«¡Atrévete a ser razonable!», desprecia el relativismo moral

Publicado: 4 junio, 2012 en Ética y Moral, Filosofía

La exhortación horaciana “¡Atrévete a ser razonable!”, expuesta en sus Epístolas, suena a broma en una sociedad contemporánea fuertemente marcada por el relativismo, donde los valores se construyen al momento y cuya coherencia se halla sujeta a la exclusiva voluntad de sus forjadores. El dogmatismo de las opiniones que se sustraen de determinadas interpretaciones científicas, exentas del rigor metódico de la misma ciencia, censura y vilipendia aquellas disciplinas que no tratan, de modo específico, de cuestiones decibles científicamente.

La ética en nuestros días se la presenta y se la entiende, por lo general, carente de una estructura fundada en unos principios absolutos. El concepto de bien moral se subordina al consenso parlamentario. Son los políticos y las leyes quienes dictaminan qué es bueno y qué no lo es. Nada hay más obsceno, pues, que las instituciones democráticas, aun con el amparo de la legitimidad, sean las que estipulen, por su voluntad, el carácter moral de las distintas realidades: “Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por algo más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia” (Benedicto XVI, «Discurso en Westminster Hall», 17 de septiembre de 2010).

Si son los políticos u otro poder legítimo quienes dictaminan la hondura moral de toda acción humana la democracia, se quiera o no, corre el peligro de degradarse hasta el extremo de convertirse en una tiranía y la sociedad en una milicia de aborregados, que pronto no echará de menos ni la libertad. Esto es lo que acontece, por experiencia, en aquellas civilizaciones que se guían más por los instintos que por la razón y que prefieren el alimento del estómago al del espíritu. Que Horacio y Kant, dos autores distantes en el tiempo, coincidan en la necesidad de encontrar principios morales accesibles a la razón muestra la importancia de atar el devenir existencial a verdades objetivas; pues de ello depende que uno no empiece un proyecto con destino fracasado.

La verdad moral puede sonar, en exclusiva, a religión. Sin embargo, la búsqueda de la verdad es objeto de todo método, desde el filosófico al científico, y el único modo cierto de adquirir conocimiento. La acción que tiende a un fin se halla presente en todas las cosas que llegan a ser y son, y el hombre no es, en este caso, una excepción a la regla. Es más, un proyecto existencial goza de sentido sólo cuando tiene un punto de conclusión hacia el cual se ordenan debidamente todos los pasos. Al respecto, viene bien recordar las palabras de Heisenberg, que afirma que quien busca con sinceridad descubre en el mundo un orden central – un sistema universal – que no sólo existe sino que impulsa.

Decía antes que de aceptar el relativismo moral como una exigencia necesaria para la convivencia social pronto no echaremos de menos ni la libertad. Tenemos políticos y ciudadanos que sostienen que el fin justifica los medios, y otros que ignoran que hay medios que pervierten el fin más justificado. Todos ellos, sin embargo, olvidan que ni el fin ni la moralidad de los actos pueden ser medidos por la coyuntura, por muy vehemente y dogmático que se presente el relativista en su juicio. La democracia es fundamentalmente un “ordenamiento” y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter “moral” no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve; teniendo siempre el bien común como fin regulador de la vida política.

 El excelente artículo de Menéndez Bartolomé, titulado “¿Qué es la ética? ¿Qué es la moral?”, recuerda una sentencia del maestro Eckhart, que es importante tener en cuenta: “Las personas no deben pensar tanto en lo que deben hacer como en lo que deben ser”. Y ciertamente es así, “nuestra vida no nos es dada ya hecha, sino que vivir es, en su raíz misma, un estar nosotros haciendo nuestra vida” (Ortega y Gasset, “Misión de la Universidad”), pero no de cualquier modo, sino de la mejor manera posible y lo mejor no es ya cosa entregada al arbitrio del hombre. Lo mejor para el hombre se halla inscrito en su estatuto ontológico y no es otra realidad que ser lo que uno debe ser, que sólo se alcanza adoptando “una muy determinada forma de vida” (Ortega y Gasset, “El tema de nuestro tiempo”).

No podemos hacer, pues, como el relativista. No existen actos buenos o malos según la potestad o la voluntad de la persona sino que hay un bien último requerido por la voluntad y previamente captado por la razón. Si el fin de la inteligencia es el ser en cuanto verdadero, el de la voluntad es el ser en cuanto bueno en razón de su verdad y bondad ontológica. De este modo, en palabras del Aquinate, las cosas no son buenas porque son queridas, sino que son queridas porque son buenas y porque en ellas está en juego la misma existencia de la persona (Leonardo Polo, “Presente y futuro del hombre). Cierto, el hombre está condenado a ser libre (Sartre, “El ser y la nada”), por esto mismo “la necesidad humana es el terrible imperativo de autenticidad. Quien libérrimamente no lo cumple, falsifica su vida, la desvive, se suicida” (Ortega y Gasset, “El tema de nuestro tiempo”), pues se niega a ser lo que debe ser. Así que, “¡Atrévete a ser razonable!”.

comentarios
  1. Miki dice:

    Gracias, Joan. He gozado mucho con la lectura de esta entrada.

  2. Saludos Miki. Me agrada saber que ha resultado de su interés. Muchas gracias por comentar.

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