“Me he despertado más de una vez sintiendo que me moría. Pero nada me había preparado para la mañana de junio en la que, al recobrar la conciencia, me sentí como si de verdad estuviera encadenado a mi propio cadáver”. El pasado sábado, a una hora crepuscular, me hallaba en La Central de la calle Mallorca para comprar algunos libros de filosofía, ciencia y religión. Por algún motivo, quizá nada trascendente, mientras mis manos se ocupaban de un viejo libro de un Benedicto XVI que en aquel momento aún firmaba como Joseph Ratzinger, mis ojos desviaron veloces su mirada hacia un pequeño libro de tapa dura situado en la mesa central de la habitación. “Mortalidad”, de Christopher Hitchens.
Icono del ateísmo junto a Sam Harris, Daniel Dennett y Richard Dawkins y autor de un aclamado libro cuyo título, “Dios no es bueno”, revela el universo intelectual, y por qué no ideológico, de Hitchens, quien siempre batalló contra lo que denominaba el aciago poder que el fetichismo religioso despliega sobre la psique y la libertad humana: “la religión que trata a su rebaño como un juguete crédulo ofrece uno de los espectáculos más crueles que puedan imaginarse: un ser humano consumido por el miedo y la duda, abiertamente explotado para creer en lo imposible”. En “Mortalidad”, libro póstumo que recopila los diferentes artículos que publicó en la revista ‘Vanity Fair’ desde aquella mañana del 8 de junio de 2010 en la que se le diagnosticó cáncer de esófago hasta su muerte, Hitchens, con su característica dosis de ironía, humanidad y también de mala leche, ejecuta, a borbotones, una crónica de la enfermedad y de la inaplazable muerte, pero, sobre todo, de la condición humana.
Desconozco y no me ocupa saber, como reza la faja, si “Mortalidad” es “quizá el mejor libro escrito nunca sobre la muerte”, que parece más un buen reclamo publicitario. Sin embargo, salvando las distancias con “Morir con dignidad”, de Hans Küng y Walter Jens, es interesante y de agradecer que alguien, sin hacer un patético y público espectáculo, comparta con lucidez y naturalidad el presente consciente de la enfermedad con la que transita hacia el último recodo de un camino que, para él, carece de puerta hacia el más allá: “no lucho ni combato contra el cáncer, el lucha contra mí […]Toda su malicia radica en el hecho de que lo ‘mejor’ que puede hacer es morir con su anfitrión. Eso, o su anfitrión encontrará las medidas para erradicarlo y sobrevivir”.
En una entrada reciente traté el tema del fundamentalismo a raíz de una crítica de Peter Higgs hacia Dawkins, en la que sostiene que éste se comporta del mismo modo que los sujetos que son blanco de su crítica. Hitchens, sin citar una serie de conocidas webs cristianas, expone algunos de los despiadados y vengativos escritos que se publicaron una vez sabida su enfermedad. Sin duda, es necesario leer uno de ellos por el simple hecho de hacer autocrítica, pues en España, en latinoamérica o en cualquier otra parte del mundo podemos encontrar portales cristianos, católicos, protestantes… que se muestran crueles e implacables hacia aquellos que, también en ocasiones crueles e implacables, defienden la causa atea, como si todos no fuesemos lo mismo, la humanidad: “¿Quién más piensa que el hecho de que Christopher Hitchens tenga un cáncer terminal de garganta [sic] es la venganza de Dios por haber usado la voz para blasfemar? A los ateos les gusta ignorar los HECHOS. Les gusta actuar como si todo fuera una coincidencia. ¿En serio? ¿Es solo una coincidencia [que], de todas las partes de su cuerpo, Christopher Hitchens tenga cáncer en la parte del cuerpo que usó para la blasfemia? Sí, seguid creyendo eso, ateos. Va a retorcerse de agonía y de dolor, y se marchitará hasta desaparecer y tener una muerte horrible, y después viene la verdadera diversión, cuando vaya al FUEGO INFERNAL y sufra eternamente la tortura y el fuego”.
No obstante, y esto también es importante, Hitchens no trata públicamente a todos los creyentes de fundamentalistas, como hace Dawkins, sino que muestra su más sincero respeto hacia personas cristianas como Francis Collins, autor de “The Language of God: A Scientist Presents Evidence for Belief”, al que no escatima palabras a la hora de definir como “uno de los mejores estadounidenses vivos”. Collins, a diferencia del creyente taliban, se muestra también respetuoso respecto a la posición intelectual, ideológica o cosmológica de Hitchens, por lo que en ninguno de los momentos en los que fue a visitarle trató de persuadir o exhortar a una conversión ante las puertas de la muerte. Tampoco le sugirió la oración, sino que ante él se mostró con toda naturalidad, mostrando que el camino hacia la fe no se transmite mediante un gesto imperativo, sino mediante una actitud firme en lo cotidiano. Como ya dije en una ocasión, pienso que la evangelización es, ante todo, la asimilación en uno mismo del mensaje de la Escritura que, de modo consecuente, se traduce en la esencia de la fe, el testimonio personal. La verdadera evangelización pasa por servir de testimonios del mensaje salvífico, de mostrar la credibilidad de nuestro vivir y no por ejercer una especie de militancia ideológica cuyo fin es convencer e integrar el mayor número de adeptos entre las filas del catolicismo. Así, Collins mostró su fe a Hitchens mediante una actitud de vida silenciosa consciente de la postura firme y estoica de un ateo convencido intelectualmente: “quizá podría pedir un sacerdote cuando llegará la hora del cierre, aunque aquí declaro, todavía lúcido, que la entidad que se humille a sí misma de ese modo no seré yo”.
Quizá se interpretará que con orgullo se resiste a modificar su activismo contra Dios. Sin embargo, es de admirar, al menos esto ocurre en mí, su coherencia y firmeza en el último, y por qué no temeroso, momento en el que pueden aflorar más aún las contradicciones que nos afectan en vida. Quien lea “Mortalidad” encontrará un ateo coherente, en ocasiones demasiado extremista en sus posiciones, en otras demasiado humano, pero sobre todo un tipo de principios que retorció la vida por todos sus lados y entresijos, dándole mil vueltas al mismo aspecto, descubriendo lo nuevo en aquello que no había visto con mayor claridad, pensando, en definitiva, la vida hasta el final con la consideración, nada trascendente, de que el hombre no habita un cuerpo, sino que “soy un cuerpo”: “Supongamos que abandono los principios que he tenido durante toda mi vida con la esperanza de ganarme un favor en el último minuto. Espero y confío en que ninguna persona seria admire esa actuación fraudulenta […]. Por otra parte, ese dios que premiaría la cobardía y la falta de honradez y castigaría las dudas irreconciliables está entre los muchos dioses en los que no creo”.
No seré yo quien convierta a Hitchens en una especie de santo del ateismo. Tampoco olvidaré su intransigencia hacia la religión al pretender atacar con su punzante retórica a los fundamentalistas que dañan la imagen de amor del Evangelio. Pero tampoco sería justo presentar a Hitchens mediante etiquetas que, por lo general, no son más que el testimonio ajeno de los prejuicios. ¿Hitchens era ateo? Bien. Decir que una persona es creyente o atea – y en eso pecamos todos, seres afectados por naturaleza por la contradicción – quizá no es decir nada o mucho. Hitchens era un tipo humano – ni él ni yo ni nadie es un sujeto de maldad pura, sino un continente en el que puede hallarse determinadas medidas de ausencia de bien – marcado por una imponente cita de Horace Mann, “mientras no hayas hecho algo por la humanidad debería darte vergüenza morir”. En sus últimos meses de vida, menciona, “me habría ofrecido encantado como sujeto de experimentación [….], en parte, por supuesto, con la esperanza de salvarme, pero también pensando en el principio de Mann. Y ni siquiera era apto para esa aventura”, sin embargo, “tal vez pueda contribuir un poco a la ampliación de unos conocimientos que ayudarán a las generacioness futuras”. Desde luego, como bien dice Cioran, en “Del inconveniente de haber nacido”, “es imposible vivir sin esperanza”, una esperanza que reside en “el nacimiento de nuevos hombres” (Hannah Arendt, “La condición humana”).
Uno de los temas quizá más interesantes para determinado lector sea su posición respecto a los embriones, que coincide con la de todo católico, “como cristiano creyente, Francis Collins muestra inquietud con respecto a la creación con fines investigativos de estos grupos de células ‘nonsentient’ (y por si quieres saberlo, yo también)”. Añade, y aquí puede armarse la polémica, “pero tenía esperanzas de lograr un buen resultado a partir de la utilización de embriones ‘ya existentes’, creados originalmente para la Fecundación in vitro. En las circunstacias actuales, esos embriones no van a ninguna parte. ¡Pero ahora unos maníacos religiosos se esfuerzan por prohibir hasta su uso, que ayudaría a lo que los mismos maníacos consideran el embrión sin formar de sus congéneres humanos!”. ¿Soy el único que al leer maníacos y prohibir ha pensado, de inmediato, en dos supuestas católicas, Alicia Sánchez Camacho y María Dolores de Cospedal, que visitan al Papa con mantilla y que han tenido a sus respectivos hijos mediante FIV y que han contribuido, por tanto, a la destrucción y congelación de embriones?
Permitidme que regrese, de nuevo, al tema de una posible o no conversión, presente en la primera parte de un libro que pretendía ser mayor si la existencia de Hitchens no hubiese terminado el 15 de diciembre de 2011. Vuelvo a ella no porque en esas webs cristianas se publicó un vídeo en el que se invitaba a la gente “a jugarse dinero sobre la posibilidad de que repudie mi ateísmo y abrace la religión en una fecha determinada y la posibilidad de que continúe afirmando mi incredulidad y asuma las infernales consecuencias”, sino porque aprovecha la ocasión para relativizar la famosa ‘apuesta’ de Pascal que reduce a “pon tu fe en el todopoderoso, propuso, y quizá lo ganes todo. Rechaza la oferta celestial y lo pierdes todo si la moneda cae en sentido contrario”. Pascal, fundador del cálculo de probabilidades – regla de la división –, la aplica a la cuestión de la existencia de Dios. Como en el juego de la moneda se dan dos posibilidades a alegir: Dios o existe o no existe. Pero añade, ambas posibilidades son inciertas: “la razón no puede aquí determinar nada. ¿A qué quieres apostar? Por motivos de razón no podéis hacer ni lo uno ni lo otro. Por motivos de razón tampoco podéis impedir ninguno de los dos. No tachéis, pues, a los que han elegido, puesto que de ello no sabéis nada” (Blaise Pascal, “Pensées”, 233). Pero, el hombre siempre está ante una decisión (Heidegger, “Ser y tiempo”): ¡Hay que elegir! ¿Qué oportunidad hay? Según las reglas de cálculo de probabilidades, la posible ganancia o la posible pérdida de las dos cosas puestas en juego. Pero, por la magnitud de las realidades apostadas y su trascendencia, las oportunidades a favor de la fe en la existencia de Dios son infinitamente mejores que a favor de la increencia. Pensándolo con mayor exactitud, las posibilidades entre no creer y creer son como del cero al infinito. Creyendo en Dios, en todo caso, nada se pierde, pero se puede ganar todo.
Hitchens eligió y hay que respetar su coherencia, porque, como bien dice Pascal, respecto a la cuestión de la existencia de Dios no se requiere tanto un juicio de la razón pura como una decisión del hombre entero; decisión que no está probada por la razón, pero que sí puede justificarse ante ella. Es en este sentido que admiro la postura del autor de “Mortalidad”, que mostró congruencia en su pensamiento hasta el final en el camino hacia el “eterno Lacayo” – así llamaba T. S. Elliot a la muerte –.
Nota: no diré nada del epílogo escrito por su esposa. Lo dejo a los lectores del libro.
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Estaba tentado de comprarlo, pero leyendo esta entrada lo compraré.
Saludos Pablo… buena decisión. Gracias por comentar.
Feliz año nuevo, Joan. Muy interesante, invita a comprarse el libro. Siempre es bueno leer gente que piensa de otro modo la vida.
Saludos Sigfrid, feliz año nuevo para ti también. Sin duda, leer sólo un libro es, como vemos, muy negativo. Gracias por comentar. Un saludo.