San Agustín (IV)

Publicado: 24 octubre, 2012 en Patrología, San Agustín

En cuanto a las fuentes de conocimiento del dato revelado San Agustín dispone en un primerísimo y privilegiado lugar la Sagrada Escritura, para quien carece de duda alguna, si bien realiza una libre interpretación mediante una alegórica exégesis cuando el sentido literal proporciona una comprometida hermenéutica. En un nivel inferior, pero por ello no menos trascendente, estima la figura de la tradición, cuyo fundamento son los mismos apóstoles. En este sentido, afirma que cuando una realidad se encuentra universalizada en el seno de la Iglesia determina que su procedencia es de orden apostólico. No obstante, especifica, que la tradición no necesariamente puede o debe identificarse con la autoridad de la Iglesia, que es la verdadera depositaria de la regla de fe. Es en este sentido que afirma: “yo no creería ni al mismo Evangelio si no me moviera a ello la autoridad de la Iglesia Católica” (San Agustín, “Contra epistolam Manichaei quam vocant fundamenti”).

Es indudable que para San Agustín que por encima o al mismo nivel de la Iglesia no hay otra autoridad. De ella se recibe la Escritura y a ella debe acudirse, siempre, para encontrar una correcta interpretación del dato revelado, si bien, afirma, la razón humana es un valiosísimo instrumento, guiado por la fe, para admitir las verdades reveladas y conocerlas cada vez mejor y con mayor profundidad, pues la existencia de Dios es una verdad de la que nadie puede dudar, si bien el corazón del ateo, señala, pretende negarla, pero eso, el ateísmo, es la “locura de unos pocos” (San Agustín, “Sermones”). Aún así, afirma que si bien la razón no puede conocer la esencia de Dios, “si comprendes, no es Dios” (San Agustín, “Sermones”), considera decisivo el credo ut intelligam y el intelligo ut credam.

En cuanto a su doctrina teológica, San Agustín concibe la Santísima Trinidad como una sola naturaleza divina subsistente en tres Personas iguales y distintas. De Cristo, Aquel que es engendrado, del mismo modo que afirma con aplastante luminaria que su cuerpo humano es real, tomado de una mujer y dotado de alma racional afirma su divinidad: “Aquel que es Dios es también hombre” (San Agustín, “Sermones”). Consecuentemente, reconoce la maternidad divina de María (“De trinitate”) y su perpetua virginidad: “virgen concibió, virgen dio a luz y virgen permaneció” (San Agustín, “Sermones”). Al mismo tiempo, y para combatir las doctrinas de los pelagianos, acentúa que en María se encuentra exonerada de todo pecado. Éste último ocupa un papel importante en su ocupación teológica. Del pecado original asevera que es una verdad indudable que confirma la Sagrada Escritura, confirman los Padres de la Iglesia y el sacramento bautismal y que se debe a la voluntad del hombre de anteponer los bienes temporales a los eternos. Razón por la cual el hombre necesita estar en gracia de Dios, pues por sí sólo el hombre no puede más que ser un sujeto pecador.

Siguiendo con el pecado menciona que el sacramento del bautismo borra verdaderamente el pecado, si bien permanece en la persona humana la concupiscencia, que no es propiamente pecado, sino la debilidad propia de la naturaleza caída que desaparece paulatinamente en la medida en que uno se halla en gracia de Dios, es decir, el auxilio divino que se nos ofrece para cumplir y persistir cristianamente. Esta gracia es indispensable para evitar el pecado y para convertirse realmente a Dios, si bien señala que la gracia no aniquila el libre albedrio – el hombre siempre es un sujeto libre –, sino que sitúa a la persona en disposición de no sucumbir mediante el fortalecimiento de la virtud.

Si Cristo es el punto de orientación del alma para San Agustín, la Iglesia, cuerpo de Cristo, es la Madre de los cristianos de la que nunca deben separarse. Ella es el reino de Dios en la tierra, ella es el camino del hombre en la historia de la salvación de la humanidad. Asevera sin titubeos que la unidad de la Iglesia se encuentra prefigurada en la túnica inconsútil de Jesucristo; sin embargo, especifica que la Iglesia es el campo donde la cizaña se encuentra mezclada con el buen trigo, contiene hombres buenos y malos. Así, la santidad de la Iglesia descansa en que su doctrina, sus sacramentos y su misión tengan por objeto la santificación de todas las almas como difusión de la verdad. De los malos cristianos afirma que en ocasiones es bueno expulsarlos del seno de la Iglesia, aunque por el bien de la paz y de la unidad es preferible aparentar ignorarlos, pero que aunque participen de los sacramentos no pertenecen verdaderamente al cuerpo de Cristo.

Otra Bibliografía:

Laureano Manrique Merino, “Tres apuntes de lectura sobre los Sermones de San Agustín (2001).

José Oroz Reta, “El pensamiento de San Agustín para el hombre de hoy, I. La filosofía agustiniana” (Edicep, 1998).

comentarios
  1. wil sanz dice:

    Es importante involucrarnos en la iglesia…conociedo siempre cuales son nuestras obligaciones como cristianos..y pues no debemos creer que porque estamos bautizados…o estamos cumpliendo con algunos mandamientos…..ya somos salvos…
    debemos seguir luchando por conseguir la vida eterna…con humildad…

  2. Saludos Wil. Totalmente de acuerdo con lo que dice en el comentario, tenemos que tenerlo siempre muy presente. Un saludo.

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