Hay hombres más altos que otros y algunos de mayor inteligencia; pero todos tienen en común la humanidad. Y nos es tan intrínseca que somos nosotros mismos. La humanidad es una realidad invisible, tan invisible que hay quien no repara en ella, a pesar de que es interiormente verificable, pues va junto a nosotros desde el principio hasta el final de la existencia. La humanidad es la más íntima de las dimensiones del hombre, pues es la que nos diferencia radicalmente del resto de los vivientes. Tan alejados estamos de la mosca y del tigre, que hay menos distancia entre nuestro planeta y el sol. Ante el resto del mundo animal somos un abismo, un misterio. La mosca y el tigre ignoran su muerte y por ello viven como si fueran eternos; el hombre conoce su mortalidad y por ello vive continuamente su eternidad, aunque los hay que la niegan en cada uno de sus pensamientos.
La muerte añade sentido a la vida, pues su presencia modifica el modo de desplegar la existencia y de habitar el mundo. No poca razón tenía Nietzsche en este sentido, al entender la enfermedad si no como la mayor de las actividades, al menos sí como la más intensa. Vivimos la existencia sabiéndonos mortales, por ello hay quienes deambulan por el mundo carentes de esperanza, abrazando el absurdo o elevando el escepticismo a la categoría de absoluto. Ante la presencia de la muerte, ciertamente, hay hombres que viven como los animales, ignorándola; otros, por el contrario, se obsesionan. Para domar la idea de la extinción no hay mejor regla que vivir la existencia hasta el final, dotándola de sentido, sufriéndola con todo su gozo y amándola como un don que puede ser arrebatado en cualquier instante. En Breviario de podredumbe Cioran nos dice que “quien no se ha entregado a las voluptuosidades de la angustia, quien no ha saboreado en el pensamiento los peligros de la propia extinción ni gustado aniquilamientos crueles y dulces, no se curará jamás de la obsesión de la muerte: será atormentado por ella, por haberla resistido; mientras que quien, experto en una disciplina de horror, y meditando en su podredumbre, se ha reducido deliberadamente a cenizas, ese mirará hacia el pasado de la muerte y el mismo no será sino un resucitado que ya no puede vivir”. En estas palabras hacen eco aquellas de Santa Teresa de Ávila: “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero”.
Quien rechaza el sentido trascendente que se esconde en el misterio de la vida y de la muerte se halla ante una existencia carente de dimensión, tan vacía que todo cuanto habita en él es pura apariencia, ornamento. Tanto sentido daban los antiguos a la vida y a la muerte que no es anecdótico que no nos haya llegado la obra de ningún impertinente. No hay nada más contrario a la esencia humana que vivir en la nada y saborear la existencia cual mosca o tigre. Tan natural es en el hombre la relación con la tierra como con el cielo, con el mundo como con lo sagrado. Aquellos antiguos misterios de Eleusis son hoy nuestra sagrada Eucaristía, pero el contenido es el mismo, invariable.
Los instantes se suceden en una serie interminable, desubicada la trascendencia y el misterio de la humanidad, resta el vació y la palabra necia donde el mundo de abajo y el de arriba no son más que dos espejos cara a cara que nada se dicen. En este estado el hombre permanece entumecido, presa de la sinrazón y de la mentira del abismo. El aburrimiento es la eternidad sin trascendencia, la eternidad efímera del animal. Y el aburrimiento es la pesadilla de la sociedad actual, la caverna platónica donde danzan los infantes del mundo, aquellos que permanecen encerrados en los límites de la materia y la negación del espíritu. Paradójicamente, todo paso contrario a la luz conduce fuera de la vida, incluso cuando se considera a la vida mortal como la única existencia. Incapacitados para abarcar el fin que nos ha sido revelado, distantes de todo objeto y sin ninguna trascendencia que abrazar, el ser humano destruye su humanidad, ya que no hay ninguna razón de ser a excepción de la ornamentación existencial. El ateísmo es un absoluto amorfo, sin más alimento que la de un sucedáneo, por lo que toda su esperanza no presagia más que su propia caída.
El escepticismo es fuente de duda y ésta, llevada con absoluto rigor, conduce a la demencia. Ningún inútil a excepción del soberbio pondrá en entredicho que el sentido, el movimiento hacia, es el estado propio del ser que deambula entre el mundo de abajo y el de arriba. Ciertamente, nadie toma como ejemplo a un charlatán cuando filosofa sobre la existencia, pues ella requiere de una arquitectura tal que necesariamente debe contar con unos sólidos cimientos para alcanzar su propósito. No hemos nacido para abrazar la decadencia, aunque sea a ráfagas de sarcasmo, sino para cultivar nuestro destino, y aunque sea en un mundo idólatra siempre restan visibles las huellas de aquellos que nos precedieron, de aquellos que siguieron la de aquel que portó la buena nueva.
[…] algún rincón de este sorprendente mundo se encuentre un cerdo intelectual escribiendo un ensayo sobre el devenir existencial de su especie. Hay que tener el estómago muy fino o la sesera repleta de miasma para tildar de nazis a aquellos […]