“La esfera pública estaba reservada a la individualidad; se trataba del único lugar donde los hombres podían mostrar real e invariablemente quienes eran”. Estás palabras de Hannah Arendt en “La condición humana” nos revelan y nos recuerdan, al mismo tiempo, que la vida social o política, esa segunda naturaleza de la que habla Paul Ricoeur, es el ámbito exclusivo y privilegiado donde le es dado al hombre realizarse en cuanto hombre. Sin embargo, con los regímenes totalitarios, y no necesariamente y en exclusiva el fascismo y el comunismo, todo se torna público a la vez que se produce un aniquilamiento de la vida privada. Desaparece la individualidad del sujeto y deviene la masa, gregaria y alienada. El hombre ya no es un sujeto que interviene desde lo privado en lo público en vistas al bien común, sino que se convierte en un número aislado y alienado al servicio del Estado: “el totalitarismo busca, no la dominación despótica sobre los hombres, sino un sistema en que los hombres sean superfluos” (Hannah Arendt, “La condición humana”).
Debe tenerse presente que al ser humano no le es dada ni impuesta la forma de vida como le es dada e impuesta al universo y al resto de los seres vivos. El hombre está condenado a ser libre (Sartre, “El ser y la nada”), la existencia humana se encuentra siempre ante una decisión (Heidegger, “Ser y tiempo”): la persona humana tiene que elegir en todo instante la forma de su vida (Ortega y Gasset, “El tema de nuestro tiempo”). Esta libertad de elección radica en que el hombre se halla íntimamente requerido, por su naturaleza ontológica y movido por su razón y no por el libre arbitrio, a elegir lo mejor: ser lo que debe ser. Esto, que es siempre mediante una muy determinada forma de vida según la propia naturaleza humana, le compromete a ‘hacer algo’ en un mundo de hombres. Todas las actividades humanas están condicionadas por el hecho, simple, de que los hombres viven juntos en vistas al interés común, que no es utilitarista, si bien puede parecerlo a priori – como ocurre en determinadas éticas relativistas –, sino que la superioridad del bien común respecto al individual es real, ontológica.
“La división de la humanidad en naciones hostiles entre sí es un absurdo, el sabio es ciudadano, no de este o de aquel Estado particular, sino del mundo… El ideal ético se alcanza cuando amamos a todos los hombres, cuando nuestro amor propio abarca con igual intensidad todo cuanto está relacionado conmigo, incluida la humanidad” (Frederick Copleston, “Historia de la filosofía I”). Quizá resulta una posición egoista, pero la consecución del bien común es la mayor y única garantía del bien privado, pues asegura que los propios proyectos personales puedan llevarse a cabo. Por otro lado, quizá se piense que uno puede abastecerse con medios propios, sin embargo, nadie puede vivir al margen de la compañía de sus semejantes, “ni siquiera la del ermitaño en la agreste naturaleza, resulta posible sin un mundo que directa o indirectamente testifica la presencia de otros seres humanos” (Hannah Arendt, “La condición humana”).
Los hombres no sólo viven juntos, sino que cooperan juntos como leemos en el libro del “Génesis” y como recuerda la designación aristotélica zoon politikon. La persona humana, en efecto, es política por naturaleza (“homo est naturaliter politicus”, Tomás de Aquino, “Summa Theologica”) para organizarse y gobernar en vistas a un fin concreto que no es otro que el bien general, que va más allá de las necesidades de la vida biológica como acontece en el resto de los seres. Lamentablemente, en una mentalidad gregaria en la que el sujeto humano parece subordinado a la voluntad de un ente superior, el Estado, aparece la distinción entre lo público y lo privado, que contempla al actor de ambos ambitos como si fuese un sujeto distinto cuando, en realidad, es el mismo hombre que se ve cercenado ante la obligación de proceder de modo distinto según el ámbito de actuación. Sin embargo, en sí misma la sociedad ni es pública ni es privada, sino que es, como ya hemos dicho, el ámbito exclusivo y privilegiado donde le es dado al hombre realizarse en cuanto hombre. En definitiva, es una extensión o mejor dicho una perfección de la única comunidad natural: la familia.
Sin embargo, la sociedad se distingue netamente de la familia en cuanto esta última tiene una cabeza visible que ostenta el poder. La sociedad, a priori, es la única comunidad de iguales en la que se desarrolla la libertad trascendental (Heidegger) y la libertad moral y la única en la que no existen gobernantes ni gobernados. “Mis opiniones políticas se inclinan más y más hacia el anarquismo (entendido filosóficamente, lo cual significa abolición del control, no hombres barbudos que colocan bombas) o hacia la monarquía inconstitucional” (J.R.R. Tolkien, “Letters”, 79). Ciertamente, a diferencia de la familia, en la sociedad prima y debe primar la libertad de la persona y el mínimo control estatal – minarquismo – (Orwell, “1984”) ya que como señala Otanes (“History of Herodotus”), en cuanto hay gobernantes y goebrnados aparece la desigualdad que termina transformándose en despotismo.
Dejar la casa en la que hay una cabeza superior y entrar en la esfera política (social) con la mayoría de edad, es entrar en el ámbito en el que opera la libertad, pues sólo en una comunidad de hombres libres –iguales – puede existir aquella organización que tiende al bien común en el reconocimiento y potenciación de todos los proyectos personales. El bien común, por su parte, no señala la existencia de una vida pública que se distingue de otra privada, sino que certifica una realidad ontológica: que los sujetos individuales – revisar la definición de hombre de Boecio – tienen intereses en común, tanto materiales como espirituales, y que sólo pueden alcanzar y conservar el bien particular si procuran el bien común. En este aspecto cobra sentido la idea de Ricoeur de que la sociedad es la segunda naturaleza del hombre, pues en realidad es su propia casa, donde realmente se humaniza. Esto se entronca con el cristianismo – la Iglesia –, que no es público ni es privado, sino una única familia, la humanidad entera.
Por su parte la democracia no es el gobierno de nadie, sino la organización y la administración de los hombres del bien común. No obstante su burocracia puede ser causa de la desigualdad y del despotismo. De todos modos, lo correcto, sin parecer utópico, es esperar que todos los hombres, los servidores públicos, exhiban una conducta virtuosa cuyo único objetivo e interés sea el general. Conseguir esto no es tarea fácil, pero tampoco imposible. San Agustín piensa en la virtud de la caridad – y Richard Rorty en la solidaridad – para encontrar un nexo que evite que los hombres caigan unos sobre otros y se olviden del bien común, que es en sí el bien – privado – de todos (San Agustín, “Contra Faustum Manichaeum»). No obstante, el bien común es una realidad ontológica de cuya realización depende la perfección del hombre mismo, pues excluye toda tendencia a fines éticamente incorrectos.
Esto es así porque el bien del hombre es un bien eminentemente social. Su vivir bien – la mejor vida posible – gravita siempre en un vivir bien en sociedad, en la que se humaniza junto con los demás y en la que descubre que todos tienen una misma y esencial identidad que les otorga una incondicional dignidad por el mero hecho de ser personas humanas. La formulación aristotélica por la cual el hombre es visto como un zoon politikon no es pura palabrería sino que corresponde a una intrínseca realidad de la naturaleza humana por la cual el hombre se abre a establecer relaciones de vínculo con los demás buscando y disfrutando del bien de estos con la consideración de que su bien es el propio bien (Tomás de Aquino, “Summa Theologica”). En este sentido la acción humana está, por naturaleza, ordenada a una perfección – el bien – cuyo acabamiento sólo es asequible en la instancia política, que no es pública ni privada, sino el ámbito exclusivo y privilegiado donde le es dado al hombre realizarse en cuanto hombre.
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Hola Joan. Muy buena entrada, de verdad. Me viene a la mente, al leerte, una cita de Taylor en «Ética de la autenticidad»: «es ciudadano quien no está supeditado al poder, sino que participa en su propia regulación».
Buenas entradas sobre el bien común. Un abrazo.
Saludos Pablo, muy buena cita. Gracias por comentar, un saludo.
[…] la de su ser, a la que está llamado por su ontológica naturaleza mediante el obrar. En primer lugar, porque “el hombre no puede vivir almargen de la compañía de sus semejantes” sin perturbar su […]
[…] sobre todo, es indispensable recordar que al hombre no le puede ser ajeno el hombre, pues su bien es un bien eminentemente social. Yo sólo puedo realizarme en compañía de mis semejantes, a quienes he de amar como a mí mismo, […]