Los Padres Prenicenos (I)

Publicado: 2 agosto, 2008 en Patrología

Los Padres de la Iglesia empezaron la labor de la inculturación conscientes que la enseñanza cristiana contiene un núcleo esencial de verdades reveladas que son el canon para juzgar la sabiduría humana y distinguirla del error. Por ello todas las posibles aportaciones de la sabiduría pagana fueron analizadas desde esta perspectiva: “si aquellos que son llamados filósofos han dicho cosas que son verdaderas y conformes  con nuestra fe […], no sólo no deben inspirar motivo de temor, sino […] deben ser reclamados para nuestro uso” (San Agustín). Por ello, en el proceso de inculturación se desplegó en un doble proceso. Por un lado, se produjo la asimilación de aquella filosofía grecolatina compatible con los valores de la fe cristiana; y, por otro lado, se realizó la desasimilación de todos los errores que pudieran albergarse en tales filosofías. Los Padres de la Iglesia no son simples maestros de la enseñanza cristiana que ellos mismos han aprendido, sino que su magisterio trasluce una gran familiaridad con Dios, una experiencia vivida del misterio de Cristo y de la Iglesia, y un constante contacto con las genuinas fuentes de la vida teologal. En los Padres se da un baño simbiótico entre la fe y la razón, pero son muy conscientes que la especulación no es suficiente para comprender la propia fe.  

 

El contexto histórico de los Padres Prenicenos transcurre entre la aparición de la literatura patrística hasta la paz de Constantino y el I Concilio de Nicea (325) y se desarrolla dentro de los límites del Imperio Romano (oikumene). La expansión del cristianismo contará con dos grandes aliados: la excelente red viaria romana y el Mar Mediterráneo. Si atendemos a los viajes misionales de San Pablo veremos que las principales ciudades cristianas se encuentran insertadas en estas grandes rutas de comunicación: Pérgamo, Sardes o Filadelfia son un ejemplo. Ocurrirá lo mismo a finales del siglo I cuando el cristianismo se extiende por Siria y Asia Menor: Éfeso, Magnesia o Esmirna. Durante el siglo II se produce otra gran expansión del cristianismo (siempre aprovechando las grandes rutas), llegando desde Mesopotamia a Germania. A lo largo del siglo III, cuando se producen las grandes persecuciones de Decio (249-251), Valeriano (253-260) y Diocleciano (284-305), el cristianismo está prácticamente instalado en todo el mundo conocido, con mayor o menor presencia.

 

Los Padres de la Iglesia, así como los fieles de las distintas comunidades, son súbditos del Imperio Romano, esta circunstancia les ocasionará serias dificultades para vivir una vida fiel a la fe cristiana ya que los emperadores exigían que todos los ciudadanos o habitantes del Imperio practicasen la religión oficial romana. Es cierto que fueron solícitos con los cultos practicados en los territorios que se fueron incorporando al Imperio, de modo especial con el judaísmo; no obstante, y está más que demostrado, no fueron nada tolerantes con el cristianismo, sobre todo en la segunda mitad del siglo III. Las primeras grandes persecuciones se dan bajo el gobierno de Decio (249-251). Tanto Cipriano de Cartago como Dionisio de Alejandría dejan constancia de que las persecuciones tienen lugar, a diferencia del pasado, a lo largo y ancho del Imperio, pero de manera especial en África, donde se producen sangrientas torturas y numerosas condenas a muerte. Tan brutal fueron las persecuciones de Dacio que muchos cristianos apostataron. A la muerte del emperador San Cipriano se vio con la obligación de convocar un sínodo en Cartago y a publicar su tratado De lapsis para resolver si los apostatas podían regresar a la Iglesia. En el 257 el emperador Valeriano publica un edicto contra los cristianos y, por primera vez en la historia, contra la Iglesia, declarándola ilegal. Un año después, en el 258, un segundo edicto endurecía las sanciones con la pena de muerte. Por esta causa murieron mártires San Cipriano de Cartago, San Dionisio de Alejandría y San Fructuoso de Tarragona. Galieno (260-268), vuelve a autorizar a la Iglesia nada más subir al poder. Pero la inquina contra el cristianismo vuelve en el 303. Diocleciano ve con suma preocupación la capacidad que tiene el cristianismo para introducirse en las clases superiores, sobre todo, entre la casta militar. No obstante ya en el 311 se promulgan los edictos de tolerancia del cristianismo para todo el Imperio; Galerio (Oriente), en el lecho de muerte, concede a los cristianos la libertad de conciencia y de culto. Constantino y Majencio (Occidente) hacen lo mismo, por lo que terminan para siempre las desavenencias entre el Imperio y el cristianismo.  

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