Con La enigmática muerte de René Descartes, una investigación del profesor de filosofía Theodor Evert, resurge en los medios la hipótesis de que el paladín del racionalismo no murió de pulmonía como mantiene la tesis oficial, sino que fue envenenado por misteriosos intereses. Esta idea, que saltó a la palestra hace 30 años, ha sido recogida a lo largo de las últimas décadas. Luciano Canfora ya insinuó la idea de Evert en Una profesión peligrosa. La vida cotidiana de los filósofos griegos (Anagrama, Barcelona, 2002).
Ciertamente desconozco si Descartes murió de pulmonía o si bien fue envenenado. Lo que causa asombro es la capacidad de algunas personas para desarrollar toda una literatura de la conspiración al más puro estilo de Agatha Christie. No ya en cuanto al hecho del envenenamiento, que puede ser plausible, sino por los motivos esgrimidos. Leo en Lechuza Minerva, uno de los blogs de filosofía más pedagógicos que hay a mi entender, aunque a veces considero que presenta interpretaciones un tanto desenfocadas, que la supuesta muerte del filósofo racionalista se debería a que las ideas de filósofo serían un inconveniente serio para la conversión al catolicismo de la reina Cristina de Suecia, por entonces protestante. Repito, desconozco la hipótesis de envenenamiento, pero no me sorprende que se utilice esta cuestión para atacar a la Iglesia. Descartes es uno de los filósofos que he leído y estudiado con más dedicación en la carrera de filosofía como a nivel personal y bien puede decirse que de su basta obra sólo el Tratado del mundo no vio la luz, y no la vio por voluntad del mismo Descartes, cuya fe le hizo ver que no debía hacerlo porque el Santo Oficio había censurado la teoría heliocéntrica que también sostenía. Descartes era un hombre profundamente cristiano, es más, era de aquellos que denominaríamos de rata de sacristía. Alguien que dijo que “de la única idea clara y distinta de la que puede sacarse la existencia es la idea de Dios”.
Más allá de que sí Descartes murió el 11 de febrero de 1650 de pulmonía o de envenenamiento, es que no lo hizo por un conflicto intelectual con la Iglesia – por otro lado sorprende que se contraponga el Racionalismo con el Cristianismo, cuando los grandes racionalistas (Descartes, Spinoza, Leibniz y Malebranche) eran todo menos ateos o agnósticos –. Lo que está claro es que esta hipótesis un tanto conspiracionista puede dar jugo a Dan Brown para una nueva novela sobre la Iglesia y el Santo Oficio contra el saber del siglo XVII, introduciendo a miembros del Opus Dei en su habitual falta de rigor histórico.