Los medios de comunicación sociales llevan días con el tema del día del Orgullo de las personas antes llamadas homosexuales y ahora, al margen de la Real Academia, LGTB. Albert Medrán, de cuyo blog soy un frecuente lector en la medida de lo posible, realiza un alegato de la homosexualidad que firmaría el mismo pregonero del Orgullo LGTB 2011 de Chueca, famoso barrio madrileño por tener los armarios vacíos. Medrán, persona inteligente y culta, identifica la corrección ontológica y moral de la homosexualidad por la desgraciada realidad del número de personas que son perseguidas y, en ocasiones, asesinadas por el hecho de mantener relaciones con personas del mismo sexo. Es evidente que nadie con sentido común aceptará la persecución y asesinato de otra persona por el hecho de mantener determinadas convicciones. No Obstante, el odio hacia un colectivo no convierte a este en un ejemplo a seguir, como acontece con las personas que mantienen relaciones sexuales y afectivas con personas del mismo sexo.
La cualidad moral de los actos no se corresponde con la cantidad de los mismos – ver entradas de ética y moral en Opus Prima –. Medrán nos señala que cada vez hay un mayor número de personas que parece mantener una vida sexualmente LGTB. Aquí comete el mismos error por relacionar esta proporcionalidad con su legitimidad ontológica y moral – que muchas personas compartan un mismo vicio no lo convierte en virtud –. Otro error típico y poco original es la célebre frase, hedonista y relativista hasta el extremo, de ‘cada uno es libre para amar a quien quiere”. No es fácil desmontar este simple lenguaje de tertulia de café por una correcta y rigurosa explicación biológica, metafísica y antropológica del ser humano, más cuando en nuestros días la masa, que diría Ortega y Gasset, confunde el conocimiento y la verdad con la opinión y es más adepta, la turba, a los programas televisivos del corazón que a una detenida reflexión y a una rigurosa lectura científica y filosófica.
En las tertulias de café se nos dice, y un servidor está cansado de oírlo, que enla Greciaclásica o antigua la homosexualidad estaba al orden del día. El lector de clásicos, y por clásicos griegos me refiero a Platón, Aristóteles o a Licurgo, sabrá bien de la condena de los helenos a la homosexualidad. Ciertamente existía la práctica como existe en la actualidad, no obstante nunca la equipararon con las relaciones heterosexuales ni pensaron en matrimonios o uniones. Y los romanos, estos serían vistos como auténticos puritanos por la feligresía que frecuenta estos días el madrileño barrio de Chueca ya que el acto sexual lo cometían caída la luz del sol y siempre con la habitación a oscuras para no verse los cuerpos desnudos – sólo se veían desnudos en los baños –. Los romanos rechazaban la sodomización y si ésta se realizaba siempre era con un esclavo o entre soldados, ya que se consideraba falta de hombría que un militar casado – lejos del hogar – frecuentara con otras mujeres. Si seguimos con los clásicos, Cicerón nos indica con acierto que las leyes no se fundamentan por el hecho de ser reconocidas y consensuadas sino por estar enraizadas en la naturaleza. No obstante, en un sistema democrático los derechos fundamentales los recogela Constitución, que no deja de ser fruto del consenso y de la supuesta voluntad popular; en consecuencia, no se está obrando necesariamente bien y con virtud.
El ser humano no puede obrar como le plazca por la sencilla razón de que determinados actos apuntan hacia la verdad y otros hacia el error. Por otro lado, el ser humano o es hombre o es mujer y la masculinidad y la feminidad se extiende por todo su ser y por todo su obrar. Además, los cristianos sabemos que el hombre y la mujer son obra de un acto creador, libre y amoroso de Dios. Centrémonos en esta cuestión que es de capital importancia: el ser humano – hombre o mujer – no puede actuar de cualquier modo. Digo actuar y no ser porque en cuanto al plano del ser la persona no puede realizarse, en cuanto que ella no se da el ser sino que lo recibe. La persona, no obstante, por su constitución ontológica, es dueña de su obrar. En este sentido sí pueden entenderse las palabras de Medrán, pues nadie puede obligarnos a nada, porque en el ámbito de la libertad fundamental, o trascendental que dice M. Heidegger, no cabe la coacción extrínseca en el foro interno de una persona. La persona, por su constitución ontológica y por su entendimiento y su voluntad, está abierta a toda la realidad; no obstante, la libertad humana halla límites – que bien expresa Sartre en El ser y la nada – ya que existen realidades que escapan a su voluntad. Algunos de estos límites son tan obvios como el hecho de que nadie elige dónde nace y en qué cultura o cuándo morirá – aunque algunos ya se empeñan en procurarse su propia muerte buscando en ello una fundamentación jurídica y política –. Por otro lado, el hombre es un ser de fines, pero hay uno, el más importante y trascendental, que no es objeto de su entendimiento ni de su voluntad: la plenitud o felicidad, que es consecuencia directa del desarrollo ontológico del ser de la persona.
Medrán y las personas que defienden determinados modos de vida deben entender que la libertad humana, aunque abierta a toda la realidad, es una libertad situada que parte de un origen, el ser ontológico de la persona, que hace que la persona actúe y alcance la felicidad si responde al desarrollo de esa naturaleza. El hombre y la mujer pueden, y esto ya lo decía Aristóteles, encaminarse hacia la perfección de su ser cuyo desarrollo es el único camino para alcanzar la felicidad última. Es decir, la persona puede hacerse a sí misma realizando todo aquello a lo que está llamado su ser, que en última instancia es el bien. Todos los hombres sin excepción buscan libremente el bien hacia el que se autodeterminan. La libertad es, en consecuencia, determinación y responsabilidad con la propia vida y no la absoluta indeterminación hacia fines. La libertad del hombre radica en que el hombre se siente intrínsecamente requerido a elegir lo mejor, que no es otra realidad que ser lo que debe ser. Sin embargo, el hombre y la mujer pueden elegir no-ser lo que debe ser, pero en ese caso no pasara a ser ‘algo distinto’ sino que más bien no-será porque el hombre no puede ser verdaderamente sino es el que tiene que ser.
Nota: respecto a las cuestiones de orden sexual aparecen expuestas en las entradas dedicadas a la sexualidad.