguda dicotomía entre lo sagrado (cosmos, cielo) y lo profano (ciudad, tierra); por esto la ciencia, las matemáticas y todo el saber racional estaba basado en su origen en la creencia de la existencia de un orden cósmico; por eso los griegos no entendían la ciencia como control de la naturaleza – tecnología –, sino que era el interés intelectual que suscita la curiosidad. Por eso… todos los hombres desean naturalmente conocer, porque se entreve que del mismo modo que la acción que tiende a un fin está presente en todas las cosas que llegan a ser y son por naturaleza, también el hombre se dirige a su fin, que es el Ser, el Logos que confiere y garantiza la racionalidad interna al hombre y del mundo y, sobre todo, la adecuación de la razón del Logos (Dios) con la razón del logos del Logos (hombre).
Por tanto, es la razón y sólo ella la que puede hablar de Dios apoyada por la fe, pero, ¿este hablar no será sólo posible desde la experiencia? ¿No ocurre que hacemos hablar demasiado a Dios cuando deberíamos dejar hablar a la razón? ¿No acontece también que hacemos hablar bastante a la razón cuando, siemplemente, deberíamos callar? Por eso me sorprende soberanamente quienes hablan tanto de Dios porque lo hacen a su medida, explicándolo todo a partir de Él antes que atender a la explicación más plausible (Ockham) – que no supone obviar a Dios si no confiar en la razón cuando se debe –, como si Dios se manifestara continuamente en el mundo (Wittgenstein, “Tractatus…”, 6.432). Pero esta ya es otra historia de la que hablé aquí. Ahora sólo quiero limitarme a decir que, y esta es una consideración mía con la que no estoy seguro que estéis de acuerdo necesariamente, la oración es pensar el significado del hombre y del mundo en esa relación con el Logos y no llenar los oídos ajenos con esa sorprendente cantidad de adjetivos que se le añaden a Dios y que, sin embargo, no dicen nada realmente esencial de Él.
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Muy interesante… gracias, Joan.
Saludos Inés… muchas gracias.
Mientras leía la entrada me ha venido a la mente ese pensamiento de la Raïssa, la hermana de Jacques Maritain, cuando ambos hablan de «la mediocridad aparente del mundo católico» (Les grandes amitiés) que palpan en no pocos creyentes que viven sumidos en un profundo fideismo alejado de la razón. Excelente entrada, Joan.
Saludos Pablo. Muchas gracias por la aportación, que ayuda a reflexionar sobre el tema. Un saludo.
Si podemos encontrar en la Iglesia el misterio de la presencia de la eternidad divina, ¿no es un anacronismo la dogmatización de ciertas costumbres tradicionales considerándolas superiores o más respetables que las actuales?
Saludos Jaume, el comentario invita y mucho a reflexionar. Anado, si me permite, otra reflexión: Cristiano no es aquel que dice que su modo de vida es mejor y exhorta a los demás a vivirlo; cristiano será aquel que vive de tal manera que los demás quieren imitarle. De lo contrario no creo que hablemos de cristianismo, sino de otra realidad bien distinta. Gracias por comentar.