Cuando hablamos del sentido o fin último de la vida del hombre no hemos de pensar que es una burda pretensión de algunos de ellos sino que es una intrínseca realidad de su naturaleza por la que mediante el ejercicio de la libertad busca encontrar en el conjunto de sus acciones esa unidad y significación que le confiera la felicidad existencial. Es cierto que en el quehacer cotidiano las personas parece que buscan las diferentes realidades de las que se ocupan en su actividad; sin embargo, rápidamente observamos que desean integrar en ellas el deseo de felicidad y aunque no sea siempre explícito en la conciencia si está inscrita en el objeto de las decisiones confirmando que el hombre busca alcanzar el bien mayor, ya sea real o en apariencia, en este caso último encontramos un ejemplo claro y evidente en la persona que desea dejar de vivir porque con ello considera que terminará su estado de infelicidad.
La persona necesita hallarse en un estado de felicidad, que su existencia y todas sus acciones se integren en un contenido dotado de sentido y, al mismo tiempo, se dirijan hacia un horizonte hacia el cual apunta para alcanzar su autorrealización. Esta autorrealización es en definitiva el objeto último, la felicidad por la que obramos (vivimos). Esta autorrealización es un fin y no un medio por la sencilla razón que no se busca lograr cualquier otra cosa sino porque ella misma constituye el deber ser de la misma naturaleza ontológica de la persona, que es la vida feliz (plenitud).
Es evidente, al mismo tiempo, que esta felicidad va acompañada de un determinado comportamiento, de una actitud moral ante la existencia. De inmediato la persona experimenta el impulso de realizar las acciones de un modo y no de otro – ley natural –. Descubrimos que cada hombre es un fin en sí mismo y que nunca puede ser tratado como un medio, como un apéndice de las cosas. Actuar moralmente bien no es una exigencia o lo es en cuanto que el impulso hacia el bien es inseparable de la verdadera felicidad. Por ello, la experiencia nos demuestra que la felicidad de la persona tiene mucho que ver con los vínculos de respeto y de amor que constituye con los otros y, de manera más fundamental, la relación que establece con Dios.
No deja de ser cierto que en el hombre se da una felicidad o plenitud de carácter físico que relaciona directamente con el placer, cuya resolución está marcada por la inmediatez y la fugacidad, al mismo tiempo que no colma al ser por entero. Al margen, existe esa felicidad de orden espiritual cuya resolución no es inmediata sino que por su carácter trascendente exige su realización durante toda la existencia, y que tiene que ver con esa actitud moral ya mencionada. Descubrimos, por tanto, que respecto a la verdadera felicidad ésta afecta a todo el ser y no a una determinada dimensión de éste. Así, quien sólo alcanza a la primera experimentará momentos de placer momentáneos, mientras que quien logra alcanzar la segunda, aunque padezca instantes de tristeza encarará el conjunto de su existencia con la felicidad que confiere el hecho de experimentar la vida con verdadero sentido.
Estoy de acuerdo en muchos de tus planteamientos en estas breves líneas, a las que no se les puede hacer decir más de lo que dicen. Creo, sin embargo, que hay que señalar siempre una cosa, para evitarnos problemas -problemas tanto en el estudio y presentación académica del concepto de ‘felicidad como en el ámbito cotidiano de nuestro vivir personal y comunitario’-. Y esa cosa que hay que señalar es que la felicidad -la búsqueda de ella- no puede ser nunca un principio constitutivo de la acción moral. Esta idea no es mía, la aprendí del gran teólogo moralista Martin Rhonheimer, y aún me parece que Servais Pinckaers o.p., sostiene lo mismo. La base de esta afirmación está en la teoría tomista de la ética de virtudes. De hecho, y siguiendo con el Aquinate, junto a la cuestión de por qué la felicidad no puede ser el principio constitutivo de la acción moral, está la de por qué las virtudes morales (prudencia, justicia, fortaleza ytemplanza) no pueden acabar-se en sí mismas, sino que están todas ellas proyectadas hacia la plenitud de los dones del Espíritu Santo. Es una lástima que aquí sea demasiado farragoso tratar de exponer todo esto. Intentaré hacer un resumen de las ideas fundamentales que sostengo en este comentario y de traerlas, si me es posible, en uno nuevo (ideas que, en realidad, no son ‘mías’ sino de los autores señalados antes).
Invito, de todos modos, a acercarse a las obras de Rhonheimer, Pinckaers y, evidentemente, santo Tomás de Aquino.
Saludos Álvaro. Ciertamente la felicidad es un fin humano necesario, pero no necesitante en cuanto que no es un objetivo específico para predeterminar las acciones concretas de la persona, de ahí los distintos proyectos de vida feliz que tú, cualquier otra persona o yo podamos tener. Muchas gracias por la aportación. Un saludo.
[…] https://opusprima.wordpress.com/2011/05/04/sobre-la-vida-buena-i/ […]